¡Amigo hasta la muerte!: 2

Nota: En esta transcripción se ha respetado la ortografía original.

II

La oración sería, cuando ya entre dos luces metió la cabeza un emponchado por la ventanita trasera de su pobre rancho, sorprendiendo cuadro de lástimas, ayes, llantos y gemidos que partían el corazón, el mismo corazón que no tembló cuando leyeron su sentencia!

De rodillas ante una tosca imagen de San Santiago, entre dos velas amarillentas de baño, cuyo pabilo ennegrecido humeaba, vió á su hermana con sus cuatro hijitos, rezando el bendito y rogando al Santo de su pueblo por la salvación del padre en capilla, mientras que en otro rincón más obscuro se ponía su mujer, á quien recién se le anunciaba la tremenda desgracia, el escapulario del Carmen, descolgándolo de la cabecera de la ancha cama de su buen compañero, para llevárselo como único consuelo en su pobreza.

Oyendo entre llantos y Padrenuestros, la voz de la mayorcita: «Tata Dios: salvá te pido á mi tatita» al buen paisano subiéndole el dolor que se liquida con los jugos del alma, dos lagrimones como garbanzos se le cayeron. Luego, reponiéndose un poco, dió vuelta y entró diciendo:

— Aquí estoy con ustedes; todavía me encuentro entre los vivos. Vengan mis pedazos!

Y abriendo los brazos, cual gallina que cobija bajo sus alas sus polluelos todos, una ponchada de criaturas fué oprimida fuertemente sobre aquel honrado corazón.

Bien pronto se disipó el temor de las criaturas con la impresión del aparecido, pues acababan de oír podían ya dar al padre por muerto.

Acaso la mujer creyó un instante fuera el alma del ajusticiado aparecida á reconvenirle por no haber corrido con más prisa en su socorro.

Sentando sobre las rodillas á los más chicos: — Vengo á despedirme de todos y á darles el adiós!

— Yo te ocultaré donde nadie dé con vos, — dijo la mujer, creyendo habría logrado escapar.

— No es eso, hijita, sino que mañana debo llegar tempranito al otro mundo. Lo que más sentía era no despedirme de todas vosotras, ni verlos más. Como la última gracia nunca se niega al sentenciado me han concedido ésta, pero no puedo faltar una hora á la fijada, pues fusilarían en mi lugar á mi buen amigo Ciriaco, y tan bueno, como suelen no encontrarse dos en la vida. Su abnegación llega á ofrecerse le fusilen en mi reemplazo.

En apeñuscamiento, esposa, hermana, hijos, le estrechaban con la mayor efusión entre lágrimas, besos y abrazos, rogándole por todos los Santos se escondiera, huyera bien lejos; después galoparían tras él hasta el fin del mundo por juntarse.

— Imposible. ¡Mi palabra está empeñada! ¿No comprenden ustedes lo que es un amigo que se ofrece á morir por otro? ¿Cómo puedo traicionar la confianza de mi compadre, y la palabra del Cura, intercediendo por este mi último gustazo?

— Pero si no se han de animar á fusilar á ño Ciriaco, tan buenazo é inocente, que no ha hecho nada para que lo maten! — decía la viuda ó casi viuda, ya de rebozo negro.

— ¿Que nó? ¿Y qué he hecho yo, y sin embargo me fusilan? No saben lo malazo que se han puesto ahora con la redota. Cuatro tiritos a mi compadre, bien pegados, sin perjuicio de reservarme otros cuatro cuando me agarren, y la felonía de haber dejado colgado a un amigo tan generoso, remordimiento que me perseguiría sin dejarme dormir, llevando la muerte sobre el corazón, por los pocos días que pudiera substraerme á lo inevitable. No. ¡yo no soy felón! Mejor es morir como hombre, que nunca hice asco á la muerte. Vamos; hablemos de otra cosa. No entristezcan mis últimos que están muy sabrosos.

Luego de repetirles que no se afligieran, y consolarles él, que más consuelo necesitaba: — En lugar de llorar, encomiéndenme á Dios, les dijo, y vamos á rezar juntos, á la Virgen y mi Patrona del Carmen.

Hincados, padre, madre é hijos ante la ennegrecida imagen de San Santiago, no le pedía un blanco caballo sobre el que se le representa, más ligero que el pampero, para salvar de un galope hasta más allá del confín de una tierra en que se colgaban de los algarrobales á sus valientes defensores, sino que se encomendaba al Santo de su pueblo, salvara su alma pecadora.

Y un poco más tranquilo, después de pedir el auxilio del cielo:

— Se me ocurre una cosa, — agregó mirando al Santo, como si de él viniera la inspiración, — yo no puedo faltar á mi palabra, pero si mi Dios me protege y no debo morir todavía, oye bien lo que te voy á decir, mi hijo. Mañana bien temprano, vos, Perico, que eres más gauchito, te vas en el parejero de mi compadre, y le dejas con la rienda alzada lo más cerca que puedas detrás del banquillo, que si Santiago me ayuda he de salvarme. Pero hasta entonces silencio y entereza, que llantos no ayudan á salir del paso.