120 años de la Biblioteca del Congreso Nacional de Chile: 1
De libros y Bibliotecas: o el valor detrás del correcto gobernar.
editar<< Autor: David Vásquez Vargas
Primeras páginas de la antigüedad.
editarLa complejidad que alcanzó la sociedad sumeria establecida entre los ríos Tigris y Éufrates, hace cinco mil años, conllevó al paulatino reemplazo de la memoria colectiva, como dispositivo del registro de la vida, por tablillas de arcilla que registraron, desde entonces, los compromisos administrativos y contables, la política interna, las sucesiones dinásticas, los pactos con otros reinos, sus leyes, sus dioses y sus batallas. A partir de entonces, la tradición y el conocimiento se transformaron en información preservada en habitáculos especiales destinados a la educación y al testimonio de la memoria histórica y, asimismo, como respaldo para el ejercicio del poder religioso, económico y político. Desde sus orígenes, el registro físico de la vida de los hombres fue muy valorado, de hecho, en las permanentes batallas entre ciudades y pueblos, las construcciones y palacios eran arrasados, pero siempre se cuidaba de apoderarse de las tablillas de arcilla. La escritura inauguró así, el registro histórico de la vida humana. La memoria oral se transformó en memoria escrita y permanente. Y junto con el registro, se incorporó el concepto de organización de la información, estableciéndose de este modo las bibliotecas como conjuntos organizados de documentos para su uso por parte del poder y de la comunidad.
Una de las bibliotecas de las que se conoce mayores detalles, fue la del rey asirio Assurbanipal, quien en el siglo VII A.C., organizó sus miles de tablillas, fabricadas en sus hornos, compradas a lejanos príncipes y arrebatadas de todos los rincones de Mesopotamia, en series temáticas que incluían, por ejemplo, trabajos literarios, como la Épica de Gilgamesh (la leyenda del rey sumerio que buscó el secreto de la vida eterna y que describe un gran diluvio universal) o las ciencias matemáticas, la astrología y la magia(1). Ese era uno de los temas estratégicos de la cultura asiria: interpretar y predecir los designios del porvenir. Esos registros —gracias a la conservación, acopio y organización de aquellas primarias bibliotecas— se preservaron intactos a través de sus tablillas cuneiformes, las que nos hablan hoy día de su vida, sus hombres y su incesante mirada al cielo y al futuro.
Los griegos, siglos antes de Cristo, reunieron una gran cantidad de textos —tablillas y rollos de papiros— en su búsqueda del conocimiento y, especialmente, de las fuentes más fidedignas que les permitieran reconstruir el poema fundacional de su cultura: La Ilíada de Homero, transmitido oralmente desde antiguo. El conjunto de libros dio origen a la primera biblioteca pública ateniense, aumentada permanentemente por las autoridades. Esta biblioteca fue llevada temporalmente a Persia como botín de guerra después de la batalla de Salamina y restituida a su ciudad, en el siglo IV. Asimismo, los filósofos clásicos como Platón y Aristóteles tuvieron sus bibliotecas particulares, heredadas posteriormente por sus discípulos y, en el caso de Aristóteles, su alumno Alejandro, hijo de Filipo II de Macedonia, fundaría la biblioteca más importante de la antigüedad clásica: la Biblioteca de Alejandría en la costa egipcia, que reunió, organizó y difundió el pensamiento helénico por toda la ecúmene, congregando a una comunidad de sabios de todas las disciplinas y generando un conocimiento científico y literario que iluminó el saber de su época, como el Faro del puerto que orientaba a los navegantes del Mediterráneo.
Roma conquistó Grecia, pero la cultura y la tradición helénica cautivaron a la república romana. Luego de visitar Alejandría, Julio César tuvo la iniciativa de fundar bibliotecas, pero fue posteriormente el emperador Augusto quien tomó la decisión de fundar las primeras bibliotecas públicas: la del Pórtico de Octavia y la del Templo de Apolo en la colina del Palatino. El conocimiento de la Grecia clásica, su filosofía y su arte fue un importante incentivo para la creación de bibliotecas públicas y también particulares las cuales, muchas veces, acumulaban los tesoros de los archivos reales de gobernantes derrotados, como el macedonio Perseo, cuya biblioteca fue llevada entera a Roma por el general Paulo Emilio como su personal botín de guerra. Muchas de estas bibliotecas privadas se convirtieron en centros de pensamiento y lectura de los clásicos por parte de políticos y estadistas romanos como Cicerón y Catón(2). Las bibliotecas romanas se encontraban insertas en los grandes complejos urbanísticos de la ciudad, accesibles a todos los ciudadanos. Se calcula que en el siglo III D.C. había 28 bibliotecas públicas y archivos jurídicos disponibles, asumiendo estas instituciones el rol de conservadoras de la historia y memoria del Imperio y poniendo este acervo a disposición pública.
