Capítulo V

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El grupo liberal que se reunía en la farmacia de Portocarrero, no quería ser menos que el grupo conservador.

Para él era cuestión de honra banquetear a Baranda. Con efecto, le banquetearon en el patio del Café Cosmopolita, cubierto por un enorme emparrado de bejucos. Los cuartos contiguos estaban llenos de commis voyageurs, de marcado tipo judío. Un agente de seguros perseguía a todo bicho viviente proponiéndole una póliza con reembolso de premios. Un mulato paseaba de mesa en mesa una caja, pendiente del cuello por unas correas, que abría para mostrar plegaderas y peines de carey, caimancitos elaborados con colmillos de ese reptil y otras baratijas.

La comida duró hasta las tres de la mañana, en que cada cual tiró por su lado, sin despedirse. La borrachera fue general. Hasta el dueño del café cogió su pítima. El calor había fermentado los vinos. Petronio Jiménez estuvo elocuentísimo. Colmó al gobierno de insultos, entre los cuales el más benigno era el de ladrón; apologó la anarquía, el socialismo, sin orden ni sindéresis, y bebiéndose en un relámpago incontables copas de coñac.

Los ojos cavernosos le centelleaban a través del sudor que le bajaba de la frente a chorros; tenía la cabeza empapada, la corbata torcida, el cuello de la camisa hecho un chicharrón y los pantalones a medio abrochar, caídos hasta más abajo del ombligo. Sus apóstrofes se oían a una legua, viéndosele por las ventanas abiertas agitar los brazos, convulsivo, frenético. Habló de todo, menos de Baranda: de la Revolución francesa, del Dos de Mayo, de Calígula, de Napoleón I, de la batalla de Rompehuesos, en que, según decía, se batió como un tigre.

-¡Ah, señores! ¡Cuánto jierro di yo aquel día! ¡Aquello sí que fue pelear! A mí me mataron tres veces el caballo, que lo diga, si no, Garibaldi Fernández, nuestro ilustre sabio.

Baranda miraba socarrón a Garibaldi y apenas podía contener la risa al comparar sus máximas de moral e higiene con sus uñas de luto, sus dientes sarrosos, sus botas sin lustre, el cuello de la camisa arrugado y los pantalones con rodilleras y roídos por debajo.

-¡Bravo, Petronio! ¡Eres el Castelar de Ganga! -le dijo tambaleándose el dueño del café-. Y bien podías, viejo -añadió cariñosamente por lo bajo-, pagarme la cuentecita que me debes.

Petronio hacía un siglo que no iba por el Café Cosmopolita. De suerte que el recordatorio no era del todo intempestivo.

El doctor Baranda, aprovechando una coyuntura, tomó las de Villadiego, sin que nadie advirtiese su ausencia, aparentemente al menos.

-¡Vaya que si me acuerdo de la batalla de Rompehuesos! -dijo Garibaldi a Petronio-. Estaba yo ese día más borracho que tú ahora. Cuando caí prisionero de los godos me preguntó un sargento: -«¿No tienes cápsulas?» -Sí, le respondí; pero son de copaiba. -Y no mentía.

-Déjense de batallas, caballeros. Sí, todos peleamos cuando llega la ocasión -interrumpió Portocarrero, haciendo eses-. ¿Adónde vamos ahora? Porque hay que acabarla en alguna parte.

-¡Sí, hasta el amanecer! -añadió Petronio.

-¡Vamos a casa de la Caliente!

-¡Eso, a casa de la Caliente! -gritaron todos a una.

-¡Eh, cochero, al callejón de San Juan de Dios! Ya sabes dónde. Pero pronto.

-Hay que llevar, caballeros -observó Garibaldi-, unas botellas de brandi, porque una juerga sin aguardiente no tiene incentivo.

Y se metieron hasta seis en el arrastrapanzas cantando y empinando con avidez las botellas. El coche, crujiendo, ladeándose como un barco de vela, se arrastraba enterrándose en la arena hasta los cubos o en los tremedales formados por las crecidas del río.

Las calles estaban desiertas, silenciosas y oscuras. Los ranchos de los barrios pobres levantaban en la penumbra sus melancólicos ángulos de paja, algunos tenebrosamente alumbrados.

La catedral, de estilo hispano-colonial, proyectaba su pesada sombra sobre la plaza en que se erguían algunas palmeras sin que un hálito de brisa agitase sus petrificados abanicos. En los cortijos distantes cantaban los gallos, y los perros noctámbulos ladraban al coche que corría derrengándose.

La Caliente dormía a pierna suelta, echada sobre una estera, en el suelo. A los golpes que sonaron con estrépito en su puerta, repercutiendo por la llanura dormida, despertó asustada.

-¿Quién es?

-Nosotros.

-No, si vienen ajumaos, no abro. Es muy tarde.

-¡Abre, grandísima pelleja!

-Con insultos, menos.

-Si no abres ¡te tumbamos la puerta! -rugió Petronio redoblando las patadas y los empujones.

Y la Caliente abrió. Estaba del todo desnuda, en su cálida y hermosa desnudez de bronce. Con una toalla se tapaba el vientre. Su ancha y tupida pasa, partida en dos por una raya central, la caía sobre las orejas y la nuca con excitante dejadez. Su cuerpo exhalaba un olor penetrante, mitad a ámbar quemado, mitad a pachulí.

