A Dios (2 Althaus)

A Dios
de Clemente Althaus


I

Despierta, y apercibe
la llama toda que en tu pecho vive;
tu esfuerzo dobla y tu valor, oh Musa,
por que con canto más sublime y grave
Hoy a cantar a tu Señor te atrevas:
¡Quién a mi labio enseña voces nuevas
dignas de su poder, con que le alabe,
y cantos no escuchados todavía!
¡Quién en su vuelo audaz venciendo al ave
que mas lejos se encumbra
del cielo azul por la infinita vía,
y, atrás dejando la inflamada esfera
del alto luminar que nos alumbra,
en Sión parara la veloz carrera,
y, oyendo allí a los célicos cantores,
del Eterno aprendiera los loores!
O ¡quién hay que la cítara me preste
con que el real profeta
las obras del Señor magnificaba
en número celeste,
que de igualar soberbio no se alaba
osado acento de mortal poeta,
por que también mi verso
magnificar pudiera tu universo!
Pero ¿cuál, entre tantas que mis ojos
miran, competidoras maravillas,
hijas, Señor, de tu creadora mano,
celebrará mi labio la primera?
¿Retrataré el vastísimo Océano,
que ya lame tranquilo sus orillas,
ya se hincha y se revuelve y ruge insano,
amagando cubrir la tierra entera?
¡Inútil amenaza! ¡vano miedo!
que, como de diamante alta barrera,
bien le aprisiona la invencible raya
que tu potente dedo
a sus furores señaló en la playa.
Y ¿qué inmenso guarismo
abarcar jamás pudo
el escamoso mudo
vulgo que habita su insondable abismo?
desde el pintado pececillo leve
hasta el tremendo Leviatán gigante,
a viviente navío semejante
o a isla que se mueve:
arde, a su paso, el piélago, y se altera
como hirviente caldera,
y en riza espuma se dilata cano
como la cabellera de un anciano.
¡Cuán sublime la mar! ¡Cuál, a su abierta
ancha llanura, en términos incierta,
de tu inefable inmensidad, Dios mío
el sin igual concepto se despierta!
Y siempre que del puerto me arrebata
el vuelo del alígero navío,
cuando derrama su creciente velo
la vasta lejanía, y por doquiera
me circunda la doble
azul inmensidad de mar y cielo;
el interior reposo
¿Quién describir pudiera
y el hondo sentimiento misterioso
de que me siento todo poseído?
Pues entonces, Señor, en tu recuerdo
cual pez en ancho piélago, me pierdo,
y del mundo y de mí me ocupa olvido.
¡Quién como tú, Señor! pues, aunque sea
grande y ancha la mar a maravilla,
entre sus playas cabe;
y toda entorno mídela y pasea
el hombre osado con la aguda quilla
de leve frágil nave,
que a su ribera aborda más remota;
mas en tu inmensa idea,
Océano sin fondo y sin orilla,
con quien es breve gota
el anchuroso reino de Neptuno,
naufraga del pensar la navecilla.
Mas ¿de qué material tu mano labra,
Señor, tales portentos? De ninguno
has menester: fecunda tu palabra
el seno oscuro de la Nada inerte,
que de su seno vierte
mundos tras mundos, hasta
que sonar oiga tu imperioso basta.
Como, al soplo del viento,
saltan sin cuento mínimas centellas
de las ardientes brasas,
así a tu soplo el vasto firmamento
se tachonó de estrellas
y fulgentes luceros que no tasas.
Con ellos en el sol creó tu diestra
tu más sublime espléndido traslado,
que a nuestros ojos hechizados muestra
de tus divinas obras la armonía;
alma, vida, placer de lo criado.
Y la luna creó, del sol hermana,
quieta callada lámpara nocturna,
que en alumbrar la humana
mansión terrena con su hermano turna:
al caminante grata
y a triste solitario peregrino,
que, en nocturno camino,
su hermosa faz de plata
sin cesar considera,
y la juzga celeste compañera.
¡De arrobo cuántas horas y consuelo
mi corazón la debe!
¡Cuánto mirarla pláceme sin velo,
de la mitad del cielo enseñoreada,
vistiendo el llano con su luz de nieve,
y derramando luminoso hielo
que penetra hasta lo íntimo del alma
y del día el ardor serena y calma!


