¿Inocentes o culpables?/II
Dorotea, en su nuevo estado, se sintió avasallada por extrañas y desconocidas influencias.
Una causa fisiológica perturbaba en ella la trabazón lógica de sus anteriores gustos e inclinaciones.
Por demás conocida es la acción especial que ejerce el embarazo en el espíritu de la mujer, y cómo se observa en la mayoría de las aberraciones morales -resultado lógico del medio, combinado con el poder del organismo y el momento funcional por que este pasa-, la joven madre no se daba cuenta de esos cambios y creía en todo proceder con suma discreción.
Los frecuentes vómitos, los dolores al vientre, a las caderas, y la enojosa pesadez a la cabeza que la aquejaba, poníanla de un humor insoportable.
La mujer en este estado es una pobre enferma, tal vez una loca, que debe ser considerada en todo sentido.
Pero todos los hombres no son filósofos, y los que pueden reputarse como tales, dejan de serlo en su respectivo hogar.
En medio de sus dolores volvió muchas veces a arrepentirse de su matrimonio: ella, que había pensado que al casarse se abriría para su espíritu una era de felicidad y de dulces sensaciones, renovadas a cada paso por nuevas emociones de placer, se veía con el pelo despeinado, sepultando su cabeza en la almohada del lecho y con los ojos hinchados de llorar.
Aquello le parecía horrible: no era lo que había imaginado en las medias tintas de su candorosa imaginación.
Pensaba en su vida de soltera: ella, que había desesperado en el almacén, abrigaba ahora la íntima convicción de que allí le había sonreído la felicidad.
De pronto se creía tan desgraciada que la siniestra idea del suicidio iba a afiebrar su alba y pequeña frente.
La idea de matar al inocente ser que alimentaba en sus entrañas no le traía ningún pensamiento doloroso.
Estas anomalías eternas en las corrientes del pensamiento y que forman en sus remansos lo que llamamos conciencia, se observan en cada «documento humano» y confunden al analista que no acierta en tanto caos a determinar un «punto matemático» para la moral, aunque encuentre como causas, estados morbosos, impulsiones fatales del organismo, dolorosos efectos de la educación recibida o productos de las preocupaciones reinantes, que en todo caso, y ante cualquier juez serían por lo menos causas poderosas para atenuar el peso abrumador de esa mole de la conciencia que designamos bajo la palabra «responsabilidad».
¿Cuántas mujeres hay que por temor de verse deshonradas en la opinión de sus parientes y conocidos provocan un aborto, y luego no sienten remordimientos en toda su existencia?
¿Aguijonea entonces la conciencia en ciertos individuos solamente por el temor de ser descubiertos en un crimen o cuando este es conocido? ¿Es el hecho en sí o su publicidad, la causa de que despierten los remordimientos?...
Abandonemos esta cuestión que vaga como una nebulosa en el piélago casi insondable del universo moral, y volvamos a Dorotea.
En sus momentos de acerba irritación se habría dado la muerte si la causa más sutil hubiera venido a avivar su contrariedad, porque su pensamiento estaba preparado a la extrema resolución de la muerte.
El eco de las fiestas, que en tibias ráfagas penetrara antes al almacén, irritando su sed de cosas desconocidas, los recuerdos de las novelas que había leído, se le presentaban ahora a la imaginación, la torturaban y la hacían entrar en pleno delirio.
¿Por qué la vio Dagiore? se preguntaba. Hubiera deseado ser robada por un joven bello y valiente. Ella sería feliz, así.
Luego pensaba en un domingo que había ido a misa. Recordaba haber visto a una hermana de la caridad y que ella deseó ingresar en esa hermandad.
Su espíritu se concentraba entonces en dulces arrobamientos religiosos. Cuando se recogía a la noche, pedía a la Virgen María, no despertar en la tierra y que en su sueño la llevase entre los ángeles. Dulcísimos transportes la enajenaban en esos momentos; todas las sensualidades de la religión católica hacían arder sus deseos inflamando su sangre joven: veía esplendorosos los alcázares del cielo, altares en que chispeaba el oro y las pedrerías, a Dios sentado en un trono deslumbrador y a los ángeles que revoloteaban en torno suyo cantando alabanzas.
