​A Dina​ de Clemente Althaus


Te suis matres metuunt juvencis,

te senes parci, miseraeque nuper

virgines nuptae, tua ne retardet

aura maritos.

HORACIO



Cual voluble mariposa,
en bellísimo jardín,
va del clavel al jazmín
y del jazmín a la rosa,
así tú, bella liviana,
con versátil proceder,
hoy mudas tu amor de ayer
y el de hoy mudarás mañana.
No tanta de estrellas es
la hueste en noches serenas,
ni tiene la mar arenas,
ni flores el quinto mes,
ni muda el cielo colores
en la tarde o en la aurora,
como tú, bella traidora,
cambias sin cesar de amores.
¿Qué hechizo tienes, qué imán
que cada día la cuenta
de tus galanes se aumenta
con algún nuevo galán?
Vituperados en vano,
en tu salón juntamente
se ve el rubio adolescente
y el encanecido anciano.
¿Qué rico no te promete
sus caudales? tu secreta,
¿de qué joven o poeta
versos no guarda o billete?
Y, a pesar de tu liviano
harto conocido porte,
no falta quien de consorte
te ofrezca palabra y mano.
Mas, ¿qué mucho, si severa
en ti la Envidia no ve,
desde la frente hasta el pie,
la imperfección más ligera?
¿Quién vio facciones tan bellas,
sin que las manche lunar?
¿Quién vio tal frente, y tal par
no de ojos, sino de estrellas?
Son como hechas a pincel
tus cejas: tu dulce boca
a darte besos provoca,
mas suaves que la miel.
Y con tu blancura suma
nada a competir se atreve;
que no es tan blanca la nieve,
y es menos blanca la espuma.
No la iguala el naterón,
ni dentro el verde pacay
tan albos capullos hay
de dulcísimo algodón.
Mas, si vista no hay que tache
tu blancura sin reproche,
a tu frente dio la Noche
su cabello de azabache.
No hay flor ninguna del valle,
ni leve flexible mimbre,
que con la gracia se cimbre
con que se cimbra tu talle.
Casto propósito arrollas
del que te ve a su pesar,
cuando con gracia sin par
bailas las danzas criollas,
y con la planta ligera
tocando apenas el suelo,
juegas el blanco pañuelo
y la ancha arqueada cadera.
A quien no rindió la vista
de tu beldad, no te hable,
que tu dulce trato afable
de seguro le conquista.
Saben palabras tus labios
tan astutas y halagüeñas,
que fascinas y domeñas
los más duros y sabios.
Y de los viejos despiertas
en los fríos corazones
las juveniles pasiones,
por tan largos años muertas.
Las madres por sus hijuelos
viven de ti recelosas,
y noveles esposas
inspiras amargos celos.
Temiendo su paz antigua
perder con tan fuerte encanto,
a tu encuentro el monje santo
retrocede y se santigua.
Porque tu belleza es tal,
y tales tus gracias son,
que a veces (Dina, perdón)
te juzgó el genio del mal;
pienso no eres Lucifer
que con obras y palabras
nuestro eterno llanto labras,
disfrazado de mujer.


(1863)


Esta poesía forma parte del libro Obras poéticas (1872)