Tradiciones peruanas
Cuarta serie (1894) de Ricardo Palma
¡Feliz barbero!


I editar

Principiemos... por el principio.

En septiembre de 1542, e inmediatamente después de pacificado el Perú con la sangrienta batalla de Chupas, quiso el gobernador Vaca de Castro premiar los servicios de los vencedores; y como éstos fuesen muchos y las mercedes pocas, echose el buen licenciado a cavilar, hasta que, dándose una palmada en la frente, exclamó:

-¡Albricias, padre, que el obispo es chantre! Mi expediente es tan bueno como el milagro de los cinco panes. ¡Ahítense, golosos!

Cierto que el fruto de las cavilaciones de su señoría iba a dejar satisfechas todas las aspiraciones. Consistía en convertir en algo así como en señores feudales a sus ochocientos soldados.

Siete años llevaba Lima de fundada, y todo el mundo pedía solares, y pretendía repartimientos, y mitayos, y conquista en tierra de infieles.

Halagó, pues, el gobierno a unos enviándolos al descubrimiento del Dorado o país de la Canela, y a otros con empresas tan fabulosas como aquélla.

Pedro Puelles, Gonzalo Díaz de Pineda, su yerno, y diez o doce capitanes más, hidalgos todos, no ambicionaron aventuras lejanas, sino terrenos y mando en el riñón del país y a poca distancia de la capital. Eso se quería la mona, piñoncitos mondados.

El gobernante, accediendo a sus exigencias, encomendoles la fundación y población de una ciudad que se llamó y llama ciudad de los Caballeros del León de Huánuco. ¡No es poco rimbombo!

La planta de la ciudad es hermosa, excelente el clima y fertilísimo el terreno. El virrey marqués de Cañete, dándola, años más tarde, escudo de armas, la ennobleció con el título de muy noble y muy leal; y otros de sus sucesores honraron a su Cabildo con varias preeminencias. Para dar idea de la importancia que en breve conquistara la ciudad, bastáranos apuntar que franciscanos, dominicos, mercenarios, agustinos y juandedianos tuvieron en ella convento.

No conozco Huánuco, y pésame como hay Dios; pero dícenme que se la puede hogaño aplicar lo de


«ayer maravilla fui
y hoy sombra mía no soy».


En cuanto al fundador Pedro de Puelles, tengo referido en otra leyenda que murió desastrosamente, y los historiadores lo presentan como un pícaro de cuenta, traidor, avaricioso y feroz, con ribetes de cobarde.

Sea de ello lo que fuere, impórtame consignar que si bien los fundadores principales llegaron al Perú sin tener donde se les parara el piojo más jinete, es decir, hechos unos pelambres, la casualidad hizo que todos fueran segundones de familias hidalgas de Castilla, Andalucía, Valencia y otros reinos de España. Andando los años, sus descendientes desplegaron más orgullo que don Rodrigo en la horca, y miraban por muy encima del hombro al resto de la nobleza colonial. Los huanuqueños llegaron a imaginarse que Dios los había formado de distinto limo, y casi, casi decían como el linchado portugués: «No descendemos de Noé; que cuando este borracho salvó del diluvio en su arca, nosotros, los Braganzas, salvamos también..., pero en bote propio».

En ningún pueblo del Perú, durante el gobierno monárquico, estuvo tan marcado como en Huánuco el prestigio de la aristocracia de sangre azul. La chusma, la muchitanga, el pueblo, en fin, se prosternaba ante los descendientes de los conquistadores que se avecindaron en la ciudad. Decir huanuqueño era lo mismo que decir noble a nativitate. En una palabra, sin tener una sagrada pena de Covadonga, eran los vizcaínos y asturianos de la América.

Lo que escrito llevo, a Dios gracias no puede herir la delicadeza de los huanuqueños de hoy, que asaz republicanos son y harto saben dónde les ajusta el zapato, para no dárseles un pepinillo en escabeche de pergaminos y títulos de Castilla, y lanzas y medias anatas, y escudos y demás pamplinadas heráldicas.

Pero ¿a qué viene tanta parola? -me dirá el lector-. ¿Qué tienen que ver las bragas con la alcabala de las habas? ¿A qué hora asomara historia del refrán? Sin duda, señor cronista, que el chocolate está chirle y bate usted el molinillo para hacer espuma.

No, lector amigo. Esas líneas no son escritas a humo de pajas; pues sin ellas acaso quedaría un poco obscura la tradición popular. Y ahora vamos al cuento sin más rodeos, antes que alguno diga que me parezco al gaitero de Bujalance, a quien le dieron un maravedí porque tocase y le pagaron diez porque acabase.


II editar

Cuentan que por los años de 1620 vivía en la muy noble y muy leal ciudad de los Caballeros del León de Huánuco don Fermín García Gorrochano, noble, por supuesto, más que el Cid Campeador y los siete infantes de Lara. Por lo de García mostraba don Fermín escudo de armas: una garza de sable, en ademán de volar, en campo de plata; bordura de gules, con aspas de oro, y esta leyenda: De García arriba, nadie diga.