La transición del soporte papiro —fibra vegetal de clima cálido— al pergamino —manufacturado con el cuero de ovejas— ocurrió en forma paralela al fin del Imperio romano de occidente y la expansión del Cristianismo. La proliferación de los monasterios de vida contemplativa permitió que sus miembros se dedicaran con todo el tiempo y devoción posible a traspasar los papiros que contenían los clásicos de la cultura grecolatina, además de los textos bíblicos. Este soporte era más resistente y permitía un mejor detalle de la caligrafía y de las ilustraciones. Asimismo, la piel de animal permitió armar textos —códices— con páginas dobladas y cosidas lo cual reemplazó al arduo trabajo de pegar hojas planas de papiro para conformar un rollo. El pergamino permitió, además, utilizar ambos lados para escribir e, incluso, borrar lo escrito y volver a utilizarlo, cuestión imposible con el papiro.
Las invasiones bárbaras del siglo V dispersaron la herencia de la cultura grecolatina, que fue preservada por los monasterios, convertidos en centros de la cultura y de acopio del acervo bibliográfico clásico y religioso. La transcripción de textos —labor realizada por los monjes copistas en los “scriptorium”, recintos aledaños a la biblioteca— se concentraba en los autores griegos y romanos así como también en los tratados eclesiásticos, las hagiografías, las oraciones y las reglas monásticas. Por las principales comarcas europeas se diseminaron los conventos con sus respectivas bibliotecas: Canterbury, Lindisfarne, Bobbio, Montecassino, Luxeuil, Maguncia, San Gall, Fulda, Santo Domingo, entre muchos otros. Famosa en el siglo VIII fue la biblioteca de Carlomagno, establecida en la capital del imperio romano-germánico, Aquisgrán. El libro, ya fuere parte de la colección de una congregación o de la biblioteca privada de un señor, era símbolo de erudición y también de riqueza y poder.(3) Por esta misma época, mediados del siglo VIII, desde China, vía Samarcanda, se transmitió el arte de la fabricación del papel —hoja lisa y flexible en base a fibras vegetales— al mundo árabe, el cual lo fue diseminando a medida que expandía su dominio por Asia, el norte de África y Europa, a través de España, aunque su real auge ocurrirá luego de la invención de la imprenta. Hacia el año mil, la ciudad de Córdoba era el centro de la cultura del continente europeo. Cientos de copistas e iluminadores trabajaban para el Califato en la confección de manuscritos, en su mayoría traducciones al árabe de los clásicos como Aristóteles e Hipócrates. Estas versiones alimentarían el conocimiento de los eruditos medievales de Occidente, junto con la enorme producción científica de los sabios árabes en los más diversos campos de las matemáticas, la astronomía o la medicina, todo lo cual daría origen a importantes bibliotecas, desde Bagdad a Toledo.(4) El primer libro conocido referente a la organización de una biblioteca también procedía del lejano oriente: un texto chino del siglo XII (Lin-t’aí ku-shih) escrito por el sabio Ch’eng Chu, para fundamentar la necesidad de crear una biblioteca, como respaldo para las decisiones del Emperador y con el fin de proporcionar a los funcionarios administrativos del Imperio la experiencia de los gobernantes anteriores, como también la sabiduría de los antiguos sabios para enfrentar los problemas del Estado.(5) Esa constante se percibe en el valor que emperadores, príncipes y jefes militares dieron a la información, a la memoria y al registro contenido en los textos. Desde las tablillas de arcilla al papiro, luego al pergamino y posteriormente al papel, el poder que el conocimiento entrega y el valor estratégico que implica para administrar a los pueblos y tomar decisiones, ha estado presente desde la antigüedad en los libros y en las bibliotecas, como puentes hacia el futuro, aunque cambiasen las tecnologías de los formatos y los soportes.