II

Y así como crear no fue tarea
para tu omnipotencia descansada
y bastar pudo de tu labio un sea
para que el mundo fuese,
así fuerza será que de la nada
al hondo seno maternal regrese,
cuando falte decir fuere tu agrado;
pues sólo tu querer omnipotente
lo creado sustenta eternamente,
y dél el universo esta colgado.
Como mirar entretenido suelo
vano aéreo palacio
que tal vez el acaso caprichoso
edifica de nubes en el cielo,
y repentino viento en breve espacio
lo deshace veloz y desordena;
o cual frágil arena
con que levanta torres un infante
que derriba su mano en el instante,
así tú el día del final jüicio
del orbe destruirás el edificio.
Pestes y hambres serán, y universales
asoladoras guerras,
de tan tremendo día las señales;
y, cubriéndose sol y estrellas puras,
se quedará la Creación a oscuras;
sus olas empinando como sierras,
tan horrendos bramidos
levantará la mar embravecida,
que de pueblos distantes
con espanto mortal serán oídos,
y al fin los lindes le darán salida
que no salvaron sus furores antes;
y, en continuo vaivén, de polo a polo
el globo temblará como un navío
en mar airada que alborota Eolo;
y todo habrá de ser horror y asombros,
hasta que aquel que aquí profetizolo
baje en toda su gloria y poderío
del incendiado mundo a los escombros,
a juzgar a los vivos y a los muertos,
con la trompeta del querub despiertos.
¿Quién entonces podrá del juez augusto
sin mortales desmayos
el rostro contemplar? de sus giradas
iracundas miradas
¿Quién resistir los deslumbrantes rayos?
A su presencia temblara hasta el justo
cuya vida jamás manchó pecado,
y el mártir temblará, de espanto lleno;
y, si aun él temblará, ¿cuál del malvado
habrá de ser la confusión y susto,
cuando a él se vuelva tu furor y le hable
de aquella voz el espantoso trueno,
y le lance tu fallo inapelable
al vengador abismo, cuyas puertas
jamás serán por tu perdón abiertas?
Mas, mientras llega el postrimero día,
de tus justicias el rigor tremendo
tal vez recuerdos suyos nos envía:
como cuando al ruinoso terremoto
mandas, que desalado de repente
llega con sordo subterráneo estruendo,
cubriendo el alma de pavor ignoto:
el suelo como el mar se hunde y levanta;
el polvo entenebrece el aire todo;
de la cima a la planta,
cual gigante beodo,
tiembla y vacila la encumbrada torre;
huye del muro y suspendido techo
y a las plazas y campos rauda corre,
en confuso tropel, la triste gente,
que, de espanto amarilla,
y con rápida mano hiriendo el pecho,
dobla en tierra la trémula rodilla:
O como cuando sueles
recorrer los espacios celestiales
en tu ligero reluciente coche
que arrebatan sonantes vendavales,
tus alados prestísimos corceles.
En repentina noche
cambiar se mira el refulgente día;
sordo retumba cual cañón el trueno,
los relámpagos brillan cual espadas;
rasga el cielo y vacía
sus hondas cataratas; guarda el seno
de la tierra a las fieras espantadas;
mira el villano, de defensa ajeno,
anegadas, deshechas
las futuras cosechas,
que cual presentes la esperanza goza,
mientras el techo frágil y pajizo
de su desnuda choza
apedrean las nubes con granizo.
Mas, deponiendo tu irritado ceño,
con la luz nos devuelves la esperanza,
y en los aires descoges el risueño
arco listado de colores siete,
que, recordando la feliz alianza
que con Noé ya hiciste, nos promete
que nunca otro segundo
diluvio de agua ha de inundar el mundo.


