XX

En la Amargura, los granaderos y los cazadores de la Milicia rechazaban con igual bravura a los esclavos, y en el callejón del Infierno, sitio de encarnizada pelea, un hombre formidable, una encarnación del dios Marte con morrión, hundía su bayoneta en el pecho de un faccioso, gritando con voz de cañonazo:

-¡Por vida de los cien mil pares de gruesas de chilindrones!... ¡perro, canalla, jenízaro! ¡Suelta la vida aquí mismo... suéltala!...

Ciego de ira, D. Patricio, el pacífico preceptor, transformado en bestial sicario por el fuego político que inflamaba su alma, apretaba los dientes, abría los ojos como un estrangulado, y su proterva lengua blasfemaba. El entusiasmo hacía de D. Benigno Cordero un héroe, el fanatismo hacía de Sarmiento un soldadote estúpido. Tan ciego estaba que cuando sus compañeros corrieron por el callejón abajo, arrastrándole, siguió haciendo un uso lamentable de la bayoneta, y después de pinchar con ella a un miliciano, la clavó en la pared, diciendo:

-¡Y tú también... tú!

En tanto los guardias corrían en retirada hacia la Puerta del Sol a unirse con la segunda columna. El general Ballesteros, que en aquel instante llegaba del Parque a hacerse cargo del mando de la Plaza Mayor, puso en Platerías las dos piezas que había traído y ametralló a los fugitivos, disponiendo que Palarea los atacase por la calle de Carretas. Pero los guardias se desconcertaron de tal modo en la Puerta del Sol, que no fue preciso desplegar gran estrategia para obligarles a una completa fuga.

Unos intentaron subir la calle de la Montera; pero de los balcones les arrojaban a falta de balas, toda clase de cachivaches y hasta los morteros de las cocinas. No pocos se pasaron a las filas leales, y la mayor parte emprendieron su retirada por la calle del Arenal, donde tuvieron que tirotearse con la compañía de granaderos milicianos apostada en San Ginés y en las inmediatas calles de las Hileras y las Fuentes. Fracaso más vergonzoso no se ha visto desde que hay pronunciamientos en el mundo. Nada faltó a los sediciosos para su total aniquilamiento y deshonra: los milicianos se permitieron hasta la inaudita osadía de hacerles prisioneros, copando algunas docenas de hombres en la plazuela de los Caños.

Entre los vencedores no se oía más que una voz: -¡A Palacio, a Palacio!

Faltaba lo mejor de la fiesta, porque dos batallones de guardias permanecían intactos en el alcázar, y los derrotados de la Plaza Mayor iban en aquella dirección. En Palacio estaba el Rey, acusado de dirigir desde su gabinete toda la maniobra sediciosa, asistido de los pérfidos consejeros a quienes El Zurriago llamaba Infantón, Casarrick y el general Castañuelas (Castro-Terreño). En Palacio se hallaban también los ministros en la más triste y ridícula de las situaciones imaginables, prisioneros, sin prestigio ante la Milicia ni ante el despotismo; estaba asimismo San Martín, que, según dicen, lloraba, deplorando la reclusión en que se le tenía; estaban los cortesanos todos y las damas del 30 de Junio; pero no rebosando alegría, sino con el corazón oprimido por la incertidumbre; que toda aquella gente menuda tan emprendedora para conspirar, temblaba al oír los tiros, como los niños cuando oyen truenos.

Cuando los milicianos de la Plaza Mayor se convencieron de que habían triunfado, pues en los primeros momentos no lo creían, se entusiasmaron hasta el frenesí: los vivas a la Constitución, a Riego, a Ballesteros, a las libertades todas y a todos los pueblos soberanos sonaban sin interrupción, repetidos por la muchedumbre en inmenso alarido. De las vecinas casas salía en tropel a borbotones el hirviente vecindario, loco también de alegría, y todo el mundo se felicitaba, todo el mundo se abrazaba. Las patriotas, que eran género abundante en la calle Mayor, salían cargadas de confituras, vino, pasteles y cantidad de regalitos para obsequiar a los héroes. ¡Interesante apoteosis popular que a los bravos soldados nacionales gustaba más que el pasar bajo soberbios arcos de triunfo, para recibir como único premio un laurel de trapo o la sonrisa de un Rey satisfecho!