Libros y bibliotecas de la Edad Media.
editarA partir del siglo XIII, los expertos señalan que el libro comenzó a dejar de ser patrimonio exclusivo de los centros religiosos, extendiéndose definitivamente su lectura y escritura hacia el mundo laico de las cortes, los palacios y, especialmente, de una nueva institución: la universidad, surgida por la necesidad de los gobernantes y monarcas de contar con una burocracia instruida, dadas las complejidades de una Europa en plena expansión. Una biblioteca medieval típica tenía forma rectangular, varias veces más larga que ancha, cielos altos, ubicada generalmente en la planta superior del monasterio o universidad, para evitar pérdidas por inundaciones o robos. Un lector que se instalase debía enfrentar una muy escasa luz natural —estaba prohibido entrar con velas por el riesgo de incendio— así como un intenso frío, en un recinto en que muros, piso y cielo eran de piedra. Con suerte, el lector podía encontrar asiento en las mesas de lectura que se ubicaban al medio de la sala-pasillo, forma que permitía que los libros, que se encontraban en atriles fijados a los muros, pudieran depositarse en los mesones, siempre que la cadena que los unía al atril respectivo lo permitiera.(6)
En los scriptorium benedictinos, los copistas elaboraron verdaderas obras de arte, con páginas adornadas de rúbricas (capitulares escritas en rojo) e iluminaciones en tintas de variados colores, con letras de un tamaño grande y forma redonda, en pergaminos gruesos y encuadernaciones lujosas. El tiempo disponible lo permitía y la palabra de Dios lo exigía.
El Humanismo de los siglos XIV y XV —con Petrarca y Bocaccio a la cabeza— desató un intenso interés por los clásicos grecolatinos y su búsqueda y rescate de bibliotecas y monasterios en decadencia. Así, el comercio de libros dinamizó el trabajo para copistas y también para coleccionistas, cuestión que encontró un impulso enorme gracias a la imprenta de mediados del siglo XV. En esta época, las colecciones privadas y de importantes príncipes se convirtieron en depósitos de invaluables clásicos, como la biblioteca de Alfonso V Rey de Aragón y Sicilia o la de los Médici, en Florencia, que contaba con copistas e iluminadores propios. El libro clásico, en pergamino, escrito a mano adquirió un importante valor y durante mucho tiempo algunos coleccionistas privados, como el duque Federico de Montefeltro, se enorgullecían que en sus bibliotecas no había libros impresos.(7) La imprenta de tipos móviles inventada por Johannes Gutenberg a mediados del siglo XV —en rigor el perfeccionamiento técnico de un ingenio ya existente— produjo un insospechado cambio en el registro, distribución de la información y el conocimiento de su época, al disponerse de la palabra impresa, cuestión que favoreció, por ejemplo, la difusión de las ideas de la reforma protestante, en el siglo siguiente. La imprenta permitió masificar la producción, abaratar el costo de los libros, potenciar las lenguas vernáculas, además de generar un medioambiente cultural que, posteriormente, conoceremos como opinión pública, al aparecer los primeros periódicos, un par de siglos más tarde. Cabe mencionar que los primeros impresos, desde la Biblia de 42 líneas de 1454, o Biblia de Gutenberg, hasta el año 1500, se denominan “incunables”, del latín incunabula, pañales. La imprenta favoreció la organización administrativa de los Estados, así como también la legislación, la política y la cultura.
Asimismo, aceleró la dinámica del impreso comercial, la letra, el contrato, en buenas cuentas, el compromiso económico. Tras el origen del capitalismo se encuentra también la imprenta.
Las bibliotecas de la época, monásticas, reales, universitarias o particulares coleccionaron este nuevo saber y estos nuevos formatos, organizando y conservando el material manuscrito e impreso, por imperativo de Dios y la razón clásica griega, que fueron los poderosos conceptos detrás del pensamiento escolástico medieval. Papas y emperadores así lo entendieron y la cultura engrandeció al libro, como fuente del conocimiento recuperado e iluminado por la fe. Y las bibliotecas concentraron esa misión, adaptando su quehacer y organización a la nueva producción masiva del texto impreso.