Cuando el sol de la mañana con su sonrisa de oro venía al través de los cristales de la puerta a besar sus cabellos en desorden, abría con sobresalto y sorpresa los ojos somnolientos.
La virgen no había querido oírla.
Miraba en torno, no bien convencida aún del sitio en que se hallaba. Su retina estaba dispuesta a ver la realidad de la copia de un cuadro de Murillo que siempre la deleitaba en la iglesia. Pero en vez de la virgen con el coro de treinta ángeles abarcaba los odiosos muebles de la habitación en el mismo lugar del día anterior. Esto la confirmaba por completo en su desengaño. Se desalentaba mucho y perdía toda su energía.
Este sentimentalismo enfermizo, concluía en verdaderas crisis nerviosas, que se deshacían luego en prolongados sollozos.
¡Ay! ella que creía despertar en luminosas esferas, abría los ojos en un cuarto que odiaba, sintiendo las sábanas húmedas del sudor de Dagiore.
Pero luego venía la reacción.
Pensaba en su hijo, y se enternecía.
Quiso ella sola hacerle el ajuar: pidió moldes, compró género de hilo y blondas y se puso al trabajo en medio de una dulce alegría.
Pronto llenó la cómoda de pañales, camisitas y graciosas gorras circundadas de encajes. A veces cuando trabajaba una nueva pieza, dejaba la aguja y se quedaba ensimismada. Si le hubieran preguntado lo que pensaba seguramente que no habría acertado a dar una respuesta satisfactoria.
Siempre su imaginación enfermiza soñando lo imposible y fatigando su pobre espíritu en deliquios ilusorios que sólo podrían realizarse en la fantasía de un cerebro afiebrado.
Hubo un tiempo en que se le antojó salir; fue una fiebre de pasear, de mostrarse, de verlo todo, que desbordaba en ella y la arrastraba maquinalmente fuera de las cuatro paredes de su cuarto.
Mientras duraron los transportes de la luna de miel Dagiore no le había negado nunca dinero.
Los primeros refunfuños ella los desvaneció con algunos besos, pero el fondero no sólo se había asustado de la suma que le costaban los vestidos de su esposa, sino que este lujo los separaba cada vez más.
Cuando estaba vestida no podía tocarla sin despertar una tempestad de rabia en su esposa que llegaba al delirio lo que veía arrugado su vestido al profanarlo Dagiore dándola un abrazo.
Una vez, en momentos que Dorotea iba a salir, la dio un beso a traición, que de otra manera no lo habría conseguido: el hocico húmedo del fondero extrajo de la mejilla derecha toda la velutina. Dorotea se indignó extremadamente, y en el esfuerzo que hizo para rechazarlo se descompuso el peinado.
Aquí creció la irritación: de un tirón se sacó la gorra y en la brusquedad de su enojo, dijo a su marido:
-¡Eres muy bruto: me tienes muy cansada con tus besos!
Fueron dichas estas palabras con tal desprecio, que Dagiore sintiéndose humillado olvidó toda la prudencia que le aconsejaba su lujuria; la dio un recio empujón y gritó con voz destemplada:
-¡Está bueno! Yo no puedo besar a mi mujer, pero yo te mando y tú no saldrás más de casa. Ya me figuro a qué has de salir; no he de ser zonzo yo; ¡haragana y pedazo de porquería!...
Dorotea prorrumpió en ahogados sollozos.
El torpe fondero había descubierto en sus palabras la avaricia y los tremendos celos que tumultuaban su alma pequeña.
Su esposa continuaba en el llanto con un hipo isócrono y su pecho agitado amenazaba desbordar del corsé que lo oprimía; estando ya predispuesta por su estado, los esfuerzos que había hecho determinaron fácilmente una descomposición del estómago.
Empezó con fuertes arcadas y continuó con un vómito espeso y sostenido.
