Deberes para consigo mismo

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SECCIÓN I - NOCIONES PRELIMINARES

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106. El ser que obra, no sólo con espontaneidad, sino también con libertad, ha de tener una regla que le fije la conducta que debe observar consigo mismo. Los inanimados se perfeccionan con sujeción a leyes necesarias, en cuya ejecución no tienen ellos sino una parte pasiva: y los irracionales, aunque obran por un impulso propio, con la espontaneidad de un viviente sensitivo, no conocen lo que hacen, pues su percepción se limita a lo puramente sensible. Pero el ser dotado de razón y de libre albedrío es dueño de su misma espontaneidad, puede usar de ella de diferentes modos y, por tanto, necesita que las condiciones de su desarrollo y perfección le estén prescriptas en ciertas reglas que dirijan su conducta. Estas reglas son los deberes consigo mismo.

107. Para la existencia de estos deberes no es necesaria la sociedad. Un hombre enteramente solo en el mundo tendría deberes consigo propio; el que va a parar a una isla desierta, sin esperanza de volver jamás a reunirse con sus semejantes, no está exento de las leyes de la moral.

108. Dios, al sacar de la nada a una criatura, la ha destinado a un fin: la sabiduría infinita no obra al acaso. Este fin lo buscan todas las criaturas, usando de los medios que para alcanzarle se les otorgan. Así vemos que en el mundo inanimado todo aspira a desenvolverse, caminando de este modo a la perfección respectiva. El germen sepultado en las entrañas de la tierra desenvuelve sus fuerzas vitales, se abre paso, se presenta sobre la superficie, buscando la saludable influencia del aire, de la luz y del calor, y al mismo tiempo dilata sus raíces para absorber el jugo que le alimenta. Prospera, crece; su tronco se levanta y se engruesa; sus ramas se extienden, hasta que llega al punto de desarrollo necesario para ejercer las funciones que le corresponden en el mundo vegetal. Ese mismo trabajo descubrimos en todos los productos de la tierra: desde el árbol secular, que desafía los huracanes, hasta la endeble hierba, que vive un solo día, todos se dirigen incesantemente a su respectivo desarrollo; todos están empleando continuamente las fuerzas que se les han dado para ejercer del mejor modo posible Las funciones que les corresponden.

109. Entre los animales vemos el mismo fenómeno. No son únicamente las especies más elevadas las que muestran su laboriosidad en su lugar respectivo: no es sólo el caballo, el león, el elefante, el orangután; son los gusanos que se arrastran por el polvo; son los insectos que anidan en la hoja del árbol; son las ostras pegadas a una peña; los imperceptibles animalillos que sólo distinguimos con el microscopio. Cada cual en su línea cuida, por decirlo así, de cumplir su misión; y el mundo de la vida vegetal y animal se parece a un inmenso taller, donde está realizada hasta lo infinito la división del trabajo, y donde cada individuo cumple con la parte que le corresponde, para contribuir a la obra que se ha propuesto el supremo Artífice.

110. El hombre, dotado de tan nobles facultades, está sujeto a la misma ley; también debe buscar su desarrollo, ejerciendo sus facultades del modo que corresponde a su naturaleza. Pero este desarrollo, aunque sujeto a una ley, está encomendado al libre albedrío: y así es que se nota una diferencia entre el hombre y los animales y vegetales; éstos adquieren siempre toda la perfección posible a sus fuerzas y a su situación; el hombre se queda muchas veces inferior a lo que puede. Tiene la inteligencia capaz de abarcar el mundo Y, sin embargo, abusando de su libre albedrío, la deja quizá sumida en la ignorancia, y con harta frecuencia la alimenta de errores; está dotado de una voluntad que aspira al bien infinito, y, no obstante, la rebaja, sí quiere, hasta hundirla en un lodazal de corrupción y miseria.