Habitaba nuestro hidalgo en el segundo piso de la casa contigua a la que hoy ocupa la prefectura. La fábrica no estaba aún terminada, y en el salón existía un balconcillo sin balaustrada ni celosía.

Este balconcillo es hoy mismo en Huánuco un monumento histórico, como en París la famosa ventana a la que se asomara el sandio predecesor de Enrique IV para hacer la señal de dar principio a la matanza de hugonotes en la tremenda noche de la Saint-Barthelemy.

Era el don Fermín lo que se llama un pisaverde muy pagado de su personita y que echaba bocanadas de sangre azul. Rico y noble, no pensaba más que en aventuras amorosas, y parece que en ellas lo acompañaba la fortuna de César o de Alejandro para otro género de conquistas.

En cierto día traíalo preocupado una cita, de aquellas a las que no puede enviarse un alter ego, para la hora en que nuestros abuelos acostumbraban echar la siesta.

Desde las ocho de la mañana andaba su criado persiguiendo al barbero Higinio; que quien va a cosechar los primeros pámpanos, mirtos y laureles en la heredad de Venus, ha de presentarse limpio de pelos y bien acicalado. La forma entra por mucho en las cuestiones de Estado y en las del dios Cupido.

Pero al maldito barbero habíale acudido aquel día más obra que a escribano de hacienda en tiempo de crisis y quiebras mercantiles.

Tenía que poner sanguijuelas a un fraile, sinapismos a una damisela, sacar un raigón a la mujer del corregidor, afeitar a un cabildante, hacer la corona a un monago y cortar las trenzas a una muchacha mal inclinada. ¡Vaya si tenía trajín!

-Dígale a su merced que, en acabando de plantarle unas ventosas a la sobrina del cura, me tendrá a su mandato -contestó el barberillo a una de las requisitorias del fámulo.

«No hay barbero mudo, ni cantor sesudo», dice el refrán.

Más tarde dijo:

-En cuanto termine de rapar al fiel de fechos y al veedor, soy con su merced.

-¡Y estos pelos -murmuraba el hidalgo-, que los traigo más crecidos que deuda de pobre en poder de usurero!

Y en estas y las otras, y en idas y venidas como en el juego de la corregüela, cátalo dentro, cátalo fuera, dieron las tres de la tarde, y se pasó para don Fermín la hora de la suspirada cita.

Era Higinio un indiecito bobiculto y del codo a la mano, y aunque hubiera sido un Goliath injerto en Séneca, para el caso daba lo mismo. Mayor honorario sacaba el infeliz de aplicar un parche o un clister que de jabonar una barba. Además, no podía sospechar que le corriera tanta prisa al hidalgo; que, a barruntarlo, acaso no habría andado remolona la navaja.

Cuando, sonadas ya las tres, no le quedó lavativa por echar ni parroquiano a quien servir, se encaminó muy suelto de huesos a casa de Gorrochano.

Esperábalo éste más furioso que berrendo en el redondel. Daba precipitados paseos por el salón, y de vez en cuando se detenía, creyendo sentir por la escalera al robado Fígaro.

-¡Si vendrá ese gorgojo -murmuraba- el día en que orinen las gallinas! ¡Por mi santo patrón, que se ha de acordar de mí el muy arrapiezo!

Al cabo presentose Higinio con el saco en que llevaba los trebejos del oficio. No bien estuvo al alcance de don Fermín cuando éste, sin decir «allá te lo espeto, Pericote Prieto» le arrimó una de coces y bofetones. El rapabarbas, aquí caigo, allá levanto, dio la vuelta al salón, danzando el baile macabro, hasta hallarse junto a la entornada puerta que comunicaba al desmantelado balconcillo.

En su conflicto, imaginose el pobrete que esa puerta comunicaría a otra habitación, y lanzose por ella, a tiempo que le alcanzaba en la rabadilla un soberano puntapié.

Higinio cayó como pelota a la calle y se descalabró y quedó tendido como camisa al sol.

Una aristocrática española, vieja y desdentada, arsenal ambulante de pecados, lejos de desmayarse como lo habría hecho cualquier hembra de estos tiempos, exclamó:


«¡Bien hecha muerte! ¡Feliz barbero,
que muere a manos de un caballero!».


«¡Para mi santiguada! ¡Buen consuelo de tripas!» -digo yo.

Y el muerto fue al hoyo, y la justicia ni chistó ni mistó, y los hidalgos del León de Huánuco dijeron pavoneándose: «Así aprenderá esta canalla a tener respetos con sus amos».

Y desde entonces quedó en el Perú como refrán la frase de la vieja:


«¡Bien hecha muerte! ¡Feliz barbero,
que muere a manos de un caballero!».