Milicianos y pueblo, o mejor dicho, guerreros y gente inerme llenaban la vía pública, y todos chillaban, hombres, mujeres, chicos. No se podía dar un paso. Al sediento se le daba agua o vino, comida al que tenía hambre, y los heridos eran entrados en las casas. Los tres milicianos muertos en la Plaza tenían en derredor lastimoso coro de llantos e imprecaciones contra el despotismo. Cuarenta habían sido los heridos, entre ellos no pocos de bastante gravedad.

En cambio los guardias dejaron catorce muertos en las calles. De sus heridos no se tenía noticia.

Cuando se inició el movimiento hacia la plaza de Palacio, hubo gran confusión. Querían los jefes que se retirase el paisanaje; pero el mar y el gentío no suelen obedecer al que les manda quitarse de en medio. Allí era de ver la actividad, la diligencia afanosa con que D. Primitivo Cordero quería abrir paso a una parte de su batallón.

-Señoras -dijo a unas buenas mujeres que en grupo inmóvil como una roca contribuía obstruir, con otras masas de hombres y chiquillos, la entrada de la calle de Milaneses-, hagan el favor de retirarse. Todavía no ha concluido esto... Atrás, atrás... a un lado todo el mundo.

Obediente en lo posible, la femenil pandilla se apretó contra sí misma, diciendo con parlero trinar de pájaros alborotados: -¡Viva la Milicia Nacional!

Un patriota exclamó:

-¡Viva D. Primitivo Cordero!

-¡Gracias, gracias, mil gracias -dijo galantemente el héroe saludando a un lado y otro-. Pero apartarse, apartarse, señoras.

El sobrino de D. Benigno pasó; pero un grupo le detuvo.

-¿Qué hay aquí? -preguntó observando que varias personas levantaban del suelo a una mujer.

-Nada -respondió un viejo-. Esta señora se ha desmayado.

La desmayada, puesta al fin en pie, abrió los ojos, miró a todos lados con estupor, apartándose con las manos el cabello que sobre la frente le caía pálida, y temblaba:

-¿El batallón Sagrado?... -dijo.

D. Primitivo seguía abriéndose paso. La multitud cambió de postura y moviose toda la gente de una parte a otra.

Entonces la desmayada desapareció.

Hacia la plaza de Oriente marchaban el ilustre Ballesteros, Riego, el general Copons, antiguo jefe político y hombre muy exaltado, el diputado Grases, ayudante de Ballesteros, el conde de Oñate, grande de España de primera clase, que tenía a mucha honra vestir el uniforme de la Milicia, el duque del Parque, el ex-guardia de Corps D. José Trabeso y todas las celebridades de aquel día, excepto Morillo, que seguía en el Parque, Álava, que estaba en la plazuela de Santo Domingo, y el patriota D. Vicente Beltrán de Lis que al frente de su partida guerreaba en las Vistillas de San Francisco.

Durante la marcha hacia Palacio oíanse tiros. Avivaron el paso los milicianos. Los caballos de los jefes descollaban sobre la apiñada multitud, como si nadaran en un mar de cabezas. No era posible asegurar si la principal parte de la tormenta de aquel día había pasado ya, o si faltaba aún, porque el nudo de Palacio no se había roto ni desatado, porque allí había dos batallones de rebeldes y en San Gil estaba el cuartel general de los leales, y las Caballerizas eran ocupadas por los guardias fieles a la Constitución. Inmensa curiosidad devoraba al pueblo de Madrid. ¿Qué haría el Rey? ¿Defenderíanse los dos batallones hasta el último extremo? ¿Capitularían? ¿Invadirían los milicianos el Palacio?

Crecía la agitación sin que disminuyera el entusiasmo. Las calles de Milaneses, Santiago y Cruzada hervían, y el impaciente ciudadano, ansioso de conocer el resultado de una contienda de que dependía su destino, pugnaba por acercarse todo lo posible. Aglomerándose la gente sin miedo al peligro, en aquel enorme tumulto de voces y gritos apenas se oía la débil voz que preguntaba:

-¿El batallón Sagrado?...