Dies irae (1920) de Leonid Andréiev
traducción de Nicolás Tasín
A fuego
La risa

A FUEGO


I

Durante aquel verano caluroso y terrible, todo ardía. Ardían ciudades enteras, aldeas, haciendas. El bosque y los campos no servían ya de defensa; el bosque mismo era fácilmente presa de las llamas, y el fuego se extendía, como una gran sábana roja, por la superficie de las praderas secas.

Durante el día, el sol estaba medio oculto por el espeso humo; durante la noche, reflejos rojizos y silenciosos aparecían en distintos puntos del cielo, giraban en una danza fantástica y muda, y las sombras vagas de los hombres y de los árboles se arrastraban por tierra como animales de una especie desconocida. Los perros no turbaban la paz de la noche con su ladrido alegre, llamando desde lejos a los viajeros y prometiéndoles abrigo y buena acogida; lanzaban largos aullidos quejumbrosos o callaban sombríamente, ocultándose en las cuevas.

Los hombres, igual que los perros, se miraban unos a otros con ojos hoscos y espantados, hablaban de criminales misteriosos que prendían fuego en todas partes. En una aldea asesinaron a un anciano que no supo decir adonde caminaba. Después, los campesinos lloraban sobre su cadáver, apiadados al contemplar su barba blanca manchada de sangre.

Aquel verano caluroso y terrible, yo vivía en la casa de campo de un terrateniente, en la cual había muchas mujeres, jóvenes y viejas. De día trabajábamos, charlábamos y casi no nos acordábamos de los incendios; pero cuando llegaba la noche, el miedo se apoderaba de nosotros. El propietario, con frecuencia, se iba a la ciudad, y cuando sucedía esto, no podíamos dormir en toda la noche y vagábamos era torno a la fica, recelando la proximidad de malhechores dispuestos a incendiarla. Nos estrechábamos unos contra otros y hablábamos muy quedo. No se oía ningún ruido, y los edificios se alzaban en la obscuridad de la noche sombríos y medrosos. Parecíannos desconocidos, como si no los hubiéramos visto nunca, y muy frágiles, como si esperasen ya el fuego y estuvieran dispuestos a arder.

Una noche, en una hendedura de la pared, advertimos algo luminoso. Era el cielo, que se entreveía; pero nosotros nos figuramos que era el fuego. Las mujeres se lanzaron hacia mí dando gritos de espanto y pidiendo mi protección, aunque yo era aún un muchacho. Yo mismo experimenté tal terror que se me cortó la respiración y me quedé inmóvil, como clavado en el suelo.

A veces, en medio de la noche, saltaba yo del lecho cálido, y por la ventana bajaba al jardín, un viejo jardín, majestuosamente severo, que acogía los más fuertes vientos con un murmullo sordo. En lo hondo reinaba un silencio de muerte, como en el fondo de un abismo; en lo alto se oía un vago rumor, que parecía el conversar de una remota multitud.

Ocultándome de alguien que, a lo que yo pensaba, me seguía paso a paso y se esforzaba en deslizar su mirada sobre mis hombros, encaminábame al extremo del jardín, donde sobre una alta colina había un vallado, tras el que, en la anchura del valle, se extendían campos y bosques y dormían en las tinieblas pequeñas aldeas. Los altos tilos silentes y severos se apartaban a mi paso. Entre sus gruesos troncos negros, al través de las rendijas del vallado y por entre las hojas de los árboles, yo veía algo extraño, extraordinario, que llenaba de terror mi alma y hacía flojear mis piernas.

Veía el cielo; pero no el cielo obscuro y sereno de la noche, sino un cielo rosa, de un matiz que yo no había visto hasta entonces, ni de noche ni de día. Los tilos poderosos, erguidos, graves, mudos, juraría yo que, como seres humanos, esperaban algo. El rosa del cielo iba siendo a cada momento más intenso; de cuando en cuando atravesábanlo los reflejos lúgubres de la tierra, que ardía abajo, y parecía sacudido por estremecimientos rojos. Se alzaban lentamente columnas de humo. Mientras en la tierra todo estaba agitado, permanecían graves, quietas; mientras en la tierra todo era movimiento febril, estaban tranquilas, no salían de su inmovilidad, lo que yo juzgaba misterioso, extranatural, como el color rosa del cielo.

Como si recordasen algo de pronto, los altos tilos, todos a la vez, empezaban a secretear, inclinando sus copas unos hacia otros, y, del mismo modo inesperado, enmudecían nuevamente y sumíanse en una expectación sombría. En torno, el silencio era profundo como el fondo de un abismo. A mi espalda, la casa, llena de gentes asustadas, parecía en acecho; a mi alrededor callaban los tilos, como escuchando algo, y ante mí se agitaba en silencio el cielo rojo y rosa, que no había yo visto nunca ni de día ni de noche.