SECCIÓN II - Amor de sí mismo

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111. El deber fundamental del hombre consigo es el amor de sí mismo; y la fórmula general de la ejecución de este deber es el desarrollo armónico de sus facultades, cual conviene a un ser inteligente y libre. Apliquemos estos principios.

112. Lo que está encargado de llevar algo a la perfección, es necesario que la ame, y el hombre tiene este encargo para consigo. No puede haber una inclinación continua al desarrollo y perfección de las facultades, sin amar este desarrollo y perfección del ser que las posee. Así, el amor de una criatura a sí misma pertenece al orden general del universo; es una ley de todos los seres inteligentes y libres, que pertenece al orden conocido y amado por Dios. Al amarse el hombre a sí mismo, ama también lo que Dios ama, y, por consiguiente, ama en algún modo al mismo Dios. El amor de sí mismo es tan conforme a la naturaleza de las cosas, y se halla de tal modo grabado en nuestro espíritu, que no ha sido necesario expresarlo como precepto; lo que es temible, es el abuso del amor; pero no es posible que falte. A este propósito es de notar que en el Evangelio se ha dicho que el principal y primer mandamiento era amar a Dios, y el segundo, semejante al primero, amarás al prójimo "como a ti mismo". Esto último se da por supuesto; y así es que se toma por modelo o regla del amor a los demás "como" a ti mismo.

113. De esto inferiremos que, cuando se habla del amor propio como de un vicio, se entiende el abuso de este amor, que por desgracia es harto común; mas no del amor en sí, pues que éste, por el contrario, es una de nuestras primeras obligaciones, o, mejor diríamos, de nuestras necesidades.

114. El deseo de la felicidad implica este amor; y, como de este deseo no podemos despojarnos, se echa de ver que el amor de sí mismo es una necesidad. ¿Cómo se concilia su carácter necesario con el de un precepto que debe suponer libertad? Muy sencillamente. La necesidad le conviene tomado el amor en general, en cuanto nos lleva a buscar la felicidad también en general; pero la cualidad de precepto le pertenece, en cuanto se refiere a las aplicaciones de este amor, así con respecto al objeto determinado en que ponemos la felicidad, como a los medios que empleamos para alcanzarla. El deseo de la felicidad es un hecho necesario; el modo de cumplir este deseo cae bajo el orden de los preceptos.

115. Aquí encontramos un ejemplo de cómo está unida la moralidad con la utilidad. El amor de sí mismo es moral, y es al propio tiempo útil; y no sólo útil, sino necesario, para que el ser inteligente y libre llegue al objeto de su destino.

116. El amor de si mismo no puede ser el término del hombre; este amor, por sí solo, sin aplicaciones, no le proporcionaría la felicidad que desea; el ser feliz por la contemplación y amor de sí propio corresponde sólo a Dios, que contempla y ama en sí toda la verdad y todo bien. El amor de la criatura a sí misma ha de ser una especie de impulso que la lleve a la perfección y a la felicidad, no su fin último; y en las aplicaciones de este impulso debe cuidar de no ponerse en contradicción con su fin. Para cuyo objeto es preciso que no tome por norma de su conducta la satisfacción de todos sus deseos, sino que los considere en su conjunto y en sus relaciones, y que únicamente otorgue a cada uno la parte que lo corresponda, para que no se perturbe, y antes bien se conserve y mejore, la armonía de sus facultades.


