7 de julio/IV
IV
El 16 de marzo las tribunas del salón de Cortes en D.ª María de Aragón rebosaban de gente. Decíase que el segundo batallón de Asturias iba a penetrar en la sala de sesiones, y esto era de ver. No siempre entra la tropa en las Asambleas para disolverlas.
La iglesia-congreso ofrecía entonces al espectador escasísimo valor artístico. Por algunas pinturas sagradas en el techo se conocía el templo cristiano; por una estatua de la libertad y una inscripción política se conocía la Asamblea popular. El presbiterio sin altar, era Presidencia; la sacristía sin roperos, salón de conferencias; el coro sin órgano, tribuna. Bastaba quitar y poner algunos objetos para hacer de la cátedra política lugar santo o viceversa, y así cuando los frailes echaban a los diputados o los diputados a los frailes, no era preciso clavar muchos clavos.
El Senado actual puede dar idea completa del Congreso de entonces, si la imaginación suprime el decorado artístico y los graciosos remiendos de oro y estuco que los arquitectos del Estado han puesto por todas partes. El Presidente ocupaba el mismo sitio, y los diputados se sentaban, cual los modernos senadores, en dos filas, frente a frente, contemplándose unos a otros. Había en lo alto tribunas laterales tan oscuras, estrechas e incómodas como las de hoy, con ingreso por lóbregos pasillos, los cuales tenían tortuosa comunicación con una escalera que en los tiempos frailescos servía para dar subida al campanario. Los espectadores, fuesen a la tribuna de orden o a la pública, tenían que ascender por inverosímiles antros oscuros y escurrirse luego por los corredores sin luz, hasta que la remota claridad de los medios puntos en que se abrían las tribunas y el rumor de la discusión les anunciaban el término de su arriesgado viaje.
Salvador Monsalud penetró en la tribuna cuando los padres de la patria empezaban a llenar los escaños. Su primera mirada fue para el Duque, que también recorrió con los ojos el piso alto, buscando al autor de sus discursos. Fijose luego el joven en los diputados de ambos grupos, en los de la gran montaña democrática, que eran los que daban interés a las sesiones y en los templados que con su moderación importuna procuraban quitárselo. Vio a los grandes demagogos de aquellos días, Alcalá Galiano, Escobedo, el duque de Rivas, Isturiz, Bertran de Lis, Infante, Ruiz de la Vega; vio a los doceañistas Argüelles, Álava, Valdés; a los ministros Sierra Pambley, Balanzat, Clemencín, Romarate, Moscoso, Garelly y Martínez de la Rosa, objeto de la atención general por parte del público de las tribunas.
Un hombre como de cuarenta y cinco años, de mediana estatura, presencia simpática, rostro medianamente agradable, sin barba, de ojos azules y aspecto en general pacífico y bonachón, subió a la Presidencia. Era el hombre de la época, el caudillo de la libertad, el héroe de las Cabezas, el ídolo de los hombres libres, el hijo más querido de la madre España, el padre de los descamisados, D. Rafael del Riego.
Los primeros momentos no ofrecieron interés. Murmullos insignificantes, un rumor perezoso, verdadero bostezo de la Cámara luchando con su propia desgana, marcaron el período de las preguntas. Habló un Ministro, hablaron dos o tres diputados, y aquellas palabras fugaces se perdieron, sin que nadie hiciera caso de ellas, como una conversación de visitas. Los discursos empezarían más tarde, aunque el interés de aquella sesión memorable no podía estar en los discursos. Una ceremonia ideada por los amigos y aduladores de Riego, y consentida ¡parece increíble! por Martínez de la Rosa, que no tuvo valor para oponerse a ella, debía verificarse dentro de pocos momentos.
Ya la anunciaba vivo y alegre rumor de bandas militares, cuyo lejano son entusiasmó a la gente de la tribuna pública. Agitáronse los diputados, agitose el pueblo, y el Presidente, haciendo alarde de modestia y delicadeza, dejó su asiento. Al verle bajar y oscurecerse, perdiéndose en las filas de los diputados, un grito unánime sonó arriba y abajo: «¡Viva Riego!» El héroe (pues es preciso darle este nombre) saludó con la perezosa cortesía de los ídolos populares, fatigados de hacer reverencias al pueblo al volver de cada esquina. Los Ministros querían aparentar satisfacción; pero harto se conocía que la farsa próxima a representarse no les entusiasmaba. Algunos diputados estaban fríos, cejijuntos, otros reían, y la mayor parte aguardaban impacientes un espectáculo, que por lo nuevo en los fastos constitucionales, merecía ser visto para poderlo transmitir a las generaciones futuras.
