¿Dónde está mi cabeza? (1892)
de Benito Pérez Galdós
Capítulo II

II

Largo rato estuve inmóvil, divagando en penosas imaginaciones. Mi mente, después de juguetear con todas las ideas posibles, empezó a fijarse en las causas de mi decapitación. ¿Había sido degollado durante la noche por mano de verdugo? Mis nervios no guardaban reminiscencia del cortante filo de la cuchilla. Busqué en ellos algún rastro de escalofrío tremendo y fugaz, y no lo encontré. Sin duda mi cabeza había sido separada del tronco por medio de una preparación anatómica desconocida, y el caso era de robo más que de asesinato; una sustracción alevosa, consumada por manos hábiles, que me sorprendieron indefenso, solo y profundamente dormido.

En mi pena y turbación, centellas de esperanza iluminaban a ratos mi ser.. Instintivamente me incorporé en el lecho; miré a todos lados, creyendo encontrar sobre la mesa de noche, en alguna silla, en el suelo, lo que en rigor de verdad anatómica debía estar sobre mis hombros, y nada... no la vi. Hasta me aventuré a mirar debajo de la cama... y tampoco. Confusión igual no tuve en mi vida, ni creo que hombre alguno en semejante perplejidad se haya visto nunca. El asombro era en mí tan grande como el terror.

No sé cuánto tiempo pasé en aquella turbación muda y ansiosa. Por fin, se me impuso la necesidad de llamar, de reunir en torno mío los cuidados domésticos, la amistad, la ciencia. Lo deseaba y lo temía, y el pensar en la estupefacción de mi criado cuando me viese, aumentaba extraordinariamente mi ansiedad.

Pero no había más remedio: llamé... Contra lo que yo esperaba, mi ayuda de cámara no se asombró tanto como yo creía. Nos miramos un rato en silencio.

-Ya ves, Pepe -le dije, procurando que el tono de mi voz atenuase la gravedad de lo que decía-; ya lo ves, no tengo cabeza.

El pobre viejo me miró con lástima silenciosa; me miró mucho, como expresando lo irremediable de mi tribulación.

Cuando se apartó de mi, llamado por sus quehaceres, me sentí tan solo, tan abandonado, que le volví a llamar en tono quejumbroso y aun huraño, diciéndole con cierta acritud:

-Ya podréis ver si está en alguna parte, en el gabinete, en la sala, en la biblioteca... No se os ocurre nada.

A poco volvió José, y con su afligida cara y su gesto de inmenso desaliento, sin emplear palabra alguna, díjome que mi cabeza no parecía.