A don Mariano Roca de Togores

A don Mariano Roca de Togores (hoy marqués de Molíns) en la muerte de su esposa
Epístola

de Ventura de la Vega

Hay en la vida lágrimas, Mariano,
que la amistad contempla silenciosa,
porque enjugarlas intentara en vano.

Al que las llora en la reciente losa
de un sepulcro do en flor arrebatada
la dulce prenda de su amor reposa,

no con usados pésames le agrada
ver en el llanto que a sus solas vierte
la majestad de su dolor turbada.

¿Pues quién, mi caro amigo, de otra suerte
antes que yo consuelos te ofreciera?
Si heridas que feroz abre la muerte

mano mortal cicatrizar pudiera,
¿cuál para ti, cuál otra que la mía
más diligente y cariñosa fuera?

Contigo me crié: contigo un día
en las aulas bebí de San Mateo
el fuego de la hermosa poesía.

Aún me parece que vagar te veo
con precoz gravedad, cuando sonaban
las suspiradas horas de recreo,

mientras otros, astutos, se burlaban
del ayo inexorable, y bulliciosos
por el talado jardinillo andaban.

Allí vimos brotar los generosos
alientos de cien jóvenes, que ahora
son en ciencia y valor nombres gloriosos.

Allí rayar en su brillante aurora
de Espronceda, ¡oh dolor!, el genio ardiente
que el soplo de la muerte heló a deshora.

Allí León el ánimo valiente
apercibía a la inmortal jornada
que vio de Huesca la asombrada gente.

Allí Pezuela en lira delicada
probó la diestra que empuñar debía
la épica trompa y la fulmínea espada.

Allí Ochoa, de ciencia y poesía
apurando el raudal con noble empeño,
labraba su futura nombradía.

Allí en tono, ora grave, ora risueño,
rico de inspiración sonaba el canto
de Felipe, el satírico limeño.

Allí otros mil... -¡Oh fugitivo encanto!
¡Oh sonrisa primera de la vida!
¡Recuerdo de placer, que arranca llanto!

¿Y qué, Mariano, la ilusión perdida
de la edad infantil, en noche obscura
nos dejó acaso el alma sumergida?

¿No hay ya un rayo de luz serena y pura?
¿Es este mundo una región de duelo,
de desesperación y de amargura?

¡No, no es verdad! -Del nebuloso cielo,
del negro septentrión esa herejía
vino en traje francés a nuestro suelo.

¡Todos pecamos! -Yo también un día,
gimiendo adrede, por seguir la usanza,
vime arrastrado en la común manía

a esa espelunca do a leer se alcanza
sobre la puerta con azufre escrito:
«¡Ay! Dejad, los que entráis, toda esperanza.»

Allí en verso trotón y a voz en grito
lloraba su vejez anticipada
un melenudo imberbe mancebito.

Otro de la romántica pleyada,
que tres lustros de edad mostraba apenas
al blando arrullo de niñez mimada,

lloraba desengaños a docenas
de esta imperfecta sociedad que al hombre
ata, al nacer, con grillos y cadenas.

Y porque más su desventura asombre,
quejábase también de estar minado
de una secreta enfermedad sin nombre.

¡Era un vivir aquel desesperado!
Sólo se oía en recia taravilla:
¡Maldición! por un lado y otro lado.

Por fin de aquella fiera pesadilla
conseguí despertar con trasudores
a las voces de Lista y Hermosilla.

Y al contemplar de nuevo los albores
del sol que en torno a mí la densa bruma
disipaba con vivos resplandores,

dije: ¡Gracias a Dios! -Pues ni me abruma
la sociedad, ni anillo con veneno
llevo, ni tengo mal que me consuma;

ni he sido de fortuna tan ajeno
que un fiel amigo, una mujer constante
no hallase alguna vez; yo no soy bueno

para tanto gemir. -Extravagante
empeño es sepultarse de por vida
en el infierno bárbaro del Dante

y no vagar, con alma embebecida
en trinos de aves y en olor de rosas,
por los jardines mágicos de Armida.

Mis ojos otra vez a las hermosas
regiones se alzan del sereno polo
a buscar sus deidades fabulosas;

que yo la lira del crinado Apolo,
que invoqué tantas veces, al ruido
de las doradas ondas del Pactolo,

no he de trocar por el feroz graznido
del repugnante pájaro que viene
del hedor de las tumbas atraído;

y prefiero las aguas de Hipocrene
a esas lagunas cenagosas, donde
blanca fantasma su morada tiene,

y al que pide favor sólo responde
con un ósculo hediondo y un acero
que entre los pliegues de su manto esconde.

Álcese Byron de su numen fiero
en las alas flamígeras, y escoga
a su espíritu audaz nuevo sendero.

Tímido el mío a tanto no se arroja,
y me conduce por la usada huella
que en dulce resplandor bañó Rioja.

¿Tan escasa de luz brilló la estrella
de las clásicas musas? Si el auxilio
invocaba Boscán de Erato bella,

¿no deleitaba en pastoril idilio?
¿Tan mal la trompa de Caliope suena
en los cantos de Homero y de Virgilio?

Y tú, Mariano, que en la amarga pena
a que el humano esfuerzo no resiste
derramas de tus ojos larga vena;

si algún consuelo a tu dolor existe,
sólo en las musas le hallarás acaso:
sí, que también para el que llora triste

tiene lágrimas dulces el Parnaso:
las que en el lamentar de dos pastores
vertió sin duelo el tierno Garcilaso.

Y ya que el golpe irreparable llores,
corra al son de la cítara tu llanto;
que del que viertas tú nacerán flores.

Ven, y hallarás el bálsamo que un tanto
alivie tu mortal melancolía
en la antigua amistad y en el encanto
de la consoladora poesía.


Julio de 1842