«Flirtation» legítima
Este señor don Diego Paredes estaba constantemente en ridículo y en candelero; siempre en berlina y siempre empleado. Todos los ministros se reían de él y todos le dejaban en su dirección o en su puesto de consejero; en fin, cobrando muy buenos cuartos. Y don Diego era feliz; porque la vanidad le hacía no comprender las burlas de que era objeto; y en cambio el sueldo era cosa tan positiva y al alcance de la mano que no podía menos de fijarse en él. Atribuía la buena suerte de estar siempre en su sitio a su gran mérito. Creía sinceramente que ningún partido podía prescindir de sus luces y que por eso no quedaba nunca cesante. Tenía de todo: era economista y escribía largo y tendido acerca de nuestros ferrocarriles y de nuestros carbones, y de nuestros corchos, y en fin, de todo lo nuestro que no era suyo; pero en sus ratos de ocio, como él decía, colgaba la péñola de hacer país, haciendo riqueza pública, y descolgaba la lira y escribía versos, imitando a Quintana o a Cánovas del Castillo, que, para él, allá se iban. Dadme que pueda... Dadme que cante... Decían las odas de Paredes. Siempre estaba pidiendo algo, como si ni le chupara ya bastante al Estado. También era orador político y privado; hablaba en familia y hablaba en el Congreso, porque era diputado cunero casi siempre. Sus discursos eran de resistencia. Iba a su escaño como preparado para un viaje al polo; llevaba cien mil documentos fehacientes y soporíferos, cinco vasos de agua, dos o tres cajas de pastillas, y hay quien dice que las zapatillas y algunos fiambres. Ello era que las tres (!) o cuatro (!!) Horas de estar de don Diego entendiendo (entiendo yo, decía), o teniendo para sí, el orador parecía, por lo descompuesto del traje, por el aspecto de cansancio, por sus maniobras entre papeles, cajas y vasos de agua, uno de esos amigos que se quedan a velar a un enfermo y se rodean de comodidades para pasar la noche al lado del moribundo. Don Diego velaba (los demás dormían) el sueño de la Soberanía nacional; y era hombre que a las dos de la madrugada (en las sesiones permanentes, que eran su encanto), desatado el nudo de la corbata, sueltos algunos botones del chaleco, y a veces enseñando un poco de la faja de seda encarnada, estaba dándole vueltas la elocuencia de los números y llenándose la boca con toneladas y caballos de vapor, y apastando al preopinante (que estaría en la cama) bajo el peso de millones de kilos de corned beef, alias tasajo, que venían de los Estados Unidos cargados de amenazas, como nuevas hordas de Hunnos en forma de carne salada.
En vano se le dormían los de la comisión, y los ministros de guardia, y los maceros... él se creía el Cicerón de los datos concluyentes y el Demóstenes del arancel y de los certificados de origen. Era feliz, pero en el cielo de su dicha había una nube: la prensa. De las burlas de diputados y ministros no hacía caso; ¡todo envidia! Pero las cuchufletas en papel impreso le desconcertaban, le aturdían. En cuanto a un periódico se le ocurría reírse de él, ya creía don Diego que España entera se apresuraba a comprar el diario de la mañana para tener el gusto y el mal corazón de morirse de risa a costa del ilustrísimo señor don Diego Paredes. Cada gacetilla burlona le parecía una sentencia definitiva; creía que la opinión la formaban aquellos papeles, y que el mundo entero estaba obligado a creer que él era un mamarracho, si los periódicos daban en emplear el látigo de la sátira contra su talento, su oratoria, sus números, sus versos.
El ridículo don Diego no fue muy popular, en su aspecto cómico, hasta que dio con él el demonio de Masito Caces, Tomás Caces, un escritor de gran crédito, adquirido con una sátira tan chusca como descarada. Masito escribió por casualidad en su periódico, muy popular, un articulejo pintando a don Diego en la tribuna, en noche de velar las armas junto a la pila del presupuesto. La descripción, en caricatura, hizo mucha gracia; Caces volvió a poco sobre el asunto, y otra vez con buen éxito: vio en don Diego un gran filón; lo estudió a fondo y encontró en él un modelo que ni a peso de oro. La fama de Masito creció en un tercio y quinto a la poesía, a la oratoria, a la estadística de don Diego Paredes. Goces llegó a poseer tan bien a su personaje, que en las aventuras, gestos, palabras, y versos, y discursos enteros que le atribuía, el público adivinaba que así debía ser el famoso personaje.
