I


 Es el Carlismo la restauración de su antigua monarquía que hizo de España la nación más grande y gloriosa del mundo.

 No es el Carlismo, como muchos erróneamente creen, el mero retorno incondicional y absoluto al tiempo pasado; sino la restauración del antiguo régimen purificado de las imperfecciones inherentes a tiempos que fueron, curado de los vicios en él introducidos por posibles errores del tiempo, completado o perfeccionado con lo bueno y útil de los tiempos presentes reconocido como tal en la piedra de toque de la experiencia. Porque no es la forma, precisamente, sino el espíritu, el fondo de la tradición lo que ha de restaurarse, concordándolo con las necesidades del tiempo presente; y el fondo, el espíritu de la tradición en punto a la representación en Cortes, es la representación corporativa, no individualista, como practica el régimen parlamentario.

 Restablecido, pues, ese principio tradicional, nuestras Cortes serían la representación de las clases, de los gremios y corporaciones; y con esto y con el mandato imperativo; y con dar expansión y vida en toda España al principio foral; y con afirmar la subordinación de poder político a la autoridad de la Iglesia en lo que se relacione con la Religión y la moral en orden al último fin del hombre, tendríamos un gobierno tradicional castizo, español, cristiano y veramente democrático, tal como el sano juicio apetece, aleccionado por la experiencia de siglo y medio de desgracias y desventuras.

 Esto es lo que el Carlismo ha declarado por boca de sus oradores y pensadores, rechazando los atisbos absolutistas de los tiempos de Carlos III, Carlos IV y Fernando VII, que en lo que tuvieron de absolutos debióse al liberalismo, que tiene su progenitor en el regalismo, una de tantas formas del cesarismo, que los carlistas rechazamos como anticristiano y antiespañol.

 Y así el Carlismo cumple la ley del progreso, que no es tal si no va del brazo de la tradición. Y si todo movimiento de restauración de lo antiguo, perfeccionándolo, se considera y enaltece como un progreso y un renacimiento del buen gusto ¿por qué habrá de llamarse retroceso la restauración de una antigua Monarquía, depurada de los defectos que en ella pusieran la dureza de los tiempos y los errores de los hombres, y completada con todo lo que la ciencia y la experiencia han mostrado como útil en los presentes tiempos?

II


 El verdadero retroceso estuvo, y está todavía, en la implantación en las naciones cristianas del régimen liberal, cuyo fracaso reconocen y confiesan ya los más eminentes estadistas y lo atestigua el estado de ruina moral y material de las naciones que lo aceptaron, las cuales vuelven sus ojos a las antiguas y tradicionales instituciones que las hicieron prósperas y progresivas.

 Testimonios de fuera de España podríamos aducirlos a docenas; los aduciremos de la misma España, para que muchos los recuerden. Silvela, en 1897, pregonaba en un discurso pronunciado en el teatro Apolo de Valencia, «la necesidad de un cambio radical de principios y procedimientos», después de haber censurado como suprema torpeza de los gobiernos liberales en no haber atendido en su política el carácter espiritualista del pueblo español, «el cual —decía el Sr. Silvela— si sufre resignado y en silencio la pérdida de sus intereses materiales, levanta cien mil hombres en armas en cuanto ve atacadas sus creencias religiosas.»

 Lo que posteriormente dijo este ilustre político, y el general Polavieja, ambos aspirantes a ser los regeneradores de la Patria, no hay para qué decirlo aquí, porque son muchos los españoles que lo recuerdan. Y con ellos Cánovas del Castillo, confesando que el Carlismo era «la representación genuina del pueblo español, en quien se mantiene viva la fe en la Antigua Monarquía, augusta encarnación de la nacionalidad española en un pasado lleno de honor y de grandeza...»

 El Carlismo es, pues, la tradición española viviente, y «la tradición es la misma Patria.» Así lo reconocía y proclamaba, en un rasgo de sinceridad, el Sr. Sagasta, en las siguientes palabras con que contestó al Sr. Salmerón en el Congreso de los Diputados el día 3 de mayo del año 1898: «...¿Y qué es la Patria, señor Salmerón? La Patria es la tradición, es el lugar donde reposan los restos de nuestros padres, de nuestros hijos, de nuestros amigos, de nuestros héroes; nuestro hogar, todo lo que está representado por el Jefe del Estado...»