Atropelladamente empezaron todos a manosearla.

El uno la cogió las nalgas; el otro las tetas; el de más allá la mordía en los brazos o en la nuca.

-¡Que me vuelven loca! -exclamó riendo al través de una boca elástica y grande, de dientes largos, blanquísimos y sólidos-. ¡Jesús, qué sofoco! Siéntense, siéntense, que me voy a poner la camisa.

-¡No, qué camisa! -gritó Petronio echándola los brazos sobre los hombros.

-El que más y el que menos te ha visto encuera. Además, hace mucho calor. Tómate un trago.

-¡A la salud de la Caliente! -silabearon todos al mismo tiempo.

-¡Ah! ¡Esto es aguarrás! -exclamó la Caliente escupiendo-. ¿Dónde han comprado ustedes esto? ¡Uf!...

-¿Qué te parece, vieja? -murmuró Petronio a su oído.

-¡Cochino! ¡Cuidao que la has cogido gorda! ¡Nunca te he visto tan borracho, mi hijo!

-¿Qué quieres, mi negra? ¡La política!

En un santiamén se vaciaron varias botellas consecutivas. Los más se quitaron la ropa; uno de ellos, Garibaldi, se quedó en calzoncillos, unos gruesos calzoncillos de algodón, bombachos, salpicados de manchas sospechosas.

-Oye, Porto (así llamaban al farmacéutico en la intimidad), arráncate con un pasillo, que lo vamos a bailar esta negra y yo -propuso Petronio.

-¡Ya verás, mulata, cómo nos vamos a remenear!

Empezó el guitarreo, un guitarreo áspero y tembloroso, sollozante, lúbrico y enfermizo, como una danza oriental. La vela de sebo que ardía entre largos canelones en la boca de una botella, alumbraba con claridad fúnebre el interior de la choza, donde se veía una grande cazuela, sobre el fogón ceniciento, con relieves de harina de maíz y frijoles pastosos, una mesa mugrienta, varios cromos pegados a la pared, que representaban al Emperador de Alemania con su familia, los unos, y los otros, carátulas de almanaques viejísimos. En el patio había dos o tres arbolillos polvorosos y secos, al parecer pintados. Junto a la batea, atestada de trapos sucios, dormía un perro que, de cuando en cuando, levantaba la cabeza, abría los ojos y volvía a dormirse como si tal cosa.

En el bohío de al lado, que se comunicaba por el patio con el de la Caliente, lloraba y tosía, con tos cavernosa, un chiquillo. Una negra vieja, en camisa, con las pasas tiesas como piña de ratón, salió al patio en busca de algo, no sin asomar la gaita por encima de la cerca para husmear lo que pasaba en el patio vecino. Andaba muy despacio, arrastrando los pies, con la cabeza gacha y trémula. La seguía un gato con la mirada fija.

-¿Quieres agua? Toma.

Y se oía el lengüeteo del animal en una vasija de barro. El chiquillo seguía tosiendo y llorando. La negra, gruñendo a través de su boca desdentada algo incomprensible, desapareció como un espectro.



-¡Menéate, mi negra! -sollozaba Petronio ciñéndose a la Caliente como una hiedra. La mulata se movía con ritmo ofidiano, volteando los ojos y mordiéndose los bembos. Y la guitarra sonaba, sonaba quejumbrosa y lasciva. Garibaldi, con una mano en salva sea la parte, llevaba el compás con todo el cuerpo.

De pronto cayó la Caliente boca arriba sobre la estera, abriendo las piernas y los brazos sombreados en ciertos sitios por una vedija selvática.

Petronio, de rodillas, la besó con frenesí en el cuello, luego la mordió en la boca y la chupó los pezones.

-¡Dame tu lengua, mi negro! -suspiraba acariciándole la cabeza con los dedos.

Y Petronio, congestionado, medio loco, la acarició luego en el vientre, después en las caderas, hundiéndose, por último, como quien se chapuza, entre aquellos remos que casi le estrangulaban... La Caliente se retorcía, se arqueaba, poniendo los ojos en blanco, suspirando, empapada en sudor, como devorada por un cáncer.

-¡No te quites, mi vida, no te quites!

Los orgasmos venéreos se repetían como un hipo y aquella bestia no daba señales de cansancio.

-¡No te quites, mi vida, no te quites! ¡Ah, cuanto gozo! ¡Me muero! ¡Me muero! -Y se ponía rígida y su cara, alargándose, enflaquecía. Porto, si saber lo que hacía, le metió a Petronio el índice en salva sea la parte-. ¡Que me quitas la respiración! -gritaba.

De puro borracho acabó por vomitarse en la cocina sobre el perro, que salió despavorido. La guitarra enmudeció entre los brazos del guitarrista dormido.

El sol entró de pronto-una mañana sin crepúsculo, sin aurora, agresivo y procaz, que ardía con ira incendiando a los borrachos que yacían unos en el suelo, abrazados a las botellas, otros sobre el catre o de bruces en la mesa, desgreñados, desnudos, sudorosos...

Aquello parecía un desastroso campo de batalla, y para que la ilusión fuese completa, en la cerca del patio y sobre uno de los arbolillos abrían sus alas de betún repugnantes gallinazos, de corvos picos, redondas pupilas y cabezas grises y arrugadas que recordaban a su modo las de los eunucos de un bajo-relieve asirio.