​«Raza ciega»​ de Alfredo Mario Ferreiro

Por Francisco Espínola (hijo). Prólogo de Pedro Leandro Ipuche. Montevideo, 1926.

      Aparece con este el primer libro de Francisco Espínola (hijo). Integran el volumen, —de 120 páginas—, nueve narraciones de sabor gaucho. El libro está impreso —esmeradamente impreso— por Peña Hnos; debemos advertirle al autor que es bueno poner un índice al fin y al principio de una obra. El índice favorece mucho al lector; le permite, sobre todo, repasar el pasaje favorito sin necesidad de andar buscándolo con perdedero de tiempo por las hojas del libro.
      Nueve relatos criollos, decíamos, rellenan el libro. Los nombraremos por su orden: «El hombre pálido», «Pedro Iglesias», «Yerra», «María del Carmen», «Cosas de la vida», «Visita de Duelo», «El angelito», «Todavía no» y «Lo inefable». Al comienzo del volumen hay una especie de alegría titulada «La firmeza», que parece señalar el deseo del autor de mostrarse como el elegido para decirnos algo nuevo.
      De reprochar algo, ya, de entrada, reprocharemos la carátula de «Raza Ciega». Nos parece feísima la portada. Feo el motivo del indio, o lo que sea, retorcido; grandote el clisé para el libro tan reducido de tamaño; mal combinados ese verde de las letras —chatas y anchas— con ese borra de vino del indio.
      Nada dice la carátula de este libro. Ni por un momento deja entrever la contextura del trabajo que oculta. Nosotros creemos que lo mejor que puede hacer un autor (después de un buen libro) es buscar una buena o una pasable cubierta para su obra.
      El libro debe halagar al público desde el escaparate de la librería. Es necesario, por otra parte, corregir con las buenas carátulas el mal gusto de las vidrieras. Espínola ha realizado un libro magnífico; y lo ha acobijado detrás de una portada insoportable.
      Menos mal que lo único malo es la tapa. Corre, corre por entre la prosa viva de los relatos, un ciclón de tragedias. La raza —(¿hay raza uruguaya, argentina, chilena, peruana? ¿hay raza americana, siquiera?)—; la raza, decíamos, se retuerce en un potro de tortura. Los asuntos se inician de la manera más natural. No cabe la menor duda de ello.
      Todos los comienzos del relato son en este libro cosas de nuestro campo. Más, cosas que todos hemos visto: dos hombres a caballo, fumando, van en procura de un rancho; un gaucho, en una tarde de lluvia, pide alojamiento; una comida de bodas se celebra en una estancia; en medio de una fiesta atroz se veló un angelito; llega un cortejo fúnebre a un miserable cementerio de lugar; saltó la agilidad de un tiro de lazo en una yerra. Repetimos que todas estas son cosas que están en la retina o en la memoria de todos los que vamos al campo. Enseguida de haber atraído la confianza del lector Espínola de un manijazo de imaginación y —¡zás!— ya estamos en plena fantasía artística.
      ¡Un momento! Que no se alarme nadie por esto de la fantasía artística. Espínola tiene el campo diluido en la sangre; debe perfumarle las arterias y acompasarle el corazón. Espínola, con su inmenso sentir de artista puro, siente intensamente las cosas del campo. Pero no las del Campo que tiene ante los ojos, sino las del que tiene metido en el espíritu, fundido en la sangre, trepado en el cerebro, enredado en los nervios, acallando al corazón. Espínola ve el comienzo de su relato en el campo que todos vemos; pero, enseguida, su afán de artista lo enceguece. Todo el poderío de su extraordinaria facultad de creador se acumula entorno de la figurita entrevista con los ojos. Y aparece, entonces, «la raza» que el lleva en sí mismo; la raza que no existe en realidad; la raza de fantasía artística que Espínola —para nuestra suerte— acaba de crear con este libro. Nosotros desearíamos que así fuese nuestro gaucho. Desearíamos… Porque bien ha de saberlo Espínola que los gauchos, desgraciadamente, no son como él los pinta.