III

Tuya es, Señor, la tarde,
cuando, al tocar la cotidiana meta,
entre las olas arde
el rojo disco del mayor planeta:
entonces de la sacra Ave María
la lenta melancólica campana
llorar parece el moribundo día;
cesa el duro trabajo, y al reposo
se da y al suello la familia humana,
y queda el orbe oscuro y silencioso:
tuya es también la aurora,
cuando del sueño el mundo resucita
y el santo bronce con su voz sonora
el hombre llama a tu mansión bendita,
a darte humildes gracias en tal hora,
pues en la dulce vida
aún conservarnos bondadoso quieres.
y con nuevo vigor a la faena,
por la pasada noche interrumpida,
ya torna cada cual; y do quier suena
el rumor de oficinas y talleres.
Tú en altos montes nuestro globo elevas,
cual gigante sostén del firmamento,
y ya en valles le bajas y quebradas,
por que así con escenas siempre nuevas
y bellezas sin cuento
se deleiten del hombre las miradas;
tú, en las alpestres rocas,
capaces grutas y profundas cuevas
abres, cual negras bostezantes bocas:
tú con puro inexhausto licor frío
las hondas fuentes cebas;
por ti nunca de andar se cansa el río
que viaja sin cesar al océano,
y nuestra vida rápida retrata;
por ti, cual sierpe de brillante plata,
por el herboso suelo
va jugueteando músico arroyuelo:
Tú das a las montañas
marmóreas y metálicas entrañas,
y alta cimera de perenne hielo:
tú cubres de la tierra la ancha espalda
con rico manto de verdor y flores;
tú el rubí leonado y la esmeralda
escondes en su seno, y el diamante
que al sol hurta sus claros resplandores,
rey de las otras piedras arrogante;
y cuantas piedras bellas,
uniendo el resplandor a los colores,
son rivales en luz de las estrellas
y en los ricos matices de las flores.
¿A quién, Señor, sino a tu diestra sola
debe el ave la armónica garganta,
con que hinche de dulzura la arboleda,
cuando el alba los cielos arrebola?
Mas al bello pavón, porque no canta,
vistes con fina matizada seda,
y pintas de su cola,
sembrada de ojos mil, la vasta rueda,
que se abre cual magnífico abanico
de pedrería salpicado y rico.
Mas, aunque tan hermoso, no presuma
la palma merecer de beldad suma:
al picaflor la ceda,
al picaflor que abeja o mariposa
imita por lo breve y, al par de ellas
del néctar se sustenta de las flores,
y en esmaltada pluma
es, como la menor, la más hermosa
entre las aves do la tierra bellas.
Por ti, Señor los euros voladores
el águila soberbia desafía,
que tan veloz hasta los cielos sube,
cual baja el rayo de la negra nube;
y a sus felices ojos solamente
su faz deslumbradora
el sol radioso contemplar consiente:
mas ya cedió el imperio de los vientos
al cóndor peruviano;
que a la misma región donde tu mano
la menor ave cría,
dar así también sabes
el gigante monarca de las aves.
Tú armas de agudas astas
la frente dura del valiente toro,
a quien provoca el hombre y amenaza
y vence y mata, de la llena plaza
entre el tumulto y aplaudir sonoro;
y entre torcidos cándidos colmillos
dobla por ti su dilatada trompa
el enorme elefante,
que, sustentando torres y castillos,
de las bélicas marchas en la pompa,
semeja viva fábrica ambulante.
Das a la hiena temerosos ojos,
en viva sangre rojos;
al viajero camello,
nave de los desiertos, largo cuello,
y breve monte en prominente giba;
del tigre y la pantera tus pinceles
pintan a manchas las hermosas pieles;
y a ti debe el león su frente altiva,
y su roja melena,
de su cabeza natural corona
que por rey de las fieras le pregona,
y que, airado, sacude y desordena;
y a los roncos rugidos
con que la selva atruena
tiemblan los animales pavoridos.
Ligera diste voladora planta
y de ramosa cornamenta el alto
adorno al vividor medroso ciervo,
que de su propia sombra huye y se espanta;
paciencia de que nunca se vio falto
en su eterna tarea,
al torpe asno, del hombre humilde siervo,
y valor al caballo y hermosura,
en cuya espalda aquél viaja y pasea,
y le acompaña en la marcial pelea,
al freno dócil y a la espuela dura.
¿Mas qué diré del can, entre animales,
de tu bondad clarísimo testigo,
espejo de leales,
del hombre fiel inseparable amigo,
y valiente guardián de sus umbrales;
última compañía
del solitario mísero mendigo
y de la noche de sus ojos guía?
Tu poder y sin par sabiduría
resplandecen do quiera; y a porfía,
desde el humilde lirio
que en el valle se oculta hasta el fulgente
astro remoto, y desde el vil insecto
al alado cantor del cielo empíreo,
narrándolas están en elocuente
sempiterno pregón todos los seres,
contentos igualmente de tus dones:
mas tales perfecciones
la demás perfecciones de que lleno
estás no eclipsa; y, pues no menos eres
que poderoso y sabio, dulce y bueno,
débate mi dolor que escuches pío
la ferviente oración del labio mío.