Durante el Renacimiento, las bibliotecas europeas aumentaron en número y en sus colecciones, al disponer en forma más rápida de material impreso. La renovación en las ideas, las ciencias y las artes, tuvo en el libro impreso una expedita vía de difusión, transformándolo en soporte indispensable para el tránsito de conocimientos entre diversas culturas. En esa coyuntura, las bibliotecas articularon las nuevas inquietudes y necesidades de un continente que salía a descubrir el mundo sistematizando y organizando el saber pretérito y proyectándolo junto a quienes miraban hacia el otro lado del océano.
Páginas del Nuevo Mundo.
La imprenta llegó a América del Sur a través del impresor Antonio Ricardo quien, luego de obtener un permiso especial de la Real Audiencia de Lima, publicó en 1584 la Pragmática de los diez días del año, primera obra impresa en estas latitudes. Sin embargo, hasta la emancipación de Hispanoamérica, no hubo facilidad para imprimir textos, salvo, hacia el siglo XVII, en las instalaciones de México y Guatemala. Y, en el siglo siguiente, las ciudades que tuvieron dicho privilegio fueron pocas, entre ellas La Habana, Bogotá y Buenos Aires. En el caso de Chile, el primer impreso data de 1776: Modo de ganar el jubileo santo, aunque la imprenta oficialmente fue introducida recién en 1812. Las bibliotecas de América fueron formadas por congregaciones religiosas, y la primera de aquellas fue fundada en México por el franciscano Juan de Zumárraga, en la primera mitad del siglo XVI.(8)
La Corona española impidió la llegada de impresos desde Europa, salvo lo que tuviera estricta relación con la administración y con la religión christiana e de virtud. Sin embargo, como señalaba el antiguo aforismo local se acata pero no se cumple, por los puertos de América entraron los clásicos románticos de la caballería como el Amadís de Gaula, considerados por la metrópolis como profanos. Para controlar la circulación de textos sospechosos se estableció, como resultado del Concilio de Trento, el lndex Librorum Prohibitorum (1559). Sin embargo, la membrana siempre fue permeable y la literatura política y profana llegó por estos rincones, especialmente durante el siglo XVIII, en que comenzaron de a poco a llegar a tierras americanas y a bibliotecas particulares los textos de la vanguardia ilustrada europea.
El movimiento de la Ilustración en la Europa del siglo XVIII tuvo sus raíces en el racionalismo y empirismo de filósofos y pensadores del siglo XVII como Locke, Hobbes, Galileo, Descartes, entre otros. El impulso que fundamentaría la evolución del hombre en sociedad sería la razón y la ciencia. Se trataba de una visión eminentemente burguesa que atravesó Occidente con sus valores y su cosmovisión laica y racionalista, sustentada en una fe inquebrantable en el progreso, como instrumento para alcanzar la felicidad humana. La lucha contra la tradición y las formas religiosas, colocando como eje de la preocupación al hombre y su libertad, pusieron en jaque las estructuras políticas del Antiguo Régimen.
La ley, el constitucionalismo, la separación de los poderes del Estado, la soberanía ciudadana, el contrato social, los derechos del hombre, la libertad, la igualdad serían conceptos que adquirieron materialización con el proceso revolucionario de 1789 en Francia, inspirados, por cierto, en el ejemplo independentista estadounidense, que atravesaron continentes para llegar a las tierras americanas por la vía de los libros. Así, autores como Diderot, Voltaire, Rousseau, Montesquieu fueron leídos en las colonias españolas con fruición; en el caso de Chile, ya a fines del siglo XVIII, aunque con mayor influencia a mediados del siglo siguiente. En síntesis, al comenzar el siglo XIX, en América incluido Chile, tanto las ideas como los autores más importantes de la Ilustración francesa, así como los ecos de a Revolución de 1789 —cuyos episodios de violencia causaron incertidumbre, aunque el proceso y las instituciones generaron admiración— fueron conocidos por los círculos ilustrados que estuvieron en la vanguardia teórica e intelectual del proceso emancipatorio. Y el vehículo para ello fue el libro.
Chile: nuevos libros, nuevas ideas.
