A don José Amador de los Ríos
«Si en la frente del hombre se leyeran escritos los afanes de su pecho, ¡cuántos que envidia dan, lástima dieran!» Esto en algún momento de despecho dijo el buen Metastasio en italiano: ponerlo en español es lo que he hecho. Y con ese terceto que te hilvano tus dos primeros contestados dejo; ¿me entiendes, Amador? -Vamos al grano. No pienses, caro amigo, que me quejo del importuno enjambre pretendiente que en pos me sigue, impávido cortejo: no me quejo de ver que se presente uno a quien nunca vi, ni me hace falta, y me diga: «¡Aquí estoy!... Soy tu pariente.» No me quejo del sandio que me asalta porque le gusta la casaca roja y quiere que le dé la Cruz de Malta. Ni del chinche a quien verme se le antoja cuando voy a afeitarme o a vestirme, y si no le recibo se me enoja. Ni de los que me aguardan a pie firme en el portal de casa, en la escalera, sin poder de sus garras desasirme. Ni de la viuda cócora y parlera que me repite siempre el estribillo de que le den seis pagas tan siquiera. «Vamos, sáqueme usted un socorrillo. Usted lo puede hacer en un momento; usted tiene a la Reina en el bolsillo.» No me quejo, Amador, no me lamento de esa turba procaz; que al encumbrarme ya esperaba sufrir este tormento. De quienes debo con razón quejarme es de amigos cual tú; sí, de ti sólo que pides hora y sitio para hablarme. ¡Y vive San Francisco Caracciolo, que a no venir tu ruego impertinente en el idioma del celeste Apolo, circunstancia que ha sido suficiente a desarmar mi enojo, la respuesta fuera una interjección poco decente! Mas no quiero reñir: pase por esta. Sabes mi casa: a ver si yo consigo, entre tanta visita y tan molesta, recibir una vez a un tierno amigo.
Junio de 1847