​Égloga​ de Vicente Wenceslao Querol

Ella, la que acompaña
siempre mi soledad, subió conmigo
una tarde de abril a la montaña,
y, junto al bosque amigo
de los antiguos robles corpulentos,
entrambos sin testigo,
con débiles acentos,
dimos nuestros coloquios a los vientos.

YO
¡Cómo al cálido beso
del sol, la tierra toda estremecida
palpita y siente el corazón opreso
con el afán de renaciente vida!
Mira, de la congoja
del aterido invierno
despierta el valle, que al placer convida,
y cada soplo de aire en cada hoja
deja un suspiro tierno.

ELLA
Ese soplo que engendra
las llores en las ramas del manzano
y entre las hojas la temprana almendra,
también, hasta el humano
pecho, llevando su fecundo arrullo
con sus revueltos giros,
abre en el corazón ese capullo
cuyo perfume son nuestros suspiros.

YO
Mira cómo del hondo
barranco sale hacia el risueño valle
el río, y copia en su tranquilo fondo
de álamos negros la extendida calle.
Mira cómo se pierde
su sesgo curso entre la alfombra verde
del fresco prado, y salta
su caudal cristalino
para vencer el alta
presa de aquel molino,
y luego ensancha el curso y se dilata
brillando al sol como raudal de plata,
hasta perderse al fin del horizonte
doblando el pie del contrapuesto monte.

ELLA
¿Quién sabe, más allá, si entre las quiebras
¡ay!, alejado de su humilde cuna,
irá rompiendo sus delgadas hebras,
o en fétida laguna
sus muertas aguas la temida peste
pálida engendrarán?... De su fortuna
no ansíes tú el rumbo, no. Dicha celeste
para ti guarda el pobre
hogar donde naciste y donde a solas
tu alma será como la oculta fuente,
más fecunda en su lánguida corriente
que el turbio mar con sus inmensas olas.

YO
Mira cómo verdea
del nuevo trigo la cosecha opima
desde las blancas casas de la aldea
hasta del monte en la redonda cima.
Mira el ala del viento
cómo los tallos al pasar orea
con blando movimiento,
y huye después, como atrevido amante,
que, en perdonable exceso,
de su amada en el labio palpitante
logró imprimir el disputado beso.

ELLA
En el surco el labriego escondió el grano,
como oculta el avaro su tesoro:
pronto vendrán los fuegos del verano
y brotarán doquiera espigas de oro.
En tu ánima sencilla
guarda bien la semilla
de mis palabras dulces y serenas
del mundo infiel contra los torpes daños;
y, como a fruto de tus largas penas,
verás cuál nace en ti, al correr los años,
el pan bendito de las almas buenas.

YO
Mira con raudo vuelo
cómo las pasajeras golondrinas
surcan de nuevo nuestro alegre cielo,
y buscan, escondidos
en las viejas encinas
o en la alta torre, los antiguos nidos.

ELLA
Cuando el pálido invierno
cubra con manto blanco esas laderas,
huirán del nido tierno
las negras golondrinas pasajeras;
y sólo el pardo gorrión, que enoja
con su trinar sencillo,
será fiel a los árboles sin hoja
y al nido de las torres del castillo.
Quien busca el tibio sol de tu fortuna
si el duelo viene, te abandona y marcha,
como la golondrina huye su cuna
cuando llega la escarcha.

Ya del vago crepúsculo los tules
iban cubriendo la región serena;
las abejas dejaban las azules
flores por la colmena;
la yunta de los bueyes
arrastraba el arado en los senderos;
las baladoras greyes
llamaban a los tímidos corderos,
lentas marchando hacia el cercano aprisco;
centelleaba la hoguera
del leñador, en empinado risco;
iba inundando la ondulada alfombra
de la verde pradera
de las montañas la creciente sombra;
sonaba la campana
de la ermita vecina,
a par que la lejana
canción de la afanada campesina,
cuando, buscando del hogar que humea
el pobre techo amigo,
de la montaña, entrambos sin testigo,
mi musa y yo, bajamos a la aldea.