Lo que no sabía Caces era que don Diego, admirador en general de los escritores satíricos, a él, a Masito, le había consagrado un culto verdadero de entusiasmo literario, de mucho tiempo atrás, desde la época en que Caces no se acordaba para nada del ilustre prócer. ¡Cuál sería el terror de Paredes al verse flagelado tan sin piedad y a la continua por aquel látigo, que, a su juicio, era capaz de derribar un trono de un trallazo! Don Diego no dormía, don Diego lloraba en secreto, se aprendía de memoria los palos de su admirado enemigo, y hubiera dado un ojo de la cara por comprarlo, por hacerlo suyo, o a lo menos, reducirlo al silencio.
Masito Caces veraneaba en una hermosa villa del Norte. Allí vio una tarde, en una gira campestre, una mujer que le hizo decir para sus adentros: «Si yo creyera en el ideal todavía, le encontraría a esa mujer un aire de familia con el ideal». Pero no hizo caso... hasta que volvió a ver a aquella joven al día siguiente en la playa. Era más baja que otra cosa, trigueña, de cabello muy abundante, en ondas; boca fresca, ojos como los que tantas veces alaba el Ramayana, como aquellos tan nobles y tan dulces de Sita, de figura de almendra. Las cejas arcos del amor. ¡Y cómo miraba! ¡Con qué franqueza y cuán sin malicia ni coquetería! miraba para ver, para enterarse... ¡y no volvía a mirar! Eso era lo peor, no volvía a mirar. Lo peor y lo mejor. Caces estaba cansado de la especie de ley fisiológica y psicológica que hace de casi toda mujer una coqueta, frustrada, por lo menos.
En pocos días se enteró Caces de quién era la niña que cada vez le llegaba más adentro, que a sus años (cerca de cuarenta) le hizo sentir cosas parecidas a las más fuertes y memorables de su juventud, que había sido una continua orgía de idealidad apasionada. Gustaba a todos; pero los Tenorios de oficio la dejaban en paz, porque todo asedio era inútil. No hacía caso de nadie. Y esto con la mayor modestia. No era orgullosa, no afectaba desdén; no era fría, ni insustancial. Se adivinaba en sus ojos, en su boca, en su frente, en muchos gestos suyos, que había allí siete libros de amor posible, cerrados con siete sellos. El caso era tener la clave.
Nadie se jactaba de haber sorprendido en Sita (como la llamaba Caces, antes de saber quién era) la menor señal de preferencia; nadie podía gozar esa dulce vanidad de sorprender que una virgen casta nos mire a hurtadillas, con relación a Sita.
Y Caces, que nunca había sido presuntuoso en materia de seducción, y menos que nunca desde que se iba haciendo viejo; Caces... con tanta sorpresa como placer tuvo que declararse (a sí mismo nada más) que la gran indiferente... había llegado a notar que él la miraba mucho; y que se le había conocido que lo iba agradeciendo; y que gozaba al verse por Caces contemplada... Y una noche, en el teatro, Tomás notó que su amor último, primero se había retirado un poco, en su palco, tapándose con una columna, y que, en el último entreacto, de repente, se había adelantado, y se había apoyado en el antepecho, conmovida, llenos los ojos de efluvios de pasión, y que un momento, rapidísimo, se había atrevido a fijar la mirada en la suya, en la del periodista satírico en vacaciones.¡Virgen santísima qué instante! Aquello sí que era gozar como si no hubiera el infierno del desencanto definitivo, irremisible.
Para abreviar: aquello se repitió... una vez... dos... muchas.
Sita, con gran parsimonia, admitía (y pagaba en billetes de mil pesetas, es decir, con pocas pero muy ricas miradas) la adoración respetuosa, apasionada en silencio, de Caces. Y así pasó el verano... y así comenzó el invierno en Madrid, donde se encontraron.
Caces, ya enamorado, y no sin esperanza, había dejado de llamar Sita a la de los ojos dignos de ser cantados os Valmiki. La llamaba... Elena Paredes. Por su nombre y apellido. Era hija única de don Diego Paredes, viudo.
«¿Por qué habrá dejado en paz al bueno de don Diego ese diablo de Masito? Ni por casualidad le alude en sus sátiras políticas».
Así decía la gente.
¡Qué había de burlarse de Paredes el pobre Caces, si tenía el ilustre prócer aquella hija que robaba corazones, y a él le tenía en el quinto cielo!
Trabajo le costaba echar de la pluma, a cuyos puntos se venía él sólo, el nombre del orador grotesco y soporífero; pero ¡no faltaba más! Aunque Masito suponía que Elena ignoraba las judiadas que él había escrito contra su padre, t creía que ella no leería su periódico, ni se metería en las quisicosas de la vida pública de don Diego, sin embargo, por delicadeza, por creerlo deber del amor, se abstenía de atacar ni citar siquiera al ilustre Paredes.
