¿Alucinación o telepatía?
¿Alucinación ó Telepatia?
—No te vayas, amigo mío, te lo ruego, no me abandones... Me faltan las fuerzas... La fiebre me consume, esta fiebre lenta, lenta, tenaz, que hace ya seis años se ha apoderado de mi sangre y hoy reseca mis labios y hace arder mi piel...
Voy á servirte una taza de café... mira cómo humea; en otro tiempo, excitaba dulcemente mis nervios y despejaba mi cerebro; hoy me agita, me pone convulso... yo creo que el leve vapor que exhala la taza se agranda... se agranda, se vuelve gigantesco y llena la habitación de una niebla cenizosa que forma extrafias figuras junto á la techumbre...
¡Qué cosas creo ver en esa niebla! Las nubes cambian de formas... Unas veces me fingen contornos de hadas, ángeles y sílfides... otras parecen seres extraños y caprichosos, genios, dragones..., monstruos... y todo pasa, gira, torna y desaparece...
¿Tú no lo ves? Cuando estoy solo, esos vapores se condensan, se cristalizan, se solidifican y aparece ella... ¡Ella! con sus grandes ojazos verdes tan tristes y tan profundos, su tez morena, su cuerpo delicado... y su boca..., su boca semejante á una cereza madura... Percibo su perfume, llega á mi el vaho de su aliento...
Llevo seis años de sufrir..., seis años de martirio, la ciencia no conoce mi mal, y yo... me siento morir...
Voy á evocar mis recuerdos, voy á retrotraerme hasta el comienzo de mi desventura para que me puedas comprender.
Tenía yo entonces veintidós años, huérfano y rico, se apoderó de mí el vértigo; mis caprichos se multiplicaban y mi existencia corría feliz en medio de los placeres.
Era una existencia inútil, estéril.
Si tenemos derecho á la vida, es porque tenemos el deber de contribuir á la gran obra que la humanidad realiza con su perfeccionamiento.
Se nos da cerebro, corazón, sentimiento... para emplearlo en el bien de la humanidad, para producir, para ayudar a su progreso, y lo gastamos egoístamente, lo destruímos en nuestros placeres, sin pensar que cometemos un verdadadero robo.
¡Y qué amargura, qué pena es llegar joven al término de una vida que se ha derrochado en mutilidades! tender la mirada al pasado y ver claramente que tocamos al fin sin haber dejado pada en pos nuestro, ir á caer en la nada sin haber vivido...
Si, sí, amigo mío, hasta las substancias orgánicas que nos dió la Naturaleza las dejamos destruídas... Nuestros cuerpos agotados, consumidos por el vicio, no servirán siquiera, en la eterna transformación de la materia para dar vida al más insignificante vegetal... Podrán servir, á lo sumo, para adherirse á los principios venenosos de un mineral y hacerlo más mortífero y activo...
Lo único que me consuela es que tampoco he hecho daño, nunca me acerqué más que á mujeres fáciles... y te aseguro que me daba por contento... Le tenía miedo á las virtudes... un hogar... hijos, familia... Una mujer con derecho á ser la única amada; una piara de chiquillos de quien cuidar... nunca concebí que esa fuese la misión del hombre.
Una noche me retiraba á mi casa cerca de las dos de la madrugada, cuando al volver la esquina tropecé con un obstáculo, y una escena repugnante hirió mi vista. Un hombre de aspecto brutal golpeaba bárba—t ramente á una joven, casi niña, que se estrechaba temblando contra él, con ese miedo propio de los irracionales que se consideran por instinto sometidos al amo. ¿No has vi to temblar asi á los perros al ser castigados?
Yo me he preocupado siempre poco de lo que hacen los demás; pero esa noche, no sé qué cosa extraña agitó mi corazón en presencia de aquel sufrimiento pasivo, y sin conciencia de lo que hacía, enarbolé el bastón, y dí tan fuerte golpe al hombre, que le hice rodar por tierra sin sentido.
