El Museo universal (1869)
¡Plus ultra!
de Ventura Ruiz de Aguilera
¡PLUS ULTRA!

Próximos a la estación de un ferro-carril , esperando la llegada de un tren para conducir a los viajeros que bajasen de él y quisieran trasladarse a la ciudad y aldeas inmediatas, hallábanse una tarde , ya cerca de oscurecer, un carro, una tartana y una diligencia, todos de as- pecto poco agradable y con señales inequívocas de secura vejez. El primero tenia las ruedas agrietadas, medio podridas y cubiertas de lodo: la segunda, toldo de hule, pintarrajeado, y asientos de crin forrados de sucia y rota percalina; la última, estaba en situación de reemplazo de mucho tiempo atrás; omitimos algunas otras averías y desperfectos que, sobre la edad de los vehículos, hacían más lastimoso y patente su estado valetudinario. Si para los carruajes hubiera cuartel de inválidos, ninguno mejor que los tres de que se trata hubiera podido reclamar asilo en el benéfico establecimiento.

Tiraban del carro un par de bueyes mansos y robustos: no era fácil calcular de golpe las libras qué pesaría cada uno de aquellos hermosos rumiantes , pero sí que la lentitud de su paso debía corresponder a la enormidad de su volumen. A la tartana estaba enganchado un caballejo que, en sus dias juveniles , sano, vivo y gallardo, quizá se bebería los vientos, y que ahora, trasparente y cabizbajo, parecía entregado a profundas meditaciones sobre las vanidades y la brevedad de la vida: en cuanto á la diligencia, tres pares y medio de muías de porte entre gentil y cristiano, si se me permite la expresión, componían su tiro.

Frente por frente de ellos veíase el embarcadero con una hilera de wagones y furgones a cada lado, y no lejos la locomotora a que habían de unirse para partir, cuando llegase el tren que se esperaba. Unos y otros eran nuevos igualmente que la locomotora, la cual, al inflamado beso del sol poniente, parecía un ascua de oro.

Ni en el sitio que ocupaban los tres carruajes, ni a bastantes pasos de ellos se oía otro ruido que el que hacían el caballejo de la tartana y los bueyes al rumiar el pienso contenido en los sacos pendientes del pescuezo, y en los que metían parte de la cabeza; y al contrario, la locomotora daba de vez en cuando sonoros resoplidos, anuncios elocuentes de juventud, de actividad v de fuerza, que causaban considerable asombro mezclado de susto a los pacíficos cuadrúpedos. Tampoco los carruajes las tenían todas consigo; y siendo cierto, como lo atestiguan los fabulistas desde la más remota antigüedad hasta nuestros dias, que todos los individuos pertenecientes a los distintos reinos de la naturaleza se hallan dotados de entendimiento y de palabra, no se estrañará que el carro, la tartana y la diligencia discurriesen y conversasen acerca de sus asuntos é intereses particulares, empleando así honestamente los ocios, en vez de emplearlos en picardías como acontece entre los hombres.

El carro fué el primero que rompió el silencio, quejándose amargamente de la situación a que se veia reducido.

— Mirad — dijo a sus compañeros, aludiendo a la locomotora — mirad cómo se pavonea y ensoberbece aquella loca advenediza! Y sin embargo ¿qué títulos puede alegar a la preferencia que sobre nosotros le da este siglo impío y vandálico? Que yo, sucesor natural del carro que desde los tiempos bíbíicos, y aun antes, no ha dejado de prestar servicios a la especie humana, poniendo en contacto las familias, las tribus, las razas vías naciones, y trasportado de unas a otras las riquezas; que yo — repito — me diese tono y fuese objeto de la gratitud y la consideración de los hombres, muy santo y muy bueno. Pero que aquella insolente, no solo se complazca en menospreciar la tradición y los derechos adquiridos, sino que se goce en nuestra ruina, y nos reduzca a la mendicidad, esto, francamente es incalificable, no tiene nombre.

— Así es la verdad, amigo — repuso la tartana; y debo añadir, por mi parte, que aun cuando alguno de tus antepasados gruñó un poco y se quejó de que se le hacia mal tercio íd ver invadido lo que llamaba su esfera por los míos, al fin llegaron á reconocer que todos éramos ramos del mismo tronco, individuos de la misma familia, salvo ciertas diferencias poco importantes en el fondo y en la forma.

— Esa confesión — replicó el carro—te honra y nos honra. Nosotros siempre hemos tenido sentimientos caritativos y hecho lo que San Martin, que rasgó su capa y dió la mitad de ella á un pobre para que preservase de la intemperie sus desnudas carnes.

