El cencerro de cristal
Última​
 de Ricardo Güiraldes


Duerme, duerme tu gran sueño denso.

¿Recuerdas? Yo sí. Cuando descansabas, pero menos lívida y no con esa mala rigidez, que me entra en el pecho.

No era, como ahora, negro tu lecho, más liviana era mi alma. No velaban tu reposo esos seis fatales cirios, cuya luz trémula enturbia tus facciones.

Era el trabajo.

Trabajo espacioso, ritmado por lenta pluma, que ennegrecía papel con su beso sinuoso, que nunca se borra.

Literario cariño de las frases, acariciadas como queridas.

Pausada eclosión de belleza, que mecía el arrorro de tu respiración dormida.

¡Qué calmo así esperaba el cansancio! Un burdo sopor empañaba mi pensar. Las ideas, nocturnas mariposas de terciopelo, ondeaban al azar, como sopapeadas por el aire, sin embargo quieto.

Vagar así, vagar en lo nulo, de una inconciencia querida.

¡Página vieja!

Esta noche, la última, vino -vino para dejar en tu cuerpo el reposo- el reposo infatigable por los siglos, y que ahora te inmoviliza -te inmoviliza de muerte.

Vino.

Los cirios lloran a Dios sus luminosas lágrimas invertidas -mi pluma raspa.

¡Lágrima negra!



París, 1912.