Las bibliotecas de algunos de los prohombres de la emancipación chilena contenían obras ilustradas que con toda seguridad circularon entre patriotas y la elite culta local. Es el caso de la colección reunida en Europa por el criollo José Antonio de Rojas, cuyo inventario registra —entre textos de Montesquieu, Rousseau y Voltaire— los 56 tomos de La Enciclopedia. Otra biblioteca con un perfil similar, fue la de don Manuel de Salas, diputado en 1811 y primer director de la Biblioteca Nacional, entre muchos otros cargos. También patriota empapado del espíritu ilustrado fue fray Camilo Henríquez que, desde las páginas del periódico La Aurora de Chile, fundado por él en 1812, arengaba respecto de la democracia, la soberanía y la voluntad popular. Asimismo, otro patriota cultísimo, don Juan Egaña, profesó (¿produjo?) gran admiración por el ideario iluminista, así queda de manifiesto en sus trabajos constitucionales.(9)
Resulta notable constatar que con posterioridad al simbólico evento autonomista de 1810, el país se dotó de un Congreso (1811); de la imprenta (1812) y, en consecuencia, del primer periódico, “La Aurora de Chile” (1812); de un Senado (1812); un Reglamento Constitucional (1812); el Instituto Nacional (1813) y, cuando aún no estaba ni cerca la consolidación de la Independencia, una Biblioteca Nacional (1813), paso señero en la construcción de una república, invirtiendo en información y conocimiento propio y del resto del mundo. Una tendencia que se mantendría durante todo el siglo. Dicha tendencia tuvo desde las primeras décadas una importante y definitiva impronta francesa. La prensa liberal difundía con entusiasmo la lectura de Rousseau, Montesquieu y Voltaire. De hecho, señala un autor, que las obras completas de éste último constituyeron el premio a los alumnos destacados del Instituto Nacional en 1828. Las librerías no abundaban precisamente en el Chile de mediados del XIX. En rigor, la primera librería se fundó en Valparaíso en 1840: la Librería Española, de Santos Tornero. Generalmente los libros se vendían en los almacenes y tiendas, acompañados de provisiones, herramientas o ropa. Sin embargo, la elite ilustrada mantenía y acrecentaba sus propias bibliotecas particulares, las cuales poco a poco fueron siendo adquiridas por el Estado para dar forma al fondo de la Biblioteca Nacional. Allí se depositaron las colecciones de Mariano Egaña, Benjamín Vicuña Mackenna, la del sabio venezolano avecindado en Chile don Andrés Bello, Diego Portales, entre otros ilustres.(10)
Asimismo, la mirada decimonónica hacia Europa buscaba ansiosamente conectarse con la modernidad y una de las formas de concretarlo fue trayendo expertos que fundaran los cimientos del conocimiento científico en el país, como el naturalista Claudio Gay, el médico Lorenzo Sazié, el mineralogista Ignacio Domeyko, el geógrafo Amadeo Pissis o el botánico Juan Dauxion Lavaysse. El espíritu racionalista, ilustrado, orientado a la investigación y la ciencia, al orden de las cosas, al estudio sistemático, a la clasificación —piénsese en lo emblemático de ello que resulta la numeración de las leyes, iniciativa inaugurada a fines del siglo— y, también, a la belleza, la estética, la pintura y el neoclasicismo europeo, se estableció en el país para quedarse. Asimismo, resultan muy sugerentes los nombres de los periódicos fundados en la época, síntesis del espíritu de las luces: El Ferrocarril, El Porvenir, La Ley, La Libertad Electoral, La Razón, El Precursor, La Nueva República, La Igualdad, entre muchos más. Y en el campo de la institucionalidad y la política, esto queda claramente de manifiesto.