 Tenía razón, siquera por esta vez, el Sr. Sagasta. Porque la Patria no está solamente en el mapa, ni en su Constitución; está también y más principalmente en la historia. La Patria es mas que eso; la Patria es la familia, es el pueblo, es su región, es la sociedad nacional que tiene una misma historia y unas mismas tradiciones, unidos por los lazos de las mismas creencias y de los mismos sentimientos; y esto no limitado a las generaciones presentes, sino extendido a todas las que se han sucedido en el curso de los siglos, unificadas por un mismo espíritu...

 Por esto el liberalismo, que sacrificó nuestra unidad Católica a los sectarismos de la Masonería cosmopolita; el liberalismo, que bastardeó nuestra institución monárquica sustituyéndola por la parlamentaria; el liberalismo, que despojó a los pueblos de sus legítimas y tradicionales libertades para darles, en cambio, «las de perdición»; el liberalismo, que renegó de nuestras tradiciones artísticas, que remplazó nuestro teatro nacional por modelos extranjeros; el liberalismo, que sustituyó los reyes que gobernaban con los reyes que sólo reinaban y que rompió la unidad del pueblo español para dividirlo en partidos que subordinan el interés de la Patria al interés de bandería; el liberalismo que ha hecho todo esto, está convicto y confeso de enemigo de la Patria.

III


 Todos los partidos liberales, para quienes el patriotismo consistió en que se les dejara turnar en el poder, echan en cara al Carlismo haber promovido las guerras civiles y ensangrentado el suelo de la Patria.

 Los que por esto acusan al Carlismo de antipatriótico, debieran acusar también de antipatriotas a todos los héroes de la guerra de la Independencia, ya que las guerras carlistas no han sido sino continuación de aquella, según testimonio público y solemne de Cánovas del Castillo. Porque inicióse la primera contra la invasión francesa de primeros del siglo pasado, que fué doble invasión de armas y de ideas, contra la cual se levantó el pueblo español como un solo hombre, logrando nuestros abuelos arrojar del suelo patrio la invasión armada y dejándonos a nosotros sus sucesores el encargo de terminar su obra respecto a la invasión de las ideas, aceptadas entonces por los afrancesados y sostenidas luego por sus descendientes los liberales, que no vacilaron en pedir el apoyo extranjero de las naciones que formaron la «Cuádruple Alianza» para vencer al Carlismo e imponer a España el régimen que nos ha puesto en el deplorable estado actual. No fuera completa la obra, con solo haber derribado el trono de José Bonaparte fundado sobre la Constitución de Bayona, si después habíamos de sufrir sin protesta otras constituciones y otros poderes tan extranjeros como aquellos. ¿Era acaso menos extranjero don Amadeo de Saboya que Napoleón? ¿No eran las varias Constituciones que aquí se ensayaron glosas más o menos libres de la Constitución de Bayona? Y si fué patriótico combatir la obra de los afrancesados ¿había de ser antipatriótico combatir la misma obra continuada por el liberalismo y sus hombres?

 Patrióticas y muy patrióticas fueron las guerras, no provocadas pero sí sostenidas por la España tradicionalista contra el liberalismo desde el año 1834 hasta la Restauración, y a ellas se debe si todavía se mantuvo algo de lo que constituyó nuestra gloria y grandeza; pues si no se venció en ellas, consiguió entonces, por lo menos, detener la revolución en su marcha demoledora y la obligó a respetar lo que aún restaba de nuestras antiguas tradiciones.

 Para sustituir el derecho antiguo tradicional, se ha querido crear un derecho nuevo fundado en la fuerza, expresada por el número de sufragios o por el motín; pero la fuerza, si bien es una necesidad de gobierno, jamás ha sido ni será un principio.

 Hace más de cien años se viene ensayando el régimen fundado sobre ese derecho nuevo; en esos cien años ha tomado todas las formas, acomodos y posiciones a través de los cuales han venido sobre España todas las desgracias y horrores. ¿Qué hemos ganado en ello? Sabemos, sí, lo que hemos perdido. Hemos perdido la autoridad, que yace rota en la vida social y política; y al perder la autoridad, hemos también perdido la libertad, la verdadera libertad que es su compañera inseparable. Todo lo demás que hemos perdido está a la vista: España es un montón de ruinas: ruinas de nuestra fe religiosa y de nuestras costumbres; ruinas de nuestra hacienda, de nuestras colonias, de nuestra agricultura, de nuestra industria y de nuestro comercio; y lo que es peor todavía, ruinas de los caracteres y de los hombres...

 Este es el cuadro que nos ha ofrecido la España liberal.

 Es el Carlismo, todo lo contrario. ¡Que se abracen a él todos los españoles de buena voluntad!


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