A BORDO


De Santos salimos al amanecer, y a eso de las 7 a. m. me despertó un grito y el correr de la tripulación hacia popa: un pasajero se había suicidado arrojándose al mar. Botaron tres lanchas que recorrieron el mar alrededor de nuestro "piróscafo" parado. Un buque inglés se acercó y exploró inútilmente durante horas. Uno de los salvavidas fué recogido; los otros tirados en cuanto se oyó el grito de "hombre al mar", no aparecieron. El capitán cree que, apenas tocó agua, los tiburones devoraron al infeliz. Por documentos encontrados se sabe que perteneció a distinguida familia italiana: Era administrador de una finca en San Pablo. Padecía de neurastenia, enfermedad común en la familia, según rezan cartas dirigidas al suicida desde Italia. Dejó valijas llenas de ropa en buen uso. Se había embarcado en Santos y se arrojó al mar desde la proa.

Por una ironía del destino, nuestro buque, desde el amanecer, estaba empavesado con aire de fiesta, conmemorando el aniversario de la independencia argentina.

A la noche, en el comedor, lleno de banderas y de guirnaldas, los brindis se sucedieron. La primera parte en alemán; luego, un saludo a la patria nues tra, en español bárbaramente golpeado contra carri146 llos y dientes germanos y por fin, un triple ¡hurra!

Oídos de pie los himnos argentino y alemán, el comandante hizo pasar una ronda de champagne comenzando por nuestra Punta Brava, argentinos, brasileños y chilenos unidos en la sociedad de A. B. Cy luego, después de recrearnos con el "pericón", mejor ejecutado—sea dicho sin ironía—que hecho el 'puchero" que nos sirvieron, se puso en pie un oficial argentino y, con bellas y oportunas frases, habló de la que nunca está ausente.

A la noche se organizó un baile: Las señoras, de escote y adornadas con orquídeas brasileñas; los caballeros, de frac; los argentinos de la legación naval de gala. La orquestita rompió con La viuda alegre y ¡n de encargo! Dos mundanas vestidas a la "última—derniére", con traje—funda de terciopelo y bajos plegados de liberty, luciendo todo lo enseñable, peinados llenos de rulos, la una rubia y la otra morena como las dos chulapas de la Verbena—escoltadas por dos jóvenes elegantísimos, hicieron su aparición danzando. Las pobres señoras y señoritas las miraban, asombradas ante tal audacia. Les dejaron campo libre y ellas bailaron sin perder compás. Ocuparon, para reposar, el sofá de frente al sitio de honor reservado a la dueña de casa, y risa va, risa viene, entre vuelta y vuelta de vals o de polca, una jira al "fumoir" para echarle con entera libertad carbón a la máquina, carbón champagne o carbón ajenjo. Al final, medio mareadas hay que confesarlo: más mareados ellos que ellas y más mareados aún los viejos y jóvenes que los miraban—bajaron al comedor a seguirla corriendo.

Y así, cómicamente, concluyó el aniversario patrio iniciado en forma tan trágica al amanecer.

A bordo, al restringirse el medio ambiente, se acentúan los caracteres individuales. Librado a sí mismo, poco a poco desaparece en cada uno lo que le prestaba diariamente la comunidad—familia, sociedad habitual, ocupaciones, negocios, estudios, corrillos, lecturas—y lo típicamente humano aparece perfilándose.

Saber ser espectador en ese microcosmos es la tarea más agradable y provechosa.

Recuerdo con placer inefable lo que aprendí observando en mi primer viaje.

Amigo y confidente de toda la Punta Brava, argentinos, chilenos y brasileños, por otro nombre la Sociedad del A. B. C., habría penetrado, sin saber cómo ni cuando los múltiples y secretos manejos de todo un mundo en pequeño. Como ante el Diablo Cojuelo levantábanse los tejados, ante mí corríase la incógnita de las mil intrigas amorosas que se urdían a bordo.

Desde mi mirador, sentada en el puente de paseo, abierto sobre la tercera. y de perfil al mar, de frente a uno de los salones, intentaba leer, noche a noche, tarde a tarde, mañana a mañana. En interminable teoría desfilaban los pasajeros, distrayendo al cabo mi forzada atención el presunto manejo de algunos de los del A. B. C. Y hasta cuando deseosa de gozar tranquilamente admirando al siempre uno y vario como el hombre, al mar amado, tendida en la hamaca, fingía dormir, los paseos interesados de a'guno de los de la Punta Brava forzábanme a abrir los ojos y oídos para condolerme de los duros desdenes o de la cuita amorosa que venía a desahogar en mí—paño de lágrimas, saco de penas, como entre broma y veras me apodaban..

