​Obras Completas de Eusebio Blasco​
Tomo I.
¡Dichoso!
 de Antonio Zozaya

Nota: se ha conservado la ortografía original, excepto en el caso de la preposición á.

¡DICHOSO!

Esperaba el cortejo en medio ti el recinto, frente a la rotonda de la capilla, y sentía tanto frío en mis manos, que las apoyaba, para calentarlas, en aquellos sarcófagos semejantes a bomboneras.

Y el cortejo pasó, azotado por el húmedo viento en el patio sin horizontes, escuchando el aullido de los encadenados perros del conserje, pisando la tierra recién removida, cuadriculada a trechos, unas veces por la piedad y otras por el olvido.

Todas las cabezas se descubrieron y el féretro pasó. Negro, lujoso, de airosos soportes y apretados enguantes. Dentro, desnudo, envuelto en un lienzo, como en clámide augusta, dormía Blasco su eterno sueño místico.

Con el tributo de su vieja cohorte, recibía el noble homenaje de la juventud luchadora. Tres generaciones de artistas, de literatos, de pensadores, se asomaban a un hueco vacío para ver cómo le llenaban las cenizas del genio.

Y hacía tanto frió y era tan penetrante y tan hondo, que, al verle colocado en el muro,resguardado del cierzo, protegido de cuanto punza y hiere, los menos impasibles murmuraban: ¡Dichoso él!

Porque vivir y morir es eso. Sentir la lucha y amar el descanso. Hacerse amar y olvidar a tiempo. Llevar algo encendido en la frente y dejar tras sí el eco de los latidos de un corazón.

¡Dichoso! Al nacer, una nueva concepción de la vida, de la belleza, de la justicia, se forjaba en el cerebro del mundo, y al hervor de una revolución redentora fijábanse los moldes de una sociedad venturosa y alegre.

Al lanzarse a la arena, aún no estaba rojizo el palenque; faltaban luchadores, y las gentes sedientas de grandeza les preparaban entusiastas palmas y lauros.

Y los luchadores vencían. Sus cantos eran gritos de triunfo, y conforme derribaban los viejos ídolos, el coro les aclamaba diciendo: ¡Hossanna a quien viene en nombre de la verdad y del porvenir!

Aún no había nacido a la luz esta generación que de todo duda, que de todo se mofa ó desespera, que está siempre triste, que encuentra calientes los sarcófagos y helados los besos.

¡Dichoso! Sus propias melancolías eran gozosas. Si sentía escaparse la vida era mirando unos ojos negros; si esperaba en vano a la mujer adorada era murmurando plegarias a la Virgen, ó besando el retrato indulgente y piadoso de la madre.

Llevaba siempre un ara en su cerebro, en donde se alzaba un Dios de misericordia; oprimía siempre una bandera en sus manos, en donde se simbolizaba con dolores de fuego y oro una patria feliz, áurea y sangrienta.

Luego vino la decepción, el desencanto para todos; jamás para él. Cuando los jóvenes vacilaban, él seguía su camino risueño y alegre; cuando a todos circundaba el silencio, él seguía escuchando inefables coros y acordes misteriosos de claves escondidos.

Y así vivió y murió, triunfante sin odio, victorioso sin lucha, esperanzado sin negación ni duda; no viendo en el ocaso de todo un ideal, sino los últimos destellos, que a él siguieron pareciéndoles auroras.

¡Blasco! ¿No es su nombre evocación de aquella infancia que todo lo creía? ¿No es su labor propia de aquella juventud ingenua y entusiasta que, esperándolo todo, lo amó todo, pasado y porvenir, leyenda y verdad, tradición y reforma?

Puesto en el caso de renegar de lo viejo ó lo nuevo, prefirió suprimir toda oposición y, estrechando contra el pecho la dorada piqueta, se acercaba y besaba el muro.

Y eso es lo que enterramos, pálidos de dolor, vacilantes de fatiga y cansancio, apoyando las manos heladas en los blancos sarcófagos que, en nuestra frialdad, nos parecen calientes.

¡Adiós, Blasco dichoso, adiós! Se marchó contigo algo infantil, algo que no tiene quizás horizontes que se pierdan en vastas lejanías, como no los tienen esas casas de campo con que juegan los niños.

Pero que es tierno, blando, amoroso, como tus libros, como tus dramas, como tus crónicas adorables, en que siempre hay un rayo de luz y unos haces de grato calor.

Nosotros también te seguiremos; pero no nos acompañará quizás ni un amigo, ni a nuestro paso se arrojarán flores, ni de nuestro acento desmayado resonarán ecos.

Y faltos de esa fe que consuela y de ese vigor que tonifica, caeremos fatigados sin gloria, para que sobre nuestro cuerpo, que no encontró ni ambiente, ni luz, ni amor ni misericordia, se deslice aterido el gusano.

Antonio ZOZAYA