SECCIÓN III - Deberes relativos al entendimiento

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117. La primera de las facultades, y que está como en la cima de la humana naturaleza, es el entendimiento, el cual conoce la verdad y sirve de guía a las otras. Este es el ojo del espíritu: si no está bien dispuesto, todo se desordena. Hablan algunos del entendimiento como si esta facultad no estuviese sujeta a ninguna regla; así excusan todas las "opiniones", todos los errores, bastándoles el que sea una operación intelectual para que le tengan por inocente e incapaz de mancha. Es verdad que un error es inocente cuando el que lo sufre no ha podido evitarle, y en este sentido se pueden disculpar algunos errores; pero, si se intenta significar que el hombre es libre de pensar lo que quiera, sin sujeción a ninguna ley, haciendo de su inteligencia el uso que bien le parezca, se cae en una contradicción manifiesta. La voluntad, los sentidos, los órganos, hasta los miembros, todo en el hombre está sujeto a leyes; ¿y no lo estará el entendimiento? No podemos usar de la última de nuestras facultades, sin sujeción al orden moral; y la más noble, la que debe dirigirlas a todas, ¿estará exenta de la ley? Una acción de la mano, del pie, podrán sernos imputadas; ¿y no lo serán las del entendimiento? ¿Seremos responsables de nuestros actos externos, y no lo seremos de los internos? ¿La moralidad se extenderá a todo, excepto a lo más intimo de nuestra conciencia?

118. Es claro que no pueden ser indiferentes para el entendimiento la verdad y el error; su perfección consiste en el conocimiento de la verdad; luego tenemos un deber de buscarla: y, cuando no empleamos el entendimiento en ese sentido, abusamos de la mejor de nuestras facultades. El objeto del entendimiento es la verdad, porque la verdad es el ser; y la nada no puede ser objeto de ninguna facultad. Cuando conocemos el ser, conocemos la verdad, y, por consiguiente, estamos obligados a procuramos el conocimiento de la realidad de las cosas. Si por indolencia, pasión o capricho extraviamos nuestro entendimiento, haciéndole asentir al error, ya porque crea existentes objetos que no existen, o no existentes los existentes, ya porque les atribuya relaciones que no tienen, o les niegue las que tienen, faltamos a la ley moral, porque nos apartamos del orden prescripto a nuestra naturaleza por la sabiduría infinita. El amor de la verdad no es una simple cualidad filosófica, sino un verdadero deber moral; el procurar ver en las cosas lo que hay, y nada más de lo que hay, en lo que consiste el conocimiento de la verdad, no es sólo un consejo del arte de pensar: es también un deber prescripto por la ley de bien obrar.

119. La obligación de buscar la verdad y apartarse del error se halla hasta en el orden puramente especulativo, de suerte que quien estudia una materia sin más objeto que la contemplación, y sin intención alguna de aplicar sus conocimientos a la práctica, tiene también el deber de buscar la verdad, de procurar ver en el objeto contemplado, todo lo que hay, y nada más de lo que hay. Pero esta obligación de buscar la verdad se hace más grave cuando el conocimiento no se Imita a la pura contemplación, sino que ha de regimos en la práctica. Un mecánico puramente especulativo, que por indolencia se equivoca en sus cálculos, usa mal de su entendimiento; pero, si es práctico, sus errores son de más consecuencia; y, por tanto, añade a la culpa del error en la especulativa la que consigo trae al exponerse a cometer yerros en la construcción de las máquinas.

120. Infiérese de esto que la obligación de dirigir el entendimiento al conocimiento de la verdad es grave; gravísima, cuando se trata de las verdades que deben arreglar toda nuestra conducta, y de que depende nuestro último destino. En estas cuestiones: ¿quién soy? ¿de dónde he salido? ¿adonde voy? ¿cuál es la conducta que debo seguir en la vida? ¿cuál será mi destino después de la muerte? el hombre que se mantiene indiferente, o se expone a caer en error, incurre en gravísima responsabilidad moral, aun prescindiendo de toda idea religiosa, y atendiendo únicamente a la luz de la filosofía. Los que hablan, pues, de errores, de extravíos del entendimiento, cual si en estas materias no cupiese trasgresión del orden moral, dicen un despropósito; pierden de vista la ley general y necesaria que nos obliga a desenvolver y perfeccionar nuestras facultades, lo que no podemos hacer con el entendimiento, sí no lo dirigimos hacia la verdad; olvidan que, siendo el entendimiento la guía de las demás facultades, si él yerra, errarán todas; ni advierten que, poniéndonos el entendimiento en relación con las cosas, si no las ve como son en sí, se perturba por necesidad el orden en nuestra conducta; no consideran que hay muchas materias en que el error puede ser de consecuencias irreparables, y que, por tanto, no hay menos culpabilidad en él, que si quisiéramos andar por entre horrendos precipicios con los ojos tapados, o distraídos.

