I


Carta o cuenta familiar
que, en estilo algo ramplón
da un poeta algo coscón
a una condesa sin par.


Incomparable condesa,
mi gentil hospedadora;
allá va, ¡vaya en buen hora!,
una carta con sorpresa.

Del mes que en Zarauz estuve
quieres saber la impresión
que hizo en mi imaginación
lo que vi por donde anduve:

y en verso es como lo quieres
y pronto; porque te crispas
de impaciencia, y echas chispas
cuando aguardas: que así eres:

Allá va mi relación
a modo de las de ciego;
y no sé si a tus pies llego
con ella en buena ocasión.

Y digo: llegué a Zarauz…
y antes de ir más adelante,
mándame tú el consonante;
aquí no los tengo en auz.

Ya lo ves: ¿no te convences
de que no has de hallar poeta
que en verso se comprometa
a meter nombres vascuences?

¿Qué quieres que haga de Azcoitia
de Aizarnazábal y Azpeitia,
si ni me llamo Artabeitia,
ni nací en Medinagoitia?

Mas tú eres una mujer
que como tiras, aprietas;
y si pides tijeretas,
tijeretas han de ser.

He aquí, pues, mi narración:
de ir a Zarauz algún día
tiempo ha que aceptado había
tu graciosa invitación.

Ya era algo tarde: pasaba
ya de octubre el primer día,
y vi que, si no corría,
ya en Zarauz no te alcanzaba.

El tren de San Sebastián
tomé, pues; y en su estación
me encontré de sopetón
en los brazos de don Juan.

Mas no vayas a creerte
que con mi Tenorio sueño:
don Juan es mi amigo y dueño
el marqués de Villafuerte;

y pues que tiene contigo
parentesco tan cercano,
no te digo más, y es llano
que a mí me honra en ser mi amigo.

Siempre me ha querido bien,
lo que le agradezco yo
con el alma: él me buscó,
y él me sacó del andén.

Él, con el tren de las dos,
partir a Madrid debía,
y tiempo no más había
para darnos un adiós:

de modo que con tal prisa
almorzamos, que en la mesa
me presentó a la marquesa
y a sus hijas: mas la risa

nos retozaba al hacer
así, tan de refilón,
tan rara presentación
a dama de tal valer.

Yo no sé lo que de mí
pensarían la marquesa
ni las chicas; por sorpresa
pasó todo; y yo no vi

más que el porte señorial
de la madre, la esbeltez
de las niñas, cuya tez
tiñe el rubor virginal

ante obsequios cortesanos,
y que eran de ojos muy bellos,
riquísimas de cabellos,
y finas de pie y de manos.

Los muchachos, que después
a saludarme vinieron…
de cuadros me parecieron
de Rubens o el Veronés.

Un mancebo de hechicera
faz, vivo, franco y despierto,
con ojos de cielo abierto
y de ángel con cabellera.

Vino una rubia…, ¡un divino
modelo de Rafael!,
y otro, un diablejo; va en él
encerrado un torbellino.

Todo esto pasó ante mí
como un sueño indefinido,
entre el desorden y el ruido
con que se acababa allí

de encorrear las valijas
para enviarlas por delante,
y el bulle-bulle incesante
del marqués y de sus hijas.

«¡Las tres!, ¡a escape! —al andén
—los billetes…, el de ingreso
para usted— ya del expreso
se oye el pito —ahí está el tren.
¡Al coche! —No estamos bien
en uno. —Tenemos dos.
—¡Un abrazo! —¡Adiós! —¡Adiós!…»
¡y ahí va la locomotora!
y así viajamos ahora
de un descrismamiento en pos.