Unica mujer admitida en el A. B. C., tenía que ser para ellos hermana y compañera, confidente y consoladora, amiga y consejera.

Cuánto aprendí a conocer de la naturaleza del hombre, de su franqueza y lealtad, de su sinceridad de cariño femenino, de su profunda ingenuidad de niño que persiste malgrado la edad, la disipación, lo artificial de nuestras vidas, los perjuicios, las falacias, los vicios, males más aparentes que fundamentales.

De niño conserva el hombre lo que la mujer, ni cuando la edad la dice niña, ha tenido. Simulación y artificio, dominio de sí misma, artería, afeites físicos, morales e intelectuales: Como una capa cubre a la mujer la educación actual imbuída de prejuicios. La libertad de acción del hombre muéstralo tal cual no va en ello el provecho inmediato. Y allí, a bordo, ofrécese por entero a quien le brinda simpatía y amistad.

Revivo gozando aún hasta las sencillas bromas que t r to nos divertían.

Recuerdo que el médico de a bordo que, por su situación a la cabecera de nuestra Punta Brava formaba parte de ella accidentalmente durante las comidas, fué el blanco de todos los tiros que rivalizó con el tenorio del A. B. C.

Alguien propaló la especie que el médico proyectaba desafiar a nuestro tenorio, y para probar esos dimes y diretes nos mostró al galeno paseando en la cubierta ante nosotros con un oficial y accionando vivamente con un guante que se había quitado.

Verdad es que parecía no reparar en nosotros. Un rato después pasaban echándonos torvas e inquisitivas miradas: probablemente algún oficioso le había contado que nuestro tenorio aceptaba el desafío.

Qué hacer en semejante emergencia? La Punta Brava tenía que mostrarse a la altura de sus antecedentes. Entre broma y broma los ánimos se acaloraron y quién sabe adónde habríamos llegado, pues a bordo todo es agigantado por el ocioso pensar, si mi femenil astucia no los hubiera timoneado hacia seguro puerto, burla, burlando.

Y como se pensó se ejecutó. A la mañana siguiente, a la hora del almuerzo, la Punta Brava, "au grand complet"—hasta el dormilón del ingeniero fué puntual—de punta en blanco, de rigurosa etiqueta, avanzó a ocupar su lugar en la mesa que ya presidía el médico desafiante. Y ante las expectantes miradas del capitán y de los pasajeros todos, a una, se sentaron depositando cada socio a la derecha un flamante guante blanco y dirigiendo de consuno retadora mirada al pobre médico que cambió mil veces de color antes de decidirse a echarlo todo a gracia y a corear la estruendosa carcajada con que toda la sala coronó esta broma.

Pero el joven galeno no escarmentó en su avances amatorios. Convencido de la inutilidad de medir sus fuerzas con nuestro tenorio, creyó poder hacerlo impunemente con otro socio, un caballero chileno, de cierta edad, cultísimo y ameno, a quien llenó el ojo desde su arribo una brasilerita donosa que embarcó nuestro Ipiranga en Río de Janeiro.

No conocedora de la mutua simpatía fuí llamada una mañana por uno de los delegados navales argentinos para observar las señales telegráficas que él decía tenían lugar a proa. Inocentemente lo acompaño, escruto el mar con negativo resultado y, cuando volvíame al marino para que me ayudara a ver, leí en su cara que muy otras eran las señales por él descubiertas. Seguí su mirada y con asombro y contento noté que el caballero chileno y la gentil brasileña cambiaban incendiarias miradas de un extremo a otro de proa.