La joven no se movía. Me asaltó el temor de que estuviese muerta y me apresuré á examinarla. Tenía los ojos desmesuradamente abiertos. Yo no vi de ella más que los ojos; me deslumbraron. Eran unos ojos verdes grandes, tan transparentes que se creía ver jugar al través de ellos los pensamientos en el fondo del cerebro.
Yo no vi más que aquellos ojos, me pareció conocerlos, y sin darme cuenta de lo que hacía, la levanté, la cogí en mis brazos y la conduje á esta casa. ¿Cómo haré para describirtela?
Era de pequeña estatura, con el cuerpo de niña, delgadita y algo angulosa; el talle un poco deprimido, nariz respingada y facciones irregulares; el color moreno y la cabellera, abundante y negrísima, caía en revueltos y enmarañados mechones alrededor del rostro.
Su vestido desgarrado y sucio, empapado por la lluvia, se ceñía á su cuerpo y le daba el aspecto de una pordiosera, de una de esas desgraciadas que el vicio agosta antes de que se desarrollen, como la cizaña ahoga la semilla sana y hace brotar la planta desmedrada y sin savia.
¿No encuentras nada notable en el retrato? Lo notable, amigo mío eran sus ojos, que formando contraste con el color de sus sienes, parecían dos esmeraldas, verdes, grandes y tornasolados por los reflejos de la luz y las impresiones del cerebro... Aquellos ojos lanzaban destellos dulces y acariciadores como los rayos de la naciente aurora ó adquirían el verde obscuro, opaco, de las ondas del Océano; á veces se iluminaban con una intensidad extraña, indefinible, como el relámpago en noche tempestuosa, como la luz del alcohol en sus vacilantes llamas policromas, como la cárdena claridad del rayo que quema y no alumbra.
La boca era pequeña, carnosa, de labios tan rojos y húmedos, que parecían bañados en sangre.
Las manos y los pies eran chiquitos, infantiles.
Yo me senti subyugado; me pareció que la conocía, que era algo mio, perdido durante mucho tiempo, lo que volvía á encontrar.
Si las almas pasan de un planeta á otro, yo había amado á aquella niña en otro planeta y la reconocía.
Le pregunté su pasado... Era el de todas esas desdichadas que engendra el vicio, crecen entre el lodo y van á dar fatalmente en el crimen...
Aquí... temblando... al recordar aquellas escenas de miseria me lo contó todo, su infancia sin cariño, sus días sin pan..los malos tratos sufridos y... la juventud marchita.
Yo la oía con el pecho oprimido, miraba sus ojos obscurecidos y sufría, sufiía bárbaramente con sus dolores... y... sus... miserias.
—¿Y no has querido, no has querido á nadie—, le pregunté ansioso?
Abrió desmesuradamente les ojos; no me comprendía; para ella la palabra amor tenía bien distinto significado.
No quise insistir y escuché el término de su relato; el hombre que la golpeaba, la trató sólo dos dias y era malo, decía, todos pegan, pero no tanto.
¡Todos pegan! ¡Qué horror habíaen aquellas palabras dichas con tanta sencillez!
—No, le dije; no, pobre niña, todos no pegan; yo te cuidaré.
Me miró asustada:
—Serás de esos que no quieren que... que seamos así... ¿Sabes? Y añadió con terror: No me encierres te lo suplico, prefiero que me peguen, déjame marchar.
—No temas, yo te amo.
—¡Que me amas!—preguntó entre asombrada y picaresca.
—Sí, pobre criatura, te amo como tú no sabes que se ama; como yo no lo sabía tampoco.
—Ah, yo te amo á ti también—dijo con ingenuidad—, y ya sé lo que es amor... es quererte como si te conociera de toda la vida.
—Eso, eso—grité entusiasmado de verme comprendido, y añadi: —Yo necesito borrar tu pasado, educarte, hacer de ti una señorita, una mujer honrada.