121. Aquí también encontramos admirablemente enlazada la moral con la utilidad, "Emplea bien el entendimiento, sírvete de él para el conocimiento de la verdad para ver las cosas y sus relaciones tales como son en sí: esto nos dice la ley natural; y el resultado de la sujeción a este precepto es el obrar en todo de la manera conveniente, apreciando los objetos en su valor, y conociendo, por consiguiente, a cuáles debemos dar la preferencia.

122. La moral en este punto se halla también acorde con las inclinaciones naturales. Todos deseamos conocer la verdad: al error, como error, no podemos asentir; ¿acaso creeremos lo que juzgamos falso? ¿Quién se satisface con pensar de una cosa lo que no es, y no lo que es? Cuando necesitamos del amor para nuestras pasiones, le cubrimos con el velo de la verdad; sabemos engañarnos a nosotros mismos con una sagacidad deplorable.


SECCIÓN IV - Deberes relativos al orden sensible

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123. Si el hombre fuese un espíritu puro, sus deberes estarían cumplidos con procurar conocer a Dios y a sí mismo, con amar a Dios sobre todo, amarse a sí mismo y a cuanto Dios quisiese. No teniendo más facultades que el entendimiento y la voluntad, su ser estaría en el orden moral dirigiendo el entendimiento a la verdad, y la voluntad al bien; pero, como junto con esas facultades superiores poseemos otras inferiores, nace de la relación de aquellas con éstas una serie de nuevos deberes.

124. La sensibilidad se nos ha dado para satisfacer las necesidades animales y para excitar y fomentar el desarrollo de las facultades superiores; así es que debemos mirarla bajo ambos aspectos, y sacar de sus relaciones los deberes que se refieren a ella.

125. Lo que se ha dicho sobre la obligación de buscar en todo la verdad, hace innecesario el que nos extendamos sobre el uso que debemos hacer de los sentidos, en cuanto nos sirven para adquirir el conocimiento de las cosas. Si hemos de buscar la verdad, es preciso que empleemos los medios de la manera conveniente; y, por tanto, es necesario que procuremos usar de los sentidos del modo que corresponde, para que no nos induzcan a conceptos equivocados. Las reglas sobre el buen uso de los sentidos no son solamente lógicas, sino también morales. Emplearlos de suerte que nos hagan errar, es valerse de correos precipitados e imprudentes con peligro de que traigan noticias falsas; y, si llegamos hasta el punto de usar los sentidos con el secreto designio de que nos digan, no la verdad, sino lo que halaga nuestras pasiones o amor propio, entonces cometemos una especie de delito de soborno; nos valemos de testigos falsos para que engañen al entendimiento.

126. La relación de los sentidos a la satisfacción de las necesidades animales y vitales presenta un nuevo aspecto, de que nacen otros deberes. Pero, si bien se reflexiona, este aspecto se halla íntimamente ligado con el anterior; porque, si el entendimiento conoce la verdad, conocerá también el verdadero destino de los sentidos, y, por tanto, el uso que de ellos se ha de hacer.

127. La naturaleza misma nos está enseñando que debemos conservar la vida y la salud; a más del deseo que a ello nos impele, los dolores sensibles nos avivan cuando la vida corre peligro o la salud se perturba. Así, pues, será legítimo el uso de los sentidos, cuando se ordena a la conservación de la salud y de la vida, y será ilegítimo, cuando contraría estos fines. También aquí se hermana la moralidad con la utilidad; las reglas de higiene son también reglas de moral. La templanza y la sobriedad son virtudes, porque nos prescriben la debida mesura en la comida y bebida; la gula y la embriaguez son vicios, porque nos llevan a un exceso contrario a la razón. Los resultados de la templanza y de la sobriedad son la conservación de la vida y de la, salud, el bienestar suave y general que experimentamos cuando nuestra organización se halla en el correspondiente equilibrio; la gula y la embriaguez producen indigestiones, vértigos, dolores atroces, gastan las fuerzas y acaban por conducir al sepulcro.