Desde mediados del siglo XIX, el ideario liberal ilustrado se difundió por los sectores dirigentes de la sociedad, a través de un discurso que valoraba la libertad individual, expresada en la libertad de imprenta, la libertad de reunión, la libertad electoral, entre otras. Así también, la institucionalidad se estructuraba sobre la separación de los poderes del Estado, el que, además, se encontraba también reconociendo su envergadura geográfica y asentando su soberanía. Por otra parte, en la segunda mitad del siglo comenzaron a formarse los primeros partidos que darán sustento a la vida política y a la representación parlamentaria. Por cierto que todos estos procesos se llevaron a cabo a través de múltiples expresiones organizativas, formales e informales, públicas y privadas, literarias y jurídicas. Queremos señalar con esto, que el liberalismo republicano ilustrado, tuvo una gran variedad de canales de manifestación, a través de agentes culturales, impresores, viajeros, libreros, pintores, escritores y poetas. Entre tertulias, sociedades de la igualdad, logias masónicas, clubes de la reforma, fueron consolidándose y difundiéndose ideas y valores republicanos y democráticos a través de una generación de jóvenes intelectuales inquietos, ávidos lectores, escritores prolíficos, críticos y disconformes. Destacados representantes de esta generación fueron José Victorino Lastarria, Jacinto Chacón, Eusebio Lillo, Manuel Antonio Matta, Miguel Luis Amunátegui, Diego Barros Arana, Gregorio Víctor Amunátegui, Benjamín Vicuña Mackenna, Joaquín Blest Gana, por nombrar sólo algunos. Un dato. Todos ellos fueron parlamentarios.(11) Y fue esta institución, el Congreso Nacional, la que acrecentó su perfil durante el siglo XIX convirtiéndose en actor central del debate político del país. Un debate cruzado por diferentes ejes: liberalismo y conservadurismo autoritario; clericales y anticlericales; presidencialismo interventor versus congresistas que derribaban ministerios, todo ello en medio de un “parlamentarismo” muy criollo, eficiente en las formas y en la lucha política, pero incompatible con una institucionalidad presidencial fuerte. Las luchas por las reformas constitucionales y por las denominadas “leyes laicas” —registro civil, matrimonio civil, cementerios laicos— o respecto de las relaciones internacionales fueron batallas doctrinarias de alto vuelo que encendieron las sesiones del Congreso, al calor del debate de tribunos y oradores de tonelaje como Benjamín Vicuña Mackenna, José Victorino Lastarria, Domingo Fernández Concha, Aniceto Vergara Albano, entre otros.
En muchos de estos debates se advierte la influencia de la política y la filosofía europea y especialmente francesa. Los parlamentarios citaban autores, leyes, juristas, pensadores, con soltura y conocimiento, producto de sus viajes, sus lecturas y su admiración o también rechazo profundo a lo francés. En uno u otro sentido, Francia era un referente obligado. Y ese “afrancesamiento” se percibía en la moda, en los libros que se importaban, mayoritariamente en ese idioma, en la arquitectura de la ciudad, especialmente en el centro de Santiago, donde destacaban los palacios de las familias acaudaladas, los hoteles, el Teatro Municipal y el edificio del Congreso Nacional, ejemplo del neoclásico concebido por los arquitectos franceses contratados por el gobierno.(12)
En este ambiente, en que predominaba el ideario liberal republicano ilustrado, en que el saber y los libros eran un bien tan preciado para el interés público como para la elite dirigente, en que el Estado chileno terminaba de consolidarse como una unidad geopolítica (conflictos y establecimiento de los límites y fronteras), demográfica (realización de censos), institucional y social (constitución, poderes separados, partidos políticos, prensa), en que los parlamentarios se enfrentaban entre sí y también con el Ejecutivo en la discusión de las leyes más importantes del siglo XIX, es que surgió la necesidad por parte del Congreso de contar con una biblioteca que sustentara las ideas, las iniciativas y el debate riguroso para el buen gobierno. La confianza ilustrada de la época en la razón, en la norma que perfecciona las relaciones sociales y en la ley que mejora la vida de los hombres, está en el origen de la iniciativa. Así habían sido concebidas en su momento la Biblioteca de la Cámara de Diputados de Francia fundada en 1796 y la de los senadores, en 1799. Así también surgió la primera biblioteca legislativa del continente americano, la Biblioteca del Congreso de Washington creada en 1800.(13)
La mirada hacia Europa ya se encontraba instalada. La Biblioteca de la Cámara de Diputados ya funcionaba hacia 1882 y su respectivo catálogo publicado ese año consignaba más de mil volúmenes de 186 autores distintos. En ese sentido, aquella Biblioteca y la futura del Congreso, recogerían la inquietud del acopio del conocimiento registrado, en un rol de organización, conservación y apertura a su comunidad ciudadana iluminando ideas y proyectos, porque las bibliotecas han estado a lo largo de los siglos en la vanguardia de los cambios tecnológicos en los soportes y registrando la memoria documental de sus sociedades, permitiendo la generación de nuevo conocimiento para respaldar las reflexiones y las decisiones. En el Chile de fines del siglo XIX existía el impulso y la voluntad en hombres visionarios que entendieron el espíritu de su época y observaron el mundo a través de las páginas de los libros, para sustentar —como sugería aquel sabio chino del siglo XII— la sabia reflexión y el correcto gobernar.