—Yo, —exclamó la diligencia, dirigiendo la palabra al carro, á riesgo de ofender lamodestiade la tartana—de bo manifestar que soy deudora á ella y á los suyos de igual beneficio que ellos á tí, si bien mediaron antes entre nosotros quisquillas de escasa monta sobre si los perjudicábamos ó no con nuestro advenimiento. Este disgustillo pasó pronto, y recuerdo que después, hablando sobre el particular con una tartana, me dijo: «¡Qué equivocados juicios se forman en ocasiones de las personas, hasta conocerlas á fondo! La primera impresión que nos causasteis al presentaros delante de nosotros en actitud altanera, fué desagradable en extremo; pero luego que nos acostumbramos á veros, conocimos que érais unas benditas de Dios, y exclamamos: «¡pelillos á la mar!»

Los animales seguían rumiando filosóficamente el pienso, no porque fuesen insensibles á la desgracia de los vehículos, pues les tocaba tan de cerca que hasta podia interesar á su subsistencia, sino porque mientras no les faltase que comer, no habia que desesperar del todo, y en esto obraban cuerdamente, pues ya se sabe que los duelos con pan son menos. Mas no por esto dejaban de escuchar con atención, ni expresar con melancólicas miradas su conformidad con los sentimientos del carro, de la tartana y de la diligencia.

— Preciso es confesar — continuó el carro — que alcanzamos unos tiempos en que se han perdido basta las nociones más triviales de la moralidad. Ya no hay derechos, ya no hay respeto , ya no hay nada sagrada para este siglo: con nosotros se ha comedido un despojo inicuo, turbándonos en el goce del trófico de que estábamos en posesión tranquila y casi exclusiva, unos de tiempo inmemorial, y otros de larga fecha.

— No tienen vuelta de hoja tus exclamaciones , amigo — exclamó la tartana. — Y aun dejando a un lado nuestro interés particular ¿qué ventajas de otro órden han obtenido los pueblos con semejantes mudanzas? Ninguna positiva.- el que viaja en tartana, y quien dice en tartana dice en carro ó en diligencia, se baja cuando se le antoja y da un paseito a pié, cosa muy recomendada por la higiene; contempla detenidamente, si es artista, el paisaje; herboriza, si es botánico; recoge preduscos, si es minero; mata un par de gorriones, si es cazador; hace grandes paradas, si quiere, toma con descanso, y no de prisa y corriendo, su jicara de chocolate, y aun duerme la siesta en cama y todo; si cae , no pasa del suelo, cosa que no puede asegurar el que viaja a la moda, pues en un descarrilamiento ó en un choque de trenes en medio de la vía es fácil que vaya a parar a la tierra.

—Es tan exacto y tan óbvio lo que dices — repuso la diligencia — que si hay algo que en esta cuestión me admire a mí , es que tomemos con tanto fervor la defensa de una cosaque por sí sola se defiende. Supongamos que un carro, que una tartana ó una diligencia cae en un precipicio: ¿qué puede suceder? que dos, cuatro ó seis personas se perniquiebren ó se estampen los sesos contra las peñas. El lance tiene, en verdad, poco chiste; pero ¿cuanto menos tendría, si en circunstancias análogas son víctimas del siniestro sesenta ó más infelices.

Esta hipótesis hizo observar una vez rúas al carro y á la tartana el talento colosal de la diligencia, admiración de que participaban las bestias, ejecutando gestos que claramente lo demostraban.

—Bien sé yo — continuó la diligencia— que la estadística presenta resultados que al parecer prueban lo contrario de lo que be dicho. Pero la estadística esotra de las novedades que, bajo un esterior que seduce, no encierra más que engaño. Y aun cuando así no fuese, ¿hemos de mirar con indiferencia la suerte de los carreteros, tartaneros, arrieros, mayorales, ordinarios, zagales, empresas y demás que vivían a la sombra de lo antiguo, y a quienes el invento de los ferro-carriles ha dado el golpe de gracia?

— De ninguna manera; esclamó el carro.

— Todo menos eso, añadió la tartana.

— Es preciso — concluyó la diligencia, rechinando de furor — impedir que el crimen se arraigue y se perpetúe; es preciso conservar la tradición , y no meternos en dibujos y ensayos que den al traste con nuestra existencia y con la prosperidad del país.

— Meditemos, dijo el carro.

— Eso es, observó la tartana, meditemos y combinemos un plan que ponga a salvo tan caros objetos.