Llegó el momento. Las músicas militares cesaron en las inmediaciones de D.ª María, y vierais entrar en el salón por la puerta principal, precedidos de cuatro maceros, los oficiales comisionados para representar al batallón en acto tan solemne. Pusiéronse en pie los diputados, como si la real persona hubiera penetrado en el recinto, y un ¡Viva el batallón de Asturias! zumbó en las altas regiones de las tribunas. Los oficiales avanzaron gravemente hasta encarar con la Presidencia, ocupada por el Vicepresidente Sr. Salvato, y allí detuvieron el animoso pie.
Cualquier extraño que asistiera a recepción tan ceremoniosa y oyese los estentóreos vivas, y viera la serenidad y emoción de muchos diputados, habría creído que aquellos distinguidos tenientes y capitanes, tan bien peinados, venían de conquistar medio mundo; habría creído que cada uno era cuando menos un Bonaparte regresando de Italia con los eternos laureles de Arcola, Lodi y Montenotte. ¡Pobre Representación nacional la que de este modo abría su puerta sagrada a media docena de oficiales, cuyo único mérito había sido lo que ellos llamaban el restablecimiento de la libertad!... ¡como si la libertad pudiera ser verdaderamente establecida ni derrocada por un batallón!
Pero el comandante de Asturias no había ido allí a servir de objetivo a miradas curiosas. Era preciso que hablara, que dirigiese cuatro palabrillas de consuelo a la Representación nacional, con algún consejo si esta lo había menester. El comandante, cuyo nombre la historia no ha creído digno de ser conservado, a pesar de sus indudables hazañas, tomó la palabra, y mirando con bizarría al Presidente, dio las gracias por la distinción hecha al cuerpo, y después, mostrando generosidad a toda prueba y grandes propósitos de proteger y amparar a la desvalida madre España, prometió defender la libertad hasta el último aliento. Tanta abnegación de parte de un comandante enterneció a los demagogos.
Tocole la vez al Sr. Salvato, que era hombre de pocas palabras, algo ronquillo, y empezó su discurso, que parecía iba a ser largo como esperanza de pobre. De las tribunas no se le oía jota, lo cual fue ocasión de desasosiego y tumulto; pero Salvato, al llegar al fin de su perorata, alzó la débil voz cuanto le fue posible, y se oyeron estas palabras: «¡Batallón de Asturias! ¡El genio tutelar de la libertad acompañe tus filas, mientras que el aprecio general de los hombres libres te sigue a todas partes!».
En medio de atronadores aplausos, Salvato alargó al comandante un ejemplar de la Constitución. Al ver la entrega del librito, cualquier espectador de cabeza despejada habría creído presenciar el acto de la distribución de premios de escuela, y que el citado jefe había merecido llamar la atención del consejo profesional por sus correctas planas o sus adelantos en la gramática. Pero aquí empezó la parte más chusca de aquella ceremonia, que oficialmente y según lo acordado por el Gobierno, debía concluir con la solemne entrega del libro.
El comandante, que sin duda era hombre de iniciativa, no creyó suficientemente hecha la apoteosis del batallón de Asturias, y sintiéndose inspirado, abrasado en sacrosanto fuego de gratitud y patriotismo, desciñose el corvo sable y lo ofreció al Congreso, diciendo con hueca frase y triunfador gesto que era el mismo que empuñara D. Rafael del Riego al dar el grito de rebelión en las Cabezas de San Juan. Esto produjo cierto estupor, y aunque no faltaron aplausos, sordo murmullo corrió por los bancos, como un vientecillo rastrero precursor de grandes tempestades.
Vaciló el digno Sr. Salvato un momento, sin saber si admitir o rechazar la oferta, estando, por razón de su perplejidad, un buen rato con el acero levantado, como aparecen en las estatuas conmemorativas de heroicos hechos los grandes capitanes y conquistadores; pero al fin decidiose por la admisión, y poniendo el sable sobre la mesa, pronunció estas palabras: «Las Cortes admiten con singular aprecio este acero, fasto vivo del pronunciamiento de la libertad y trofeo del héroe predilecto de ella».