En medio de sus angustias no olvidó su vestido; se lo alzaba como podía, y así recogido, lo amparaba sosteniéndolo entre sus piernas: ya era tiempo, porque las medias aparecieron salpicadas.
Entonces Dagiore, que podía con aquel espectáculo haberse calmado en sus rencorosos sentimientos, siguió alzando la voz con palabras torpes: de pronto y como cediendo a una ansia atroz de ofender y vengarse, exclamó:
-Yo podría tenerte asco, ya que eres tan puerca; podías no ser tan haragana y sacar la escupidera; mira cómo ha quedado el cuarto; sí, tú lo ensucias, pero no lo has de barrer.
Dorotea, entre tanto, estaba morada por los esfuerzos que había hecho y su frente aparecía empapada de sudor.
Se levantó a buscar la toalla para enjugarse la boca y luego se dirigió al lecho, donde se arrojó suspirando.
Dagiore, renegando aún, salió hacia el despacho de la fonda.
También él empezó a arrepentirse de su enlace.
Toda su ilusión se había desvanecido ante la práctica, como una ligera nube herida por un rayo de sol.
Él había soñado una mujer modesta, que alentase en su atmósfera y que lo ayudase en los trabajos de su negocio; algo, en fin, como una socia, pero se había encontrado con una señorita llena de aspiraciones y que tenía demasiadas alas para que pudiera desplegarlas sin enlodarse en el recinto de una fonda.
Al principio las maneras y la desenvoltura de su joven esposa lo habían halagado y su orgullo de reptil había encontrado, como el escuerzo, motivo para hincharse. Entonces había hecho un esfuerzo para llegar a ella. Desconcertado por los perfumes de su esposa, el color de las cintas de sus vestidos y el hechizo que veía surgir de toda su persona en los espejismos que creaban sus deseos, se había acercado a un sastre, y después de muchos recateos, se hizo confeccionar una levita. Había quedado ridículo con este verdadero disfraz: un domingo que la estrenó sus amigos rieron de él y su esposa con este fiasco que la humillaba se resistió a acompañarle a un paseo proyectado.
En los alcances limitados de su inteligencia sin cultivo, culpaba a todos de su desgracia. A los padres de Dorotea, porque le habían dado una mala educación, a los tenderos que ponían mil tentaciones en los escaparates, a las novelas que ponderaban el lujo de las mujeres...
No comprendía que esto era el acicate que ponen los pueblos nuevos en todos los corazones, sin que nadie especialmente lo enseñe: todos estimulan a todos; es una especio de contagio, una rabia de celebridad que vaga en la atmósfera irritando todos los orgullos.
Como es natural, a un pueblo de ayer le faltan antecedentes y en este tumulto típicamente plebeyo todos se afanan por crearlos para distinguirse.
No estando bien asentadas las bases sociales y habiendo la necesidad, y la posesión, por decirlo así, discernido la riqueza y los puestos a personas que no los merecían, las generaciones siguientes, batallando con más regularidad y con más elementos de instrucción, hacen esfuerzos por desalojar a los primeros ocupantes. Agréguese a esto todas esas vicisitudes de un país en formación, la alza en los precios de las tierras, los empleos públicos altamente rentados, la triplicación de las fortunas por mil motivos complejos, los golpes de azar en las loterías y en las herencias imprevistas. Todo esto aviva la fiebre por el lujo y la ostentación, porque nadie quiero ser menos que otro, sobre todo, cuando la desigualdad la origina una caricia de la suerte y el camarada de ayer en la pobreza es hoy el que salpica al transeúnte con el lodo que arrojan, al girar veloces, las ruedas de su carruaje.
El cerebro atrofiado de Dagiore no alcanzaba a darse cuenta de este estado social que a él mismo lo envolvía haciéndolo comprar levita y soñar con inmensos caudales que le permitieran comprar castillos en su pueblo o en tierras donde nadie conociera el origen de su fortuna.
Estas escenas, con sus naturales variantes, se repitieron con bastante frecuencia.