Y de pronto hízose la luz en mi espíritu e interpreté con claridad escenas que hasta entonces no habían despertado mi atención. En la mesa ocupábamos una misma línea mi amigo el caballero chileno, mi padre, yo, la señora madre de la brasileña y la gentil niña. Con razón nuestro compañero echaha hacia atrás su silla a cada rato para ver, por detrás de nosotros, a su naciente simpatía. De ahí, también, las nebulosas discusiones sobre maniobras navales en las que se enfrascaban los delegados argentinos acudiendo en última instancia al peritaje del caballero chileno, quien excusaba su incompetencia jamás admitida. Descubrí por qué, en lugar de la partidita de truco, venía a hacerme tertulia en la cubierta a la hora del paseo para poder admirar a la brasileña parloteando a grititos con los hermanos. De ahí el dolerse ahora de no saber valsar, él el amigo del baile, de "esa escuela de perdición" Por eso cuidaba con más meticulosidad, si cabe, su ya atildado vesti y desde el sabio négligé matinal hasta el etiquetero traje de sarao, siempre de veinticinco alfileres, nuestro amigo el chileno asediaba de firme la ya bamboleante plaza.

Dulce y sabrosa más que la fruta del cercado ajeno debió parecerle la brasileñita al médico donjuanesco. Y empeñó la partida con grandes ventajas dado que el galeno valsaba físicamente y la brasileña era su hada y compañera habitual.

¡Lo que inventé para mitigar las penas de nuestro pobre compañero, el caballero chileno! ¡Lo que idearon aquellos diablos de la Punta Brava para desbaratar los planes del nuevo galanteador! Inútiles empeños. La fortuna se inclinaba sonriendo al médico y nuestro pobre amigo desmejoraba a ojos vistas. Y el suplicio de Tántalo de verla siempre, hora a hora, y la rabiosa impotencia de hacer compañía en la mesa al odiado rival, y el hablarle y el sonreirle y el devorarlo a hurtadillas fieramente y el maldecirlo a espaldas y el envidiarlo siempre. Pero la Punta Brava se vengaría, no hay duda de que se vengaría: Tarde o temprano. De Tenorio las galleaba el mediquín? Pues en lo de Tenorio las lloraría.

Una noche hacíame compañía el alicaído chileno. Paseaba el galeno frente a la bella codiciada y 150 aprovechaba paseo y paseo para incendiarla con amorosas ojeadas o distraerla con sutiles chascarrillos de cuyas consecuentes risas creíase blanco nuestro pobre amigo rojo de ira. Mi observatorio—como lo bautizaron los de la Punta Brava—miraba sobre la cubierta y el ruido del grueso y potente chorro de las mangas de riego caía acompasando el vaivén del oleaje que contra la borda rompía manso y harmónico.

Involuntariamente, dada mi posición, observaba lo que pasaba en la cubierta baja de tercera y lo que en la nuestra sucedía. De pronto el chileno me hace notar que algo gra debía ocurrir cuando el médico, que departía hacía rato con la bella brasilera, la dejó, después de una indicación del oficial de guardia, y apresuradamente se dirigió, pasando ante nosotros, hacia la escalerilla que da acceso a la tercera. Llegado a la cubierta baja. desapareció como por escotillón: Su presencia había sido requerida por el grave estado de un enfermito inmigrante.

Pasaba el tiempo y el médico no volvíaquieta, al parecer, la brasileña comenzó a pasear escoltada por los hermanitos. Conmovida ante la pena de mi compañero el caballero chileno. detuve a la bella desdeñosa preguntándole por la salud de la siempre doliente mamá. Y ya había logrado que el Inchileno metiera baza con relativo éxito contándonos uno de sus innumerables chistes, cuando de súbito un juramente mondo y rotundo como bala rasa subió de la tercera. Miramos y ¡oh justicia marinera, qué plato divino de venganza, qué placer de dioses ofreciste al cariacontecido caballero chileno! Su odiado rival tal se veía allá abajo, que fué blanco de las ojeadas burlonas y de las mal contenidas al principio y por fin estruendosas carcajadas de su preciado bien:

Deseoso de volver a gustar lo antes posible del sabroso palique, en mala hora cortado, el galeno irrumpió violentamente de la enfermería de la tercera y, al pasar de súbito de la luz a la obscuridad en que estaba sumida la cubierta que los marineros lavaban a bomba, no vió el chorro vengador, bajo él se puso y su fría y húmeda embestida lo sacó de casillas arrancándole el traidor juramento.

Empapado, ridículo blanco de las burlas de la bella brasileña se escurrió quién sabe dónde y allí pasó la noche toda, pues los socios de la Punta Brava, que se turnaron de guardia hasta bien entrado el día, no lo vieron surgir de la tenebrosa cubierta baja.