Más tarde el Congreso se avergonzó de su debilidad; comprendió la ridiculez de la escena que había consentido, y no sabiendo qué hacer del malhadado sable, devolviolo a su dueño para que defendiese con él la amenazada Constitución.
¡De esta manera querían establecer en España lo más serio, lo más imponente que existe, la libertad! ¡De esta manera querían infundir la dignidad de los hombres libres a un pueblo que conservaba la forma del absolutismo, como conserva el amasado yeso la figura del molde de que acaba de salir!
El Gobierno, concluido el acto, cayó en la cuenta de la mucha ridiculez de este. Era preciso borrarlo de la memoria de todos; era preciso echarle tierra encima, es decir, discursos, para que con las agitaciones de un debate fuese puesto en olvido. Abriose la discusión sobre el tema puesto a la orden del día, y Su Excelencia el duque del Parque se puso pálido. Mirando a la tribuna, vio a su fiel secretario y amigo, cuya presencia y animado semblante servíanle de consuelo. Evocó su serenidad; razonó consigo mismo durante breves minutos, considerando cuán bien y con cuánto despejo suelen hablar algunos tontos; hizo memoria de todos los consejos y recetas que su secretario le había dado, y midiendo con atrevida mirada ese abismo inmenso e imponente que separa el mutismo de la palabra, el silencio del discurso, arrojose resueltamente a la otra orilla. Empezó muy bien y era escuchado con atención.
El secretario a su vez, aunque no empezaba ningún discurso, sentía emociones muy vivas, no ciertamente por la ceremonia que acababa de presenciar. Esta no había concluido, cuando Monsalud vio en la tribuna de enfrente a una persona cuya presencia embargó de súbito sus facultades, dejándole atónito y confuso. Estupor más grande no lo tuvo en su vida. Fijó bien la atención, creyendo equivocarse; pero una observación prolija le convenció de la realidad de la imagen percibida. A un tiempo mismo llenaban su espíritu secreto alborozo y una especie de terror instintivo, al cual podía hallar de pronto justificación cumplida. Miraba a la persona y sus ojos sorprendieron la furtiva mirada de ella. Trató de sobreponerse a un dominio que era de su agrado, y a sentimientos que con pasmosa rapidez principiaban a subyugarle; pero a la medida de sus esfuerzos crecían su debilidad y la esclavitud de su ánimo. Esto y lo que pasa a los peces cuando tiran del anzuelo para librarse de él, es una misma cosa.
Y en tanto el Duque navegaba por el piélago inmenso de su discurso. Había afrontado impávido y sereno, los escollos del exordio y entrado en la exposición que le ofrecía su ancho campo cerúleo, despejado, claro y llano como un mar sin olas; pero de pronto, ¡oh perversidad de los hados que protegen la oratoria! ¡oh picardía de la maligna Palas! el Duque tropezó, equivocando una oración por otra y enredándose en una palabra. Mascó durante breve rato, tratando de salir del paso por medio de un esfuerzo de ingenio; mas para esto era necesario improvisar, y Su Excelencia no era fuerte en la improvisación. ¡Qué lástima, equivocarse precisamente cuando iba a examinar con crítica aguda la conducta del Ministerio; equivocarse cuando Alcalá Galiano e Isturiz estaban mudos de asombro ante aquel ignoto prodigio de elocuencia que tan inesperadamente aparecía!
El del Parque sintió que su frente se cubría de sudor; trató de recordar, llamó la memoria; pero el discurso había desaparecido ante los ojos de su entendimiento; se había borrado por completo y en su lugar una inmensidad negra, horrendo caos sin una línea, sin una idea, sin un rasgo se extendía ante el atribulado espíritu del orador.
Al verse perdido, miró a la tribuna, esperando que la presencia de su amigo, devolviéndole la serenidad, le devolviese el evaporado discurso, pero entonces su angustia fue más grande. El amigo, el secretario, el confidente había desaparecido.
Entonces el Duque sintió un mareo espantoso; en su garganta formose un nudo; miró al Presidente con desesperación, con angustia, como un náufrago que pide socorro.
Los diputados todos le observaban, aguardando a ver en qué pararía aquello. Su Excelencia tartamudeó excusas que nadie pudo comprender, y al fin exclamó con voz clara:
-Señores diputados, señor presidente... He dicho.