Mucho tiempo estuvo sin atreverse a pasar de su adoración muda; temía un fracaso por lo arriesgado de su intento. Elena era una buena proporción, bella, de fama envidiable, y... muy joven. Él no era rico... y no tenía nada de Adonis... y era ya, para tal niña, algo viejo.
Pero en una ocasión que le pareció propicia, y en que juzgó ridículo no aprovechar los momentos, Caces, con ciertos rodeos, con fina retórica natural y sencilla (la más capciosa retórica), entre pruebas de respeto mezclado de pasión indomable... se declaró verbalmente.
Sus palabras, su actitud, causaron hondo efecto en Elena Paredes.
Pero la sustancia de la respuesta fue como sigue:
«Yo no he querido a nadie todavía; tengo del amor una idea acaso exagerada; el hombre que primero me llamó la atención fue usted. Mi padre me había enseñado a admirar el talento de usted hace mucho tiempo, antes de conocerle de vista. Después me enseñó a ver en usted el enemigo mayor de la tranquilidad de mi casa. Somos solos mi padre y yo; nos queremos mucho... yo le adoro: es muy nervioso, muy impresionable; padece infinito con los ataques de la prensa. Los artículos de usted, a quien tanto admira, le dejaban confuso, avergonzado... y a mí ¡me han hecho llorar tantas veces! La primera vez que, allá, en los baños, me dijeron: ese es Caces, le miré a usted mucho tempo seguido sin que usted me viera. Casi me daba ira no encontrarle antipático, odioso. Después noté que usted empezaba a fijarse en mí. La impresión fue grande y dulce... me halagaba aquella contemplación; y además, yo sentía que me daba una ventaja que yo debía de aprovechar no sabía cómo, pero sin duda. Dejé pasar el tiempo, me dejé mirar... querer, pues usted dice que llegó a tanto. Poco a poco formé mi plan. Los sucesos me ayudaron a inventarlo. Noté después de algunos meses, que usted ya no molestaba a mi padre. Él, que nada sabía de... mis coqueterías, de mi flirtation, también empezó a respirar tranquilo. Hablaba en el Congreso, escribía en verso y en prosa... y usted le dejaba en paz. ¡Pobre papá de mi alma! ¡Está tan solo! ¡Quería tanto a mi madre! ¡Es tan nervioso! ¡Le impresiona tanto todo! Al fin llegué a ver claramente que usted, por mí, porque yo le gustaba, ya no mortificaba a mi padre. Se lo agradecí... y aproveché sus buenas disposiciones. Si antes no sabía yo fijamente por qué me dejaba adorar con gusto y dudaba de la legitimidad de mis tenues insinuaciones, ahora ya, sin miedo, sin remordimiento, le miraba a usted, le alentaba, para asegurar la paz de mi casa; para tener contento al hombre que más quiero en el mundo. Ya lo sabe usted todo... Temía este momento. Podía seguir dándole esperanzas... pero así, de palabra... el engaño me parecería ya una traición con mi firma. Lo demás, lo que hubo hasta hoy... al fin es lo que se llama en inglés flirtation. No pasa de ahí. ¿Se cree usted con derechos? Alguno tiene; el que ahora usa... el de atreverse a declararse. Pero yo soy libre todavía. ¿Que he coqueteado un poco? Puede ser. Puede haber sido... principalmente por ver feliz a mi padre. ¿Que acaso podría yo llegar a quererle a usted? Acaso. Pero no quiero ponerme a ello. Mientras mi padre viva seré suya, su hija, su compañera inseparable. Y de usted no seré nunca. No es venganza. Pero yo... no puedo ser esposa de quien ha puesto en ridículo a mi padre. Esas burlas separan más que la sangre. En todo caso, y perdóneme usted si soy pedante (por eso le he leído a usted) tengo más vocación de Antígona que de Julieta. Yo, lo repito, no he querido venganza, sino defender nuestra dicha. Ahora usted, si se cree ofendido, burlado, puede satisfacer su despecho, puede vengarse, volver a las andadas, a hacerme llorar otra vez riéndose y haciendo al público reírse de mi padre».
Y como Case no era un miserable, dicho se está que se quedó con las calabazas y sin aquel filón de sátira y caricaturas a la pluma que le proporcionaban las ridículas pretensiones de don Diego Paredes, el pobre viudo, el padre de Elena, el ilustre prócer, a quien tanto quería su hija única.