      Esto de no copiar la realidad (procediendo felizmente al revés de cómo han procedido todos los aburridores costumbristas del río de la Plata, excepción hecha de Yamandú Rodríguez) es, a nuestro entender, el más alto mérito de Espínola. Su fantasía artística le permite ser el intérprete de cierta manera de sentir al gaucho; manera que no podía ser expresada por otros sentidores que ahora van cayendo en la cuenta de que lo que dice Espínola es lo que ellos no podían manifestar. «Esto» es, pues, la creación de Espínola. «Esto» es su arte y su modalidad personalísimas.
      Embriagado de arte, con embriaguez tan legítima y sincera, Espínola llega hasta ver doble como los borrachos de verdad. Nos da el relato de la imagen que no existe. De la imagen biselada por su embriaguez de purísimo artista. Por eso, por no existir en realidad lo que él nos cuenta, es que nadie ha podido recostarse antes en ese palenque de inspiración que Espínola utiliza. Espínola ve doble. La prueba está en que apenas divisa una escena campestre, ya la borrachera de la supervisión creadora se la ha desdibujado en una magnífica estampa de arte.
      Creemos habernos explicado. Para explicarnos tuvimos que volver a decir dos o tres veces la misma cosa. No importa.
      Aquí no hacemos estilo —¿lo hicimos alguna vez, acaso?—. Aquí hacemos una honrada crítica; volvamos a entendernos: decimos en este artículo lo que a nosotros nos parece. No lo que otros quieran que el libro nos parezca. Preferimos largar un disparate original y no una sesudez copiada. (Y vaya pasando las orejas, con metáfora y todo, los críticos se oficio). Hay en los relatos camperos de Espínola el soplo ciclónico de la tragedia legítima. Tragedia 18 kilates, diremos en joyero. Y como lo eminentemente trágico, lo puramente trágico anidó en Grecia y aterrizó en Rusia, es que hay quien —y el protagonista también lo insinúa— se acuerda de Grecia y de Rusia leyendo a Espínola. Nosotros creemos que, en tren de recuerdos, podemos recordar al Greco, por ejemplo. Y a todo lo que signifique retorcimiento doloroso. Lo que no creemos es que el dolor de esta «raza» sea el dolor de Esquilo, o el de Dostoievsky, o el de Tolstoi, o el de los indios del altiplano boliviano o el de los de la cordillera peruana, o el de Andreieff. Hay algo de ruso, hay algo de griego, hay algo de judío, hay algo de incaico. Hay algo, en una palabra, que es el dolor. Y como el dolor es cosa de no caber en fronteras de nacionalidad, le cae un pedazo a cada pueblo que sufre o ha sufrido y a cada autor que lo ha representado.
      La universalidad de la obra de Espínola es el sello positivo de su grandeza y de su audacia. Hasta ahora los relatos gauchescos naufragaban en el río de la Plata si trataban de vadearlo para irse al extranjero. Ahora se agigantan, interesan a otros pueblos, cobran altura, se orientan y, como aeroplanos bien equipados, parten en un raíd magnífico haciendo escalas en todas partes. A todos los pueblos puede tocarles en lo vivo esta abierta llaga de fatalidad que llena todo el libro.
      Para una nota de crítica ligera nos hemos extendido mucho. Nos alegramos por la publicación de este libro. Espínola se coloca, automáticamente, al frente de los mejores narradores rioplatenses. Su prosa, su diálogo, sus deducciones psíquicas, sus toques de paisajes, su amaneramiento gaucho, su dominio absoluto de las pasiones que agitan a los hombres del campo, todo eso y algo más que no puede condensarse en palabras de crítica, hacen de «Raza Ciega» un libro de incalculable valor.
      A los lectores de buenos libros les recomendamos la lectura de «Raza Ciega»; todos sus relatos son más que muy buenos. El autor, de entrada, se lleva toda nuestra simpatía con esa llamada: (1) «No me gusta decir cabestro». A nosotros tampoco nos gusta decir esa palabreja académica. El libro vale un peso y está en todas las librerías.
      Dos palabras sobre el prólogo: está bien.