Y como yo no lo había visto todo entero, sino a pedazos, por entre las hojas de los árboles, me parecía aún más terrible, más incomprensible.

Era media noche. Yo dormía con un sueño inquieto cuando un sonido denso y breve, que parecía provenir de lo hondo de la tierra, hirió mi oído y se petrificó en mi cerebro, se convirtió en algo a manera de una piedra redonda. Le siguieron otros sonidos igualmente breves y densos. La cabeza se me puso pesada. Experimentaba la sensación de que me vertían en la nuca plomo derretido y de que las gotas de plomo horadaban mis sesos y me los quemaban. A cada momento eran más numerosas, y no tardó en llenar mi cabeza una espesa lluvia de sonidos densos y breves.

—¡Bam, bam, bam!—lanzaba desde lejos y desde lo alto una voz poderosa, impaciente.

Abrí los ojos y comprendí en seguida que las campanas de la próxima aldea de Slobodichi tocaban a fuego y que la aldea estaba ardiendo.

A pesar de estar la habitación obscura, con la ventana cerrada, parecía que toda entera, con sus muebles, sus cuadros y sus flores, se había salido a la calle, atraída por las llamas lúgubres, y se diría que no había paredes ni techo.

No recuerdo cómo me vestí. No sé, tampoco, por qué corrí a la calle solo y no en compañía de los demás. Quizá ellos me olvidaran o yo no me acordase de que ellos existían. Las campanas llamaban insistentes, con una voz sorda que hacía pensar que los sonidos, en vez de atravesar el aire transparente, horadaban espesas capas de tierra. Y acudí al llamamiento.

Las estrellas se habían apagado en el fulgor rosa del cielo. El jardín estaba iluminado como no lo había estado nunca, ni en los días de sol ni en las maravillosas noches de luna. Cuando me aproximé al vallado, vi con sobresalto, al través de las rendijas, algo rojo-escarlata, tempestuoso, terriblemente inquieto. Los altos tilos, como si los bañase un rocío de sangre, agitaban estremecidos sus hojas redondas, que volvían medrosas la cara, pero no se oía su ruido, ahogado por las campanadas breves y potentes. Los sonidos, a la sazón, eran limpios, precisos, y corrían con una celeridad vertiginosa, semejantes, en su carrera por el aire, a piedras hechas ascua. No volaban como palomas, al modo de las dulces campanadas del Angelus; no dilataban su sonido en hondas acariciadoras, al modo de las campanadas de las fiestas. Corrían rectas, como heraldos de la desgracia que no tuvieran tiempo de mirar atrás y que llevasen el terror pintado en los ojos.

—¡Bam, bam, bam!

Corrían, corrían con una impetuosidad arrolladora. Los fuertes alcanzaban a los débiles, y todos a la vez se arrastraban por tierra y horadaban el cielo.

Apresurado como ellas, corrí a través de un vasto campo labrado, que iluminaban resplandores color de sangre. Sobre mi cabeza, a una altura terrible, fulguraban chispas aisladas. Ante mí, el incendio devoraba la aldea, que parecía un brasero enorme, en el que se consumían casas, animales y hombres.

Tras la línea irregular de árboles negros, unos de copa esférica, otros agudos como lanzas, se alzaba una llama deslumbrante. Como un caballo enfurecido, enderezaba orgullosamente el cuello, saltaba, esparcía chispas en torno y, rapazmente, bajaba a veces la cabeza, buscando nuevas presas. Yo estaba aturdido por la carrera rápida; mi corazón latía con fuerza; las campanadas sin concierto me herían a la vez en la cabeza y en el pecho, ahogando los latidos de mi corazón. Había tal desesperación en ellas, que no parecían venir de una campana inanimada, sino más bien ser los latidos del doliente corazón de la tierra agitándose en la agonía.

—¡Bam, bam, bam!—tronaba el incendio.

Y era inverosímil que aquellos sonidos desesperados e imperiosos proviniesen de la campana, pequeña, débil y tranquila como una niñita con un traje color de rosa.

Yo, en mi loca carrera, perdía a menudo el equilibrio y caía, apoyando las manos en los grumos de tierra. Me levantaba presuroso y seguía corriendo. Corrían a mi encuentro el fuego y las campanadas furiosas. Llegaban ya a mis oídos el crujir de la madera de las casas, presa de las llamas, y los gritos confusos de la gente aterrorizada. Cuando el silbido serpentino de las llamas cesaba un instante, oíase claro y distinto el largo alarido gemebundo de las mujeres, enloquecidas de terror, y del ganado, lleno de espanto.