Notas
(1) Lerner, Fred. Historia de las bibliotecas del mundo. Editorial Troquel, Buenos Aires, 1999. pp 19-22
(2) Ibid., pp. 33-38
(3) Ibid.. pp. 99-114: Millares Carlo, Agustín. Introducción a la historia del libro y de las bibliotecas, Fondo de Cultura Económica, Ciudad de México, 1971, pp.227-240
2002, pp.23-33.
(4) Millares, op cit. pp.249-250; Lerner, op cit. pp.85-87
(5) Lerner, op cit. p.72.
(6) Ibid., pp. 101-105
(7) Millares, op cit. pp.257-259; Lerner, op cit. p.122
(8) Millares, op cit. p.270.
(9) Gazmuri, Cristián. Libros e ideas políticas ilustradas y la Independencia de Chile. En: Manuel Loyola y Sergio Grez (compiladores) Los proyectos nacionales en el pensamiento político y social chileno del siglo XIX. Ediciones UCSH, Santiago. 2002, pp.23-33.
(10) Subercaseaux, Bernardo. Histoha del libro en Chile (Alma y Cuerpo), LOM Ediciones, Santiago, 2000, pp.36-40 y p.73.
(11) Ibid., pp.46-48; Gazmuri, Cristián. El “48” chileno. Igualitarios, reformistas, radicales, masones y bomberos. Editorial Universitaria, Santiago, 1999, pp.28 y ss. Ver también capítulos
(12) González, Francisco Javier. Aquellos años franceses 1870-1900 Chile en la huella de París, Ed. Aguilar Taurus, Santiago, 2003, pp.188-193 y 240-255.
(13) Galuchan, Gules. Les Parlements et leurs bibliothéques, ou les chemins documentaires de la démocratie. Documentation et bibliothéques / Association pour l’avancement des sciences et des techniques de la documentation (ASTED), Québec, Canada, volume 47, Numéro 4, Octobre Décembre 2001, pp.145-147.
Fuentes consultadas
-Galuchan, Gilles. Les Parlements et leurs bibliothéques, ou les chemins documentaires de la démocratie. Documentation et bibliothéques/ Association pour l’avancement des sciences et des techniques de la documentation (ASTED), Québec, Canada, volume 47, Numéro 4, Octobre Décembre 2001.
-Gazmuri, Cristián. El “48” chileno, Igualitarios, reformistas, radicales, masones y bomberos. Editorial Universitaria, Santiago, 1999.
-Id. Libros e ideas políticas Ilustradas y la Independencia de Chile. En: Manuel Loyola y Sergio Grez (compiladores) Los proyectos nacionales en el pensamiento político y social chileno del siglo XIX. Ediciones UCSH, Santiago, 2002.
-González, Francisco Javier. Aquellos años franceses 1870-1900. Chile en la huella de París. Ediciones Aguilar-Taurus, Santiago, 2003.
-Heise, Julio. Historia de Chile: el período parlamentario 1861-1925 tomo I Fundamentos histórico-culturales del parlamentarismo chileno. Editorial Andrés Bello, Santiago, 1974.
-Lerner, Fred. Historia de las bibliotecas del mundo. Editorial Troquel, Buenos Aires, 1999.
-Millares Carlo, Agustín. Introducción a la historia del libro y de las bibliotecas, Fondo de Cultura Económica, Ciudad de México, 1971.
-Subercaseaux, Bernardo. Historia del libro en Chile (Alma y Cuerpo), LOM Ediciones, Santiago, 2000.
-Id. Historia de las ideas y de la cultura en Chile, tomo II, Fin de siglo: la época de Balmaceda. Editorial Universitaria, Santiago, 1997.
Fuentes de las fotografías
1 a 4. Historia Universal Salvat. Editorial Salvat.
5 a 11. Archivo BCN.