—¿Una señorita, una mujer honrada?—repitió casi sin saber lo que decía—; y tú ¿me queriás entonces? Sí, enséñame qué debo hacer.
Desde aquel día yo me consagré á la educación de Eugenia; la miraba como si fuese mi hermana, ella absorbía mi vida; la empecé á enseñar como á un niño y sus progresos eran asombrosos.
Jamás he visto una inteligencia semejante. Cuatro añcs pasaron para mi en un éxtasis de felicidad. Eugenia no era ya la chicuela que recogí en el arroyo; sabía leer, tocaba el piano, y sus modales eran los de una señorita; parecía que recordaba una existencia anterior... Se había desarrollado, su talle era redondo, elegante, y sus manos de niña blancas y transparentes se sostenían en dos brazos morbidos, torneados... de color un poco pálido; vestía con distinción y sencillez. Su aspecto era tan angelical, que parecía envuelta en una aureola celeste.
Sólo sus ojos y su boca se conservaban incitantes como el deseo, y, sin embargo yo continuaba sin atreverme á tocarla con mis labios... le faltaba pureza... Y es preciso que lo confiese; mira, aquella era la habitación de Eugenia... La había hecho amueblar para ella, como un santuario... yo no pasaba sus dinteles... pero, á pesar de mi amor, seguía entregándome á la vida de disipación acostumbrada...
¡Ah! Es que en el fondo de los hombres civilizados ruge siempre el hombre de las cavernas... el salvaje... la bestia.
Ninguna mujer me parecía bella ni elegante; pero no me causaban la invencible repugnancia que me producía la que yo amaba.
Eugenia era para mí algo superior; algo sagrado, Yo no podía hacerla mi amante... y no podía hace la mi esposa.
No me repugnaba la impureza Consciente de aquellas mujeres que no me querian y odiaba las falta cometidas sin consciencia por 1 mujer que me consagró toda su vida.
Y es que lo que yo quería de Eugenia era el alma, el alma que ella conservaba tan pura como un armiño, pero que yo veía cubierta por una vestidura de impureza, cuando la necesitaba envuelta en pétalos de azahar y de azucenas.
La deseaba como una perla que no saliese jamás de su concha; como un copo de nieve que no llegará á tocar la tier a; como una flor cuyo perfume no esparciese la brisa; como una estrella que no viesen brillar los mortales... ¡La quería tan pura que temía que mi pensamiento la manchara al desearla!... y la veía caida en medio de la calle... envuelta en el fango... Tenme lástima amigo mio, compadéceme... Así deben sufrir los condenados... La adoraba y en algunos instantes sentía impulsos de matarla...
Eugenia notó mis frecuentes salidas... las noches enteras pasadas fuera de casa. Ella sufría, estaba pálida y sus ojos se iluminaban con resplandor siniestro.
—Emilio—me dijo un día—; hace cinco años que estoy á tu lado y puedo decir que cinco años que nací. Tú me has educado; tú has desplegado ante mis ojos las páginas de una vida que no conocía, tú eres 'para mí mi padre... madre... patria...
poesía... todo... todo. ¿Qué soy yo para ti?
—¡Tú! ¿Qué eres tú? Eres yo. Toda mi existencia.
—¿Pero cómo me amas?
—Como se puede amar al padre, á la madre, al hijo, al hermano, á la patria y á la poesía.
—¿Y no me amas como... como..un esposo?
Entonces la tomé de la mano y cometí la barbarie de contarle todo lo que pasaba dentro de mí.
Eugenia me escuchaba llorando; cuando terminé de hablar, se levantó y me dijo con voz ronca.
—Tú me has hecho una mujer educada, ya no soy la pobre muchacha que encontraste en la calle... Aquella era otra. Yo te conozco de hace mil años: he venido de otro país, de otro mundo, á buscarte, y necesito tu amor. Te crees que hay menos pureza en mi alma porque mi cuerpo esté manchado, que en esas jóvenes cubiertas de azahares que se casan con un hombre al que no ama?