En tanto, el fogonero, el maquinista y demás operarios habían provisto a la locomotora de todo lo necesario para emprender el viaje. El horno, ó como quien dice, el pulmón de la máquina, lleno de ese combustible que vulgarmente se denomina carbón de piedra, y cuyo nombre se ha cambiado por el de diamante negro y por el de pan de la industria , frases no menos febriles que poéticas, el horno, pues, lleno de brasas y rodeado de agua como los volcanes de las islas en él Océano, exhalaba su poderoso hálito en forma de llamas, que luego habrían de convertirse en vapor, enviándolo por medio de numerosos tubos que desempeñaban el oficio de los vasos circulatorios en el cuerno humano. Profundos resuellos, silbos agudos, ebulliciones monstruosas, chasquidos, rechinamientos y otros ruidos formidables, acompañados del movimiento de los dependientes de la empresa, del chillido de los silbatos y de las señales de la campana de la estación, indicaban que el gigante iba á ponerse muy pronto en marcha. Su ojo único y con el cual habia de medir el espacio para devorarlo , reverberaba como un sol de color de sangre en medio de su frente de hierro.

La locomotora rumiaba su pienso de fuego: los bueyes, el caballejo y las muías habían cesado de rumiar, y después de discutir sériamente el partido que debían seguir, acordaron abandonar á sus dueños y plantarse, á cierta distancia de la estación, en medio de a via férrea, para impedir el paso del tren.

¿Dónde están, qué hacían, en tanto, los dueños de los carruajes? Imagínese el lector lo que se le antoje, carta blanca tiene, puesto que la inverosimilitud del cuento le autoriza para esto y mucho mas. Figúrese que el carretero, el tartanero, el mayoral y los zagales de la diligencia se emborracharon en la estación y se durmieron; que los tragó la tierra y una bruja se los llevó por los aires; que se fueron á coger grillos ó á cantar serenatas á las estrellas ; figúrense lo que gusten , lo importante es saber que los vehículos emprendieron su caminata valerosamente, si bien el carro gemia un poco, más por costumbre que por presentimiento de futuras desgracias.

La locomotora, con su ojo penetrante , los vió partir no sin pena, pues presumían el desatino que proyectaban; y porque en ningún tiempo le atribuyese nadie mal corazón, minutos antes de ponerse en movimiento, les envió media docena de resoplidos, cuya significación debieron comprender, y que sin duda venian á decir:

—No seáis necios, y conformaos con vuestra suerte: ¿quién sabe la que á mi me reserva el porvenir?... Hoy, el vapor es el alma de la locomoción; mañana, tal vez le sustituya la electricidad, la máquina que hoy corre como el viento, es posible que mañana vuele como el rayo. El progreso no cesa; clamar contra él, equivale a dar coces contra el aguijón. En todos tiempos lo ha condenado la ignorancia, ensalzando lo antiguo; de manera, que si la ignorancia hubiese tenido razón siempre, ni hubiérais nacido vosotros, ni yo os daria ahora estos consejos.

Los bueyes, el caballejo y las muías seguían imperturbables su camino.

—No os aflijáis—continuó la locomotora—aun podéis ser útiles, y hasta me atrevería á jurar que la mayor parte de vuestros amigos han ganado con mi advenimiento. La estadística lo demuestra: si antes érais mil, por ejemplo, ahora sois dos mil. A nuevas necesidades, nuevos medios de satisfacerlas, sin desdeñar lo que pueda aprovecharse de lo conocido ¿Qué adelantareis con oponeros á mi paso? Caeré sobre vos otros como una montaña que se desploma, y os arrollaré y os convertiré en astillas. Yo soy el huracán; vosotros leves aristas que no resistiréis á mi empuje. Dentro de poco, en el tiempo que el mas veloz de vos otros emplee en llegar de Madrid á Burgos, podrá correr una locomotora desde la Rusia asiática hasta el estremo occidental de Europa.

—¡Quiá! esclamó irónicamente el carro.

—¡Fanfarronada! observó la tartana.

—¡Ilusiones engañosas! añadió la diligencia.

En efecto, llegó el tren esperado, entraron en los wagones los viajeros, la campana y los silbatos dieron la señal de partida, y la locomotora de nuestra narración , fuertemente enganchada, se puso en marcha.

El penacho de la chimenea, blanco unas veces, otras negro y salpicado de rojas chispas, ondeaba gallardamente al aire, sobre la cabeza de la locomotora, que, al moverse, producía un rumor acompasado, semejante al de un escuadrón marchando al paso: ¡trac, trac, trac, trac! trac, trac!