IV

Los ojos vuelve a mi adorada tierra,
mansión antigua de fraterna guerra:
desventurada madre cuyo seno,
como de sierva ruin, hiere y maltrata
la torpe mano de su prole ingrata:
de la Discordia insana pronto freno
pon a las iras; el Orgullo loco
e hidrópica Ambición nunca contenta,
a quien la sed el refrigerio aumenta,
en este suelo humilla,
donde la igual República igualmente
a todos todo ambicionar consiente;
tu diestra ensalce a la suprema silla
modesto ciudadano
que ame la patria con amor romano.
Con tu ciencia y doctrina
nuestros legisladores ilumina,
y santifica con vigor su pecho,
por que del mando injusto
al despótico gusto
no los rinda temor o vil provecho;
de parecer se afrente compra y venta
la Justicia avarienta;
no de las mismas manos desleales
en que es mengua mayor tanto delito,
con descaro inaudito
presa sean los públicos caudales;
no, como en pueril juego,
cambie de enseña y parte
una vez y otra el seguidor de Marte;
ni, de tu, santa Religión en mengua,
destruya tu ministro con su ejemplo
cuanto en el sacro templo
al pueblo predicó su indigna lengua.
Y, pues fue la familia
el fundamento siempre del Estado,
de las mujeres la flaqueza auxilia,
en que de aquélla el peso esta fundado:
no, el lecho conyugal amancillando,
incierta el adulterio haga la prole;
de la virgen sencilla
el pudor arrebole
la modesta mejilla
a una sola mirada menos casta;
huya del peligroso galanteo
y vano juego de vulgar Cupido,
que la virginidad, del alma gasta
que celoso reclama el Himeneo;
y pueda, esposa, recordar un día
que a un acento amoroso
jamás abrió el oído
sino del labio de su dulce esposo.
No al hijo la materna idolatría
con el regalo engría
que postra el cuerpo y afemina el alma,
ni el exceso enemigo
de su ternura impune deje ahora
la falta, de otras mil engendradora
sin el justo benéfico castigo.
Y, si en el labio maternal aduna
la dulce persuasión todo su encanto,
inspírele con él desde la cuna
el amor de la patria sacrosanto;
y con las madres de la antigua Esparta
la alabanza comparta,
y aun les gane de fuertes la corona,
cada peruana varonil matrona.
Tú quisiste que grande entre Naciones
la hermosa tierra de los Incas fuera:
¿Mas, di, no la colmaste de tus dones
que otra cualquier región del Nuevo Mundo,
y aún de la tierra entera?
¿Claro ingenio no diste a sus varones?
¿El suelo no blasona más fecundo
que el sol en ambos mundos considera?
¿do quier antigua fama no relata
que inundó su opulencia el universo
con ríos de oro y piélagos de plata?
¿No la privilegiaste con tesoro
que le tributan de la mar las aves
y cuyo humilde nombre al grave verso
veda decir poético decoro?
Mas de tales presentes
y otros mil, A que el labio viene escaso
que contarlos procura, ¿te arrepientes?
¿Cambiarse pudo tu designio acaso?
De nuestro llanto y aflicción te apiada,
y compasivo mira
cuán larga edad el peso de tu ira
la dejara a sí sola abandonada:
alárgale, Señor, la diestra fuerte,
y del profundo abismo
do la infeliz perece, la levanta;
deja que cumpla la gloriosa suerte,
que le quisiste señalar tú mismo,
al darla dones con largueza tanta.


V

Y, si después de haber alzado el ruego
por la patria infeliz, sin desacato
me es dado por mí propio alzarlo luego,
de la muerte, Señor, vivo retrato
mírame, cuando apenas
de la mitad primera me despido
del lustro quinto de mi vida; grato
tiempo para otros, al amor debido,
mas, como la vejez, lleno de penas
para el que lento mal mina y devora:
de Hipócrates al arte
demandé en vano mi remedio; en vano
Lisonjera esperanza engañadora
me hizo surcar el húmedo océano;
ni así consigo que de mí se aparte
mi extraño mal; para tornarme sano,
dame tu voluntad, sola bebida
que me pudiera devolver la vida.
Baje a mis preces tu piedad su oído,
y la salud infúndame tu aliento;
mas que para mí propio y mi contento,
para mi cara patria te la pido.
No me dejes morir tierno mancebo
que nada hacer en su provecho pudo,
y en mí, robusto pon un hombre nuevo,
que en juventud activa
para el servicio de la patria viva.
Bien sé que estás, Señor, de mí ofendido,
y son tan numerosos mis pecados,
vuelta en naturaleza la costumbre,
que es fuerza que en el seno del olvido
los sepulte su misma muchedumbre;
mas ¿qué gran pecador que, arrepentido,
a ti volviera, halló jamás cerrados
los brazos que en el áspero madero
abriste a recibir al mundo entero?


(1858)


Esta poesía forma parte del libro Obras poéticas (1872)