128. ¡Cosa admirable! H hombre, al excederse en lo sensible, es castigado también en lo intelectual, una comida excesiva produce el embotamiento de las facultades intelectuales por la pesadez y la somnolencia; la embriaguez perturba la razón; el ebrio no ha procedido como hombre; pues bien, por la embriaguez deja de ser hombre, y se convierte en un objeto de lástima o de risa.

129. He aquí las reglas morales, en este punto, reducidas a un principio bien sencillo: la medida de uso de los sentidos, en sus relaciones con las necesidades del cuerpo, es la conservación de la vida y de la salud: la higiene, extendiéndose no sólo a los alimentos, sino a cuanto tiene relación con la salud y la vida. Esta es una excelente piedra de toque para reconocer la moralidad de las acciones relativas a las necesidades o deseos sensibles. Aclarémoslo con ejemplos. La pereza es un vicio a los ojos de la sana moral; la ociosidad está sembrada de peligros: en ella se debilitan las facultades intelectuales y se corrompe el corazón; pues bien, la higiene está acorde con las prescripciones morales; la ociosidad es dañosa a la salud; el ejercicio, así el intelectual como el corporal, es muy saludable; para aliviar las enfermedades sirve en gran manera la ocupación moderada del cuerpo y del espíritu. Mirad al perezoso, que, tendido sobre un sofá, no tiene valor para levantar la cabeza ni la mano; el tedio se apodera de su corazón, para hacer bien pronto lugar a la tristeza, a la manía y otros extravíos. Su entendimiento, divagando a merced de todas las impresiones, sin sentir la acción de una voluntad fuerte que le sujeta a un punto, se acostumbra a no fijarse en nada, se debilita, y vive en una especie de somnolencia. El cuerpo en continua inacción languidece; las digestiones se hacen mal, la circulación se retarda y desordena; el sueño, como no cae sobre un cuerpo fatigado y menesteroso de descanso, huye de los ojos o es interrumpido con frecuencia; el perezoso busca el bienestar en la inacción completa y sólo halla los males consiguientes al enflaquecimiento del espíritu y a las enfermedades del cuerpo. Comparad con estos resultados los de la virtud contraria. La costumbre del trabajo inspira afición hacia él: el laborioso goza cuando trabaja; padece cuando se le condena a la inacción. El fruto de su laboriosidad, intelectual, moral o física, le recompensa con una satisfacción placentera; cuando después de largas horas contempla el resultado de su actividad, se consuela fácilmente de las pequeñas molestias que ha sufrido, y las tiene por muy bien empleadas. Al llegar la hora de la distracción, disfruta porque la necesita; su sensibilidad no está embotada por el placer; y éste, por ligero que sea, se multiplica, se aviva, porque es una lluvia que cae sobre la tierra sedienta. El tedio, la tristeza, las manías, los aciagos presentimientos no se albergan en su alma porque no saben por dónde entrar; como hay ocupación permanente, no queda tiempo para complacer a esas visitas importunas y dañosas. El ejercicio de las facultades tiene en continuo movimiento la organización; y las alternativas de trabajo y descanso le dan aquel punto que necesita para desempeñar sus funciones ordenadamente, lo que constituye la salud y prolonga la vida. Por fin, el sueño, cayendo sobre una organización fatigada, es tomado con placer; reparando las fuerzas, comunica la actividad, que se despliega de nuevo, cuando el astro del día, alumbrando el mundo, viene a avisarnos de que sonó la hora del trabajo.