No tardé en meterme en una marisma cubierta de hierbas putrefactas, y, queriéndola atravesar, entré en el agua hasta las rodillas, hasta el pecho. Viéndome ya a punto de hundirme, me apresuré a salir.

Frente a mí, muy cerca, el incendio lanzaba al cielo nubes de chispas áureas, semejantes a las hojas inflamadas de un árbol gigantesco. Alumbrada por sus reflejos, en el marco negro de las cañas y de los árboles, la marisma parecía cubierta de pedazos de hielo.

La campana seguía lanzando sus llamadas alarmantes, de una angustia mortal:

—¡Pronto! ¡Pronto!

II

Yo corría por la ribera, y mi negra sombra corría en pos de mi. Al inclinarme sobre el agua, queriendo medir con la vista su profundidad, vi en el negro abismo un espectro humano de fuego, y, sin reconocer mi rostro en aquella terrible faz crispada, que coronaba una inquietante cabellera en desorden, grité desesperadamente, tendiendo los brazos hacia ella:

—¡Dios mío! ¡Dios mío!

La campana seguía llamando. Ya no suplicaba: gritaba como un ser humano, gemía, jadeaba. Las campanadas se atropellaban unas a otras, morían en seguida, sin dejar un eco; nacían de nuevo y tornaban a morir al punto.

Me incliné otra vez sobre el agua, y, al lado de mi propia imagen, vi otro espectro humano de fuego, alto, erguido.

—¿Quién es?—exclamé volviéndome.

Hallábase junto a mí un hombre, que miraba silencioso el incendio. En la palidez de su rostro había una mancha de sangre todavía fresca. Su traje era de campesino. Acaso hubiera llegado antes que yo a aquel sitio, y, como yo, se hubiera visto atajado por la marisma. Acaso hubiera llegado después que yo; pero yo no lo había advertido. No le conocía.

—¡Arde!—dijo sin apartar los ojos del incendio.

El fuego se reflejaba en ellos, y parecían unos ojos enormes de cristal.

—¿Quién eres? ¿De dónde vienes?—le pregunté—. Tienes sangre en la cara.

Se tocó con los dedos flacos la mejilla, se los miró después y volvió a clavar los ojos en el fuego.

—¡Arde!—repitió sin hacerme caso—. Arde sin cesar.

—¿Sabes cómo se puede pasar por ahí?—pregunté, apartándome un poco.

Había comprendido que aquel hombre era un loco de los que aquel verano terrible abundaban tanto en la comarca.

—¡Arde!—volvió a decir por toda respuesta—. ¡Caramba, cómo arde!

Y se echó a reír alegremente, dirigiéndome una mirada afectuosa y balanceando la cabeza. La campana calló de pronto, y el silbido de las llamas se hizo más sonoro. El fuego se movía como si fuera un ser viviente, y tendía, lánguido, sus largos brazos hacia el campanario, mudo a la sazón. Al mirarlo de cerca, el campanario me pareció más alto. En vez de un traje color rosa, tenía un traje rojo. Arriba, junto a las campanas, surgió una llamita tranquila y tímida, como la de una vela, y su pálida luz se reflejó en las curvas superficiales de bronce. La campana mayor se puso de nuevo en movimiento, lanzando sus últi mos gritos, locamente desesperados. Yo eché a correr por la orilla de la marisma, seguido de mi sombra negra.

—¡Ya voy! ¡Ya voy!—respondí a alguien que me llamaba.

El hombre alto se sentó tranquilamente, y, con las rodillas abrazadas, se puso a cantar a voz en cuello, como si acompañase a las campanas:

—¡Bam, bam, bam!

—¡Estás loco!—le grité.

Pero él seguía cantando, con voz a cada instante más sonora y alegre:

—¡Bam, bam, bam!

—¡Cállate!

Sonreía y cantaba sin cesar, balanceando la cabeza. Sus ojos de cristal reflejaban el fuego. Era más terrible que el fuego. Yo, espantado, seguí corriendo. Pero no tardé en verle a mi lado. Corría, como yo, a grandes zancadas, sin cansarse. Nuestras sombras negras corrían en pos de nosotros a través de los campos labrados.

La campana jadeaba, como en la agonía, y gritaba como quien no espera ya socorro y ha perdido toda esperanza.

Silenciosos, corríamos ambos en las tinieblas, y detrás de nosotros saltaban nuestras sombras negras, como haciéndonos burla.