Pero los ávidos ardores que sentía Dagiore al verla, no podían contenerlo de solicitar las paces, a lo que accedía Dorotea siempre que necesitaba dinero.
Así, con estos disgustos que le producía la escala social en que estaba colocada, con sus sueños quiméricos para el porvenir y el alejamiento de la intimidad con Dagiore, cada vez más pronunciado, trascurrieron los días, monótonos e iguales, hasta llegar la época próxima al desembarazo.
Una partera, cuyo domicilio estaba cercano, había sido llamada para que la examinara y le diese algunas instrucciones.
Esta había dicho que libraría antes de quince días y prometiendo volver, pidió que la llamaran a cualquier hora en caso que ocurriera alguna novedad.
La partera no anduvo atinada en su pronóstico, pues cuando dijo que libraría a los quince días era un miércoles y al siguiente domingo, a eso de las cuatro de la tarde, Dorotea se encontró mal. Cierta fatiga, punzadas en el bajo vientre y un gran dolor de cabeza, proveniente de la fiebre natural de su estado y del temor que la embargaba, desde días antes, siempre que pensaba en el rudo momento porque iba a pasar.
Mandó llamar a su madre. Cuando esta llegó ya el vientre lo tenía muy bajo.
Hubo una especie de revolución en la fonda.
Dorotea empezó a quejarse.
Su madre le prodigó palabras de consuelo, diciéndole que se mostrara fuerte en este trance, que pronto pasaría, y entonces tendría la dicha de acariciar a su hijo.
En este momento penetró Dagiore al cuarto precedido de la partera.
Saludó a Dª Margarita, se quitó el tapado, y con palabras de una insinuación vulgar se acercó la comadrona al lecho de la enferma. Después de tomarle el pulso, entró su mano, que empapó en aceite, por debajo de las cobijas.
Los gritos de Dorotea se hicieron más recios.
-No es nada, tenga valor -la dijo la partera.
Dª Margarita la interrogó entonces con una mirada.
-Es parto -contestó la comadrona, pero va a ir despacio. Es preciso que se levante y se pasee un poco.
La madre le puso los botines a Dorotea y cuando estuvo en pie la partera empezó a sobarle las caderas.
La pobre joven andaba de un lado a otro como una loba herida. No encontraba sitio que le acomodase. Se sentaba en una silla y un vivo dolor la hacía levantar, iba a otra y así seguía en una inquietud creciente. Se agarraba de vez en cuando la cabeza, se estrujaba las ropas del vestido y entre suspiros repetía a cada instante:
-¡No puedo más, no puedo más, Dios mío!
A eso de las siete de la noche se le rompió la fuente de las aguas: la mitad del cuarto se ensució y desde este momento ya siguió expulsando sangre y cierta materia viscosa.
Las contracciones empezaron y la partera la hizo acostar.
Maniobró por espacio de una hora, hasta que al cabo de este tiempo llamó aparte a Dª Margarita, que este era el nombre de la madre de Dorotea, y le dijo que el parto se presentaba muy difícil y que mandara llamar a un médico, porque ella no quería cargar con la responsabilidad si algo sucedía.
Se formó en el patio un conciliábulo de familia y Dagiore salió en busca de un médico que conocía Dª Margarita, especialista en partos.
Media hora larga tardó en volver, pero felizmente, acompañado del facultativo.
Eran las nueve de la noche. Dorotea sufría dolores atroces: ya no gritaba; eran aullidos los que lanzaba. El trabajo de expulsión había empezado pero con mucha lentitud.
El médico examinó a la parturienta. Aunque encontró el caso bastante grave, no lo demostró en aquel momento. Pidió papel. Escribió algunas recetas y sacando aparte a Dagiore y a Dª Margarita, les dijo que el parto se presentaba muy laborioso, que necesitaba un colega y que ellos podrían mandarlo buscar.
Dª Margarita, que había visto lo que su yerno se había tardado procurando al primero y en la previsión de ganar tiempo rogó al Dr. que designara él al que debía de acompañarle.
Escribió este unas líneas para un compañero de profesión y Dagiore volvió a salir.