130. ¿Y qué diremos de la armonía de la higiene y de la moral, en lo tocante a los placeres sensuales contrarios a la naturaleza? La severidad de la moral en este punto se halla justificada por la más sabia previsión. He aquí cómo se expresa Huffeland en su Macrobiótica, o el Arte de prolongar la vida: "Es horrendo el sello que la naturaleza graba en el que la ultraja de este modo; es una rosa marchita, un árbol secado en el tiempo de su mayor lozanía, un cadáver ambulante. Este vicio afrentoso ahoga todo principio vital, agota todas las fuentes del vigor, y no deja tras sí más que la debilidad, inercia, palidez, decadencia de cuerpo y abatimiento de espíritu. El ojo pierde su brillo y se hunde en su órbita, las facciones se alargan, desaparece el aire juvenil, y el semblante se cubre de manchas amoratadas. La más leve impresión afecta desagradablemente toda la economía animal. Falta el vigor muscular; el sueño es poco reparador; el menor movimiento causa fatiga; las piernas no pueden soportar el peso del cuerpo; pénense trémulas las manos; se sufren dolores en todos los miembros; se embotan los sentidos, y el genio se vuelve tétrico y melancólico. Los desgraciados que se entregan a este vicio, hablan poco, parece que lo hacen con disgusto, y nada les queda de la viveza que los caracterizara en otros tiempos. Los jóvenes de talento se hacen hombres comunes y aún mentecatos. El alma pierde el gusto de los pensamientos elevados, y la imaginación está completamente depravada. Toda su vida no es más que una serie de cargos que se hacen a sí mismos, y de penosos sentimientos causados por la debilidad de que no saben triunfar. Siempre irresolutos, experimentan un tedio continuo de la vida, que los conduce con frecuencia al suicidio, crimen a que nadie está más sujeto que los que se entregan a goces solitarios. Por otra parte, las facultades digestivas se desordenan; se está continuamente, atormentado de incomodidades y males de estómago; se vicia la sangre; el pecho se llena de mucosidades; la piel se cubre de granos y úlceras, y sobrevienen finalmente la epilepsia, la consunción, la calentura hética, frecuentes desmayos y una muerte temprana. "Al oír este imponente testimonio de la ciencia sobre los funestos resultados de la inmoralidad, causan lástima e indignación los que no alcanzan a comprender por qué la religión cristiana se muestra tan severa en todo cuanto puede corromper el corazón de la juventud. Aquí, como en todas las cosas, manifiesta el cristianismo su profundo conocimiento de las leyes de la naturaleza, y de los secretos del corazón y de naturaleza, dice el mismo Huffeland, no castiga ninguna acción con tanto rigor como las que directamente la ofenden. Si hay pecados mortales, son sin duda los que se cometen contra la naturaleza." (Macrobiótica 2. p., sec, cap. 2.).


SECCIÓN V - El suicidio

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131. Al tratar de las obligaciones del hombre para consigo, ocurre la cuestión del suicidio. Es de notar que la inmoralidad de este acto no puede fundarse únicamente en las relaciones del individuo con la familia o la sociedad; de otro modo, se seguiría que el que estuviese falto de ellas podría atentar contra su vida.

132. La razón fundamental de la inmoralidad del suicidio está en que el hombre perturba el orden natural, destruyendo una cosa sobre la cual no tiene dominio. Somos usufructuarios de la vida, no propietarios; se nos ha concedido el comer de los frutos del árbol, y con el suicidio nos tomamos la libertad de cortarle.

133. El deseo de la conservación de la vida, y el horror a la muerte, es un indicio de que no están en nuestra mano. Los brutos animales, como obedecen ciegamente al instinto de la naturaleza, no se suicidan nunca; solo el hombre, en fuerza de su libertad, puede perturbar de una manera tan monstruosa el orden natural.