—Eugenia—le dije estremecido—; yo también creo que te he amado en un mundo distinto de este... Allí podía amarte... Aquí has caído, pobre ángel, cuando venías en mi busca. Te he encontrado tarde y añadí con desesperación—: no basta la pureza del alma, es necesaria la del cuerpo.
Eugenia sonrió y me dijo:
—¿Crees que la muerte puede purificar?
—Sí, le repliqué sin considerar el alcance de mis palabras; sí, y podremos encontrarnos en otra nueva vida.
Amigo mío, lo que sigue es horrible... ¡verdaderamente horrible!
Mientras yo, predicando la pureza, me encenagaba en los vicios, Eugenia se suicidó...
Se suicidó con un martirio lento é inconcebible... Lo supe en su lecho de muerte; me lo dijo, cuando ya la vida la abandonaba...
Cuando yo salía de casa, Eugenia dejaba el abrigado lecho, rociaba agua en el mármol, abría el balcón, y desnudándose, con el cabello revuelto alrededor del cuello... el rostro pálido, sacudida por un temblor nervioso que hacía chocar sus dientes, se tendía sobre las losas..se retorcía sobre el duro pavimen to... con placer, con voluptuosidad... como si recibiera de la muerte las caricias que yo le negaba!
¡Aún sonreía al contármelo! Al fin, un día consiguió su objeto; la pulmonía se declaró o con carácter fulminante, y allí, en su lecho de muerte, conocí este secreto... su amor y su martirio.
Loco, desesperado, queriendo luchar contra la muerte, la oprimí en mis brazos; me parecía más pura que la tierra en el primer día de la creación...
Quise aproximar mis labios á los suyos y me detuvo con la mano.
—No, me dijo; nos reuniremos allá, en otro mundo...
—No me dejes, le supliqué.
—Ya es tarde, me voy, me llaman, mira, voy vestida de blanco y allá... allá... arriba me dan lirios, rosas y azahar...
El delirio comenzaba, Eugenia se moría... ¡Yo era su asesino!
Tuvo un momento de lucidez, me miró y dijo:
—¡Pobre, Emilio, perdóname que te abandone!... Dame un beso, uno sólo y volviendo al delirio contitinuó.—No me quitéis mi velo y mi corona, puedo besarlo, es mi esposo.
El delirio continuó toda la noche; al amanecer pareció mejorarse y me dijo:
—Emilio, bésame, pero si me be sas serás mi esposo y me interpondré entre tú y todas las mujeres, serás mío, mío solo, á despecho de la muerte...
Levanté su cabeza y uní con delirio mis labios á los suyos... me pa recía que le iba á devolver la vida con mi aliento.
Sus labios ardían, sus besos me quemaban... de pronto noté que estaban helados... ¡Había muerto!.. Había muerto sin estertor, sin agonía... ¡Agonizó en su primer beso de amor!
La vistieron de blanco, la cubrieron de azahares... y se la llevaron..se la llevaron... Pero está aquí... Cada vez que miro á una mujer, siento sus labios fríos que se posan en mis labios calenturientos... y tengo miedo... ¡miedo!
Todo está en su cuarto como ella lo dejó... Vive ahí y yo no la veo... Suenan al anochecer las teclas del piano... Están sus huellas en la cama... Viene á aspirar el perfume de las flores que le compro... y la bata azul y el peinador blanco conservan el calor de su cuerpo...
¿Por qué no se deja ver; por qué me besa con los labios fríos?...
Ocho días después, se hablaba de la muerte de Emilio.
—Estaba loco—dijeron algunos.
—¿Loco? ¿Visionario?—pense yo—. ¿No estaremos en presencia de un caso de telepatía? ¡Quién sabe los descubrimientos que la ciencia nos prepara en lo porvenir!