Mandó a su casa con un mozo de la fonda a buscar unos instrumentos y una vecina comedida fue con las recetas a la Botica.
A las diez menos cuarto, cuando entró el nuevo médico, Dorotea estaba encloroformada1 y su compañero arreglaba los fierros del fórceps.
Reconocieron a la enferma y empezaron a maniobrar. Al sentir Dorotea el aparato despertó.
Sus aullidos volvieron a escucharse más lastimeros que antes.
Todos estaban consternados.
Dª Margarita tenía los ojos morados y Dagiore había ido varias veces al mostrador a tomar unos tragos para cobrar coraje.
Hubo un momento crítico para los médicos y quisieron tentar un nuevo esfuerzo antes de pensar en precipitarse y ver si lograban sacar viva la criatura.
Quisieron poner a la enferma en una nueva postura y pidieron una mesa.
Dagiore trajo una pequeña de la fonda.
Los médicos la pusieron cerca de la cama y colocaron en ella una pierna de Dorotea.
Antes de volver a poner el fórceps, tentaron una audaz manipulación para ver si lograban precipitar el parto. La enferma dio unos gritos tan tremendos que Dª Margarita se precipitó al brazo del médico y le dijo con un tono indefinible:
-¡Doctor, doctor!
La enferma, con los labios secos y la garganta enronquecida, gritaba en períodos entrecortados.
-¡Mi Dios, doctor, saque... saque... me mata... no puedo más! ¡Ay! ¡Virgen María! -y su cabeza, levantada por un esfuerzo desesperado, volvió a caer pesadamente en la almohada.
Nuevamente colocaron el fórceps y ya esta vez las cosas anduvieron perfectamente. La enferma gritaba, pero los médicos seguían la operación con entera confianza, porque veían que tocaba a su término.
A la una menos cuarto Dorotea era madre de una robusta criatura.
Los médicos le arreglaron el ombligo, lo fajaron y uno de ellos le comunicó a la joven madre que el recién nacido era varón.
Dorotea, en medio de su postración, pidió que se lo mostraran.
La abuela se lo llevó. El niño era muy rosado. La enferma le dio un beso en la carita y lo miró con curiosidad y ternura.
Esa noche la puerta de la fonda permaneció abierta. Dª Margarita, D. Juan su esposo, que había venido después de cerrar el almacén, y Dagiore rodeaban el lecho de la enferma.
A las dos de la mañana, habiéndose dormido Dorotea, la abuela colocó al nene en una cunita de mimbre que desde días antes esperaba a su dueño.
Dª Margarita, con su sentido práctico de madre de familia, insinuó a su esposo que se retirara a dormir, porque allí ya no hacía falta y que en caso llegase a necesitarlo lo mandaría llamar.
D. Juan se retiró, acompañándole su yerno hasta la puerta.
La calle estaba solitaria. Un silencio glacial dominaba en ella. Los vapores de la noche habían humedecido las veredas. Se estrecharon la mano y Dagiore volvió a entrar, entornando la puerta.
Dª Margarita le aconsejó se acostara siquiera para descansar un poco, pero el fondero se resistió yendo a sentarse en una silla. De pronto el sueño lo vencía y al inclinarse maquinalmente en la laxitud del sopor daba una cabezada que lo impelía a abrir los ojos con sobresalto.
-No sea terco -le decía su suegra-, debía Vd. recostarse un poco.
Entonces Dagiore, para vencer su sueño, se dirigía a la puerta de calle.
Una vislumbre blanquecina empezaba a empalidecer la luz del gas. Eran los primeros albores del nuevo día. Sonó el pito del vigilante en la esquina y poco después, los pasos de este que anunciaban su proximidad.
El guardián había ya visto abierta la puerta de la fonda y sabía el motivo de tanto movimiento. Era además bastante conocido del fondero, el cual siempre lo convidaba con la copa para estar bien con la autoridad.
Pronto estuvieron reunidos y conversaron de Dorotea.