Cuando su primer viaje, este poderoso atleta del progreso fué apedreado por la ignorancia y la superstición, que lo creían movido á impulso de un espíritu infernal, de un demonio oculto en su seno; pero sucedió con los groseros proyectiles que le arrojaron , lo que, según la historia, con las flechas disparadas por los moros contra los restauradores de la antigua monarquía española, las cuales se volvían contra ellos. Quien no vea las heridas que llevan en su frente desgreñada aquellas dos furias, ciego será.

La locomotora aceleraba gradualmente su paso, observando siempre con dolor la terquedad de los tres carruajes hostiles. Llegó, por fin, el momento de caminar mas de prisa, de trotar, de correr á escape. Sentíase crecer el murmullo del agua hirviendo en la caldera; el fogonero seguía dando al corcel titánico (cuyos hombros podrían conducir ciudades enteras) su pienso de lumbre: las ruedas relampagueaban , despedían centellas, lanzaban globos encendidos al tocar los rails, y el ojo de la locomotora era cada vez mas vivo, porque Aunque el helado soplo cada vez era mas oscura la noche. El carro, la tartana y la diligencia estaban inmóviles en medio de la vía. Entonces la locomotora, lanzando un prolongado grito, les dijo:

¡Huid, temerarios! ¡Huid, despejad la vía, no intentéis poner diques al torrente de la civilización, porque os arrastrará en su indómita carrera! Tiempo, trabajo, su albor perecedero, miseria, sudores, fatigas, peligros, hé aquí lo que yo vengo á evitar al hombre: seguridad, riqueza, bienestar, comodidades, fraternidad, amor, aumento de vida, hé aquí los bienes que le traigo.

—¡Sella tu boca, charlatana! dijo el carro—¡Si no sabré yo que la palabra progreso es una palabra hueca!

—¡Para alucinar á incautos y á bobalicones!—apoyó la tartana.

—¡Pero no á nosotros: á perro viejo, no hay tus, tus!

—concluyó la diligencia.—Acércale, si te atreves, farolona; ¡cuándo no te cueste la torta un pan!

Lanzar este reto la diligencia, y eclipsarse la locomotora, todo fué uno; no parecía" sino que la tierra se la hubiese tragado con los viajeros que llevaba.

Los carruajes atribuyeron á milagro este accidente; era, pues, indudable, ó mejor dicho, se lo imaginaban, que el cielo estaba de su parte, y que una vez auxiliados con su favor, el convencer á los hombres de la conveniencia de estacionarse y petrificarse en todo, seria la cosa mas fácil del mundo.

Aun duraban las recíprocas felicitaciones de los tres valientes, amenazadas con el relincho del caballejo, el bufido de los bueyes y unas cuantas coces de las mulas (que de este modo espresaban su júbilo), cuando la locomotora, jadeante, ciega de cólera, tendida al viento su cabellera de humo y fuego, silbando, rugiendo, tronando, empujada por el vértigo como una tempestad, salió del túnel en que minutos antes habia entrado, y arrolló al carro, á la tartana y á la diligencia, los cuales cayeron rodando al fondo de un precipicio que á dos varas de la via enseñaba su enorme boca guarnecida de grandes dientes de piedras.

Hé aquí como anunció al dia siguiente el hecho un periódico.

«Anoche ocurrió un siniestro en el ferro-carril del Norte, entre la estación de L y la de M. Al pasar el tren, arrolló á tres carruajes que interceptaban la vía y los lanzó á un profundo barranco hechos pedazos. A la hora en que escribimos estas líneas, no hemos podido averiguar (pues hay temores de que haya descarrilado el tren) las desgracias personales que sin duda habrá ocasionado tan lamentable suceso. Estas son las ventajas de eso que llaman civilización.»

La locomotora llegó felizmente al término de su viaje, y aun merece consignarse que Dios, en vez de es- terminar con sus rayos á los viajeros y á ella, les mandó las brisas mas suaves del cielo, aventó los nubarrones que lo cubrían y mandó salir á la luna para que alumbrase con su dulce claridad el espectáculo del poder del genio, y sus maravillosas conquistas sobre la materia, esta sumisa colaboradora de la humanidad en la obra de su destino, esta esclava, á quien hay que j bendecir porque lleva sobre sí las cadenas y en gran parte el peso del trabajo que han llevado los pueblos durante siglos y siglos.

Ventura Ruiz de Aguilera.