134. El suicida, o ha de negar la inmortalidad del alma, o comete la mayor de las locuras. Si se atiene a lo primero, afirmando que después de esta vida no hay nada, el suicidio no se excusa, pero se comprende; y por desgracia se nota que donde cunde la incredulidad, allí cunde también esta manía criminal. Pero, si el suicida conserva, no diré la seguridad, pero siquiera la más leve duda sobre la existencia de la otra vida, ¿cómo se explica tamaña temeridad? ¿Quién le ha hecho árbitro de su destino futuro, de tal modo, que pueda adquirirlo cuando bien fe parezca? Al presentarse delante de su Criador, en el mundo de la eternidad, ¿qué podrá responder, si se le dice: "quién te ha dicho que estaba terminada tu carrera sobre la tierra? ¿por qué la has abreviado por tu sola voluntad? El que debía sacarte de la tierra, ¿no es acaso el mismo que te puso en ella? La razón, el instinto de la naturaleza, ¿no te estaban diciendo que el atentar contra tu vida era un acto contrario a la ley que se te había impuesto?" ¿Quién te autoriza para ir al otro mundo a buscar otro destino? ¿No sería justo, justísimo, que en vez de felicidad encontrases la desdicha? He aquí, pues, cómo el suicidio, siempre inexcusable, no puede ni siquiera comprenderse sino como una temeridad insensata en quien abrigue duda sobre si hay algo después de la muerte; y así, es muy natural lo que enseña la experiencia, de que se encuentran tan pocos suicidas cuando se conservan las ideas religiosas. Este es un buen barómetro para juzgar de la religiosidad de los pueblos: si son muchos los que atentan contra su vida, señal es que se han enflaquecido las creencias sobre la inmortalidad del alma.


SECCIÓN VI - La mutilación y otros daños

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135. Así como el deber de conservar la vida implica la prohibición del suicidio, el de conservar la salud incluye la prohibición de mutilarse, de disminuir en cualquier sentido la integridad del cuerpo, o de causarse enfermedades.

136. No se quiere decir con esto que el hombre por motivos superiores no pueda mortificarse a sí propio; pues que la sujeción del cuerpo al espíritu, y el servicio que le debe, exige que, cuando para la perfección del espíritu se haya de sacrificar el bienestar del cuerpo, no se repare en el sacrificio. Esto puede acontecer por vía de preservativo o de expiación: de preservativo, sí, por ejemplo, absteniéndose de ciertos alimentos o de otros recreos lícitos, se logra que el espíritu conserve la paz y la buena moral; de expiación, porque nada más racional, y así lo confirman las costumbres del linaje humano, que el ofrecer a Dios, en expiación de las faltas, la mortificación voluntaria de quien las ha cometido. Pero de nada de esto puede llegar ni a mutilaciones, ni a detrimentos graves en la salud; a todo debe presidir la prudencia, que es la guía, el complemento y el esmalte de las otraza virtudes.


SECCIÓN VII - Resumen

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137. Resumiendo los deberes del hombre para consigo, diremos que debe amar a Dios, y amarse a sí mismo; que debe la verdad a su entendimiento y el bien a su voluntad; que debe a todas sus facultades la correspondiente armonía, para que no sirvan como esclavas las que deben mandar como señoras; que el uso de las sensibles, en cuanto se refieren a informarle de los objetos, debe ser cual conviene para que no le induzcan a error; y en sus relaciones con el cuerpo deben emplearse del modo conducente para la conservación de la vida y de la salud; que, por consiguiente, no puede en ningún caso atentar contra su propia existencia; que aun los daños que se cause, nunca pueden llegar hasta el punto de producir enfermedades graves, y deben tener siempre un fin conforme a la razón; en una palabra, el precepto fundamental del amor de sí mismo debe practicarlo con el desarrollo de sus facultades en un sentido de perfección, y con arreglo al fin a que Dios le ha destinado.

138. No hablo por separado de los deberes de la voluntad, porque todos le pertenecen: siendo la voluntad una condición necesaria para la moralidad, nada es bueno ni malo, si no es voluntario.