Poco a poco empezaron a oírse nuevos ruidos, ya los gallos cantaban en toda la vecindad. Hacia el lado del Mercado se veían muchas luces y un sordo rumor que anunciaba gran movimiento.
Allí la proximidad del día los esperaba. Los carniceros aserraban las reses y los puesteros se daban prisa por descargar las últimas carretas atestadas de frutas y legumbres. Todos se afanaban por dejar arreglado su respectivo departamento, y ya muchos, después de haber repasado el mármol del mostrador, se colocaban un blanco y limpio delantal.
Pronto quedó el Mercado arreglado para la venta. El alimento que había de saciar el hambre de una parte de la gran ciudad emanaba un olor acre cuyo tibio hálito saturaba la atmósfera de un modo especial.
Los ruidos se hacían cada vez más perceptibles en los alrededores.
En la fonda estaba ya todo arreglado y barrido.
Nada anunciaba el drama de la noche que pasaba, a no ser la cara desencajada de su propietario que todavía estaba en la puerta.
De cuando en cuando pasaban grupos de jóvenes calaveras que se retiraban a hacer del día noche. Salían sin duda de una cena bulliciosa o del fango de alguna orgía. Todos esos búhos de la noche se deslizaban con paso ligero entre la penumbra temiendo ser sorprendidos por la claridad del día. Tahures, ladrones de profesión, toda la mala yerba que protegen las tinieblas, se apresuraban a esconder sus bultos.
Los trabajadores ya se dirigían a sus obras; los changadores corrían al Mercado, unos con el cordel en la mano y la bolsa vacía terciada al hombro, y otros provistos de un gran canasto. Los vehículos rodaban con estrépito por las piedras de la calle, especialmente las jardineras que usan los expendedores de pan. A ratos, la silueta del lechero con su rostro plácido y su traje pintoresco, animaba el cuadro, pasando al trote inglés de su caballo. Los diferentes negocios abrían las puertas para esperar los compradores. Varias mucamas se dirigían con su cesta al Mercado y no faltaban a esa temprana hora labios que les modularan atrevidos galanteos. El comercio ambulante anunciaba sus efectos con gritos incomprensibles, y en medio de esta verdadera Babel, sobresalía la voz chillona de los vendedores de diarios.
La gran ciudad despertaba con sus clamoreos peculiares, aprestándose, una vez más, a la diaria lucha por la existencia.
Las aceras se llenaban por momentos...
Todos estos murmullos del exterior penetraban en ráfagas apagadas al dormitorio de Dorotea.
El niño despertó llorando.
En su inconsciencia nada sabía del medio en que se iba a desarrollar su vida; pero esa atmósfera, a la cual estaba completamente ajeno, empezaba a incomodarlo y a tender la red de acero de su influencia para dirigirlo maniatado en el tumulto de la vorágine social.
Todo estaba preestablecido. Todo lo habían ordenado voluntades y cerebros anteriores. Su bulto informe, sumergido en las ropas de la cuna, podía compararse con un vagón de carga, construido para repuesto en una vieja línea férrea, porque como el vagón, su camino estaba fatalmente trazado. Vagaban en el ambiente las preocupaciones que habían de nutrir su espíritu: los libros estaban escritos y designados, hasta su misma planta tendría que vagar forzosamente por la ruta que formaron las hormigas de anteriores generaciones. Está a merced de las influencias exteriores y de las necesidades que fatales desbordan del organismo. Víctima de la casualidad o de la conjunción de dos sustancias desconocidas en su esencia, pobre prisionero de la vida, cautivo del momento histórico, no ha escogido el tiempo de su venida al mundo, su idioma ni su nacionalidad. La lógica de la herencia, casualidad para él, le ha dado sexo, color y temperamento.
¿Es esta una voluntad libre que se inicia?
Así lo afirman los espiritualistas.
¿Es por el contrario un autómata que hará diversas muecas según la influencia que lo hiera?
Esto aseguran los materialistas.
Sigámosle, entre tanto, en la evolución de su vida y sus propios actos se encargarán de dar respuesta a esas preguntas formidables.