​Único consuelo​ de Clemente Althaus


Tan sólo encuentra mi dolor consuelo
en la voz que me dice: «No lo dudes,
»ya la madre que lloras, en el cielo
»recibe el galardón de sus virtudes».
Es la voz de la amiga cariñosa
que conoció el tesoro de nobleza,
de bondad, de indulgencia generosa,
que en tu pecho encerró naturaleza.
Es la voz de la huérfana inocente
que en tus hogares encontró un abrigo,
del anciano sin hijos e indigente,
de la mísera viuda, del mendigo:
del mendigo infeliz que, siempre ufano,
al partir tus umbrales bendecía,
llevando dones de tu rica mano
y acentos dulces de tu boca pía.
Es la voz de la enferma a cuyo labio
dio tu mano la médica bebida,
no reputando a tu nobleza agravio
ser sierva de la gente desvalida.
Voz de otros tantos que humilló la suerte
y en secreto tus dones sustentaban,
dones que sólo descubrió tu muerte
y que tus propios hijos ignoraban.
Todos, vertiendo lágrimas sin duelo
por su pía incansable bienhechora,
todos me dicen, señalando el cielo:
«Allá recibe el galardón ahora».
¡Ah! ¡yo maldigo esa fatal creencia
que al negro cetro de la muerte impía
sujeta el alma, y nuestra amarga ausencia
por una eternidad dilataría!
Mas la promesa de esa fe celeste
que tú enseñaste a mi niñez bendigo,
¡pues me muestra otro mundo después de éste
donde por siempre me uniré contigo!
Sí: ya te miro sobre regio estrado
ocupar el asiento luminoso
que ha tantos años a su noble lado
te guarda amante tu primer esposo.
Y él al mirar por fin a su Manuela
que viene a hacerle eterna compañía,
de la ausencia tan largase consuela
que hasta en el cielo suspirar le hacía.
Y por sus hijos, de ternura lleno,
pregunta a tu cariño largamente;
tú le respondes, en su noble seno
dulce inclinando la amorosa frente.
Y a saludarte acudirán veloces
los que llorabas en la tierra triste;
allí a tu padre ves: allí conoces
a la madre que aquí no conociste.
Y de placer y afecto te estremeces
al abrazar a la adorada hermana
que hizo de madre las piadosas veces
al desamparo de tu edad temprana.
Y a la hija, causa de tan largo lloro,
que halló la muerte al empezar la vida,
encontrarás entre el celeste coro
en serafín ardiente convertida.
Mas tan dichosa unión, tan alta gloria
un sólo pensamiento no destierra,
y aún aviva en tu pecho la memoria
de los hijos que dejas en la tierra.
Y a Dios piadoso, con materno ahínco,
compadeciendo nuestras ansias fieras,
rogarás por la dicha de los cinco
que allá en el cielo recobrar esperas.


(Junio de 1870)


Esta poesía forma parte del libro Obras poéticas (1872)