​«Sic transit...»​ de Emilia Pardo Bazán


Me trajo el mozo la copa de coñac pedida dos minutos antes, y mientras la paladeaba despacito, fijé una escrutadora mirada en el individuo que ocupaba la mesa próxima.

Era él, él mismo; no podía caberme duda ya. Pero ¡cuán ajado, maltrecho y diferente de sí propio! Sobre el grasiento cuello de panilla de su gabán caían en desorden los lacios y entrecanos mechones de la descuidada cabellera; la camisa no se veía, probablemente estaría sucia y la ocultaba por pudor social. Como tenía inclinada la cabeza para leer un periódico francés, sólo pude ver su perfil devastado y marchito, y las abolsadas ojeras que rodeaban sus pálidos ojos.

Contemplábale yo con punzante curiosidad, y me acudían en tropel recuerdos de la última vez que asistí a uno de sus triunfos. Hallábase entonces en la plenitud de sus facultades y talento; es verdad que algunos malcontentadizos dilettanti empezaban a decir que decaía, mas el público opinaba de muy distinta manera. Y por señas que, como justamente la postrera noche que pasé en Madrid, fuese la del beneficio del gran artista, aflojé los cinco pesos que el Pájaro me exigió por la butaca, y asistí a una ovación entusiasta, delirante.

¡Qué voz, cielo santo, qué voz pura, apasionada, angelical! ¡Con qué facilidad ascendía a las alturas vertiginosas de los dos y síes más inaccesibles a gargantas profanas! ¡Qué modo de filar las notas, y de emitirlas, cada una aparte, distinta y clara, al par ligada con la anterior y posterior, sin esfuerzo alguno, sin desgañitarse, antes con serenidad y gracia encantadora!

Y además de estos primores de ejecución, ¡qué bellezas de sentimiento en las distintas modulaciones de tan soberana voz, y en la inteligente mímica que las realzaba! El papel de Edgardo en Lucía no fue nunca mejor comprendido que aquella inolvidable noche. ¿Era hermoso o feo el excelso tenor? Lo ignoro, pero pienso que Walter Scott, el novelista-poeta que inmortalizó las desventuras del laird de Ravenswood, no pudo soñar más melancólico, varonil e interesante Edgardo. Tierno y dulce en la escena del jardín; trágico y sublime en la de los desposorios; sombrío y fiero en la del reto; transido de amor en la bellísima final, siempre era el tipo romántico que las imaginaciones ardorosas y juveniles se figuran ver alzarse entre las nieblas de Escocia.

Hundíase el teatro, como suele decirse, a puras salvas de aplausos; llovían sobre la escena coronas y ramos de flores, y del fondo rojo obscuro del proscenio, donde ostentaba su soberbia toilette una aristocrática beldad, se destacó un brazo escultural, enguantado de blanco, y un ramillete de nevadas camelias, sobre las cuales negreaban dos cifras formadas de obscurísimos pensamientos, cayó, envuelto aún en el perfumado pañuelo de encaje, a los pies de Edgardo, mientras un cuchicheo discreto inclinaba unas hacia otras las cabezas femeniles en los demás palcos, cual se doblan las espigas al soplo del aire. El tenor daba gracias al público, apoyando sobre el corazón la mano izquierda, en cuyo dedo meñique lucía un solitario como una avellana, regalo del zar.

¡Si me parecía que le estaba viendo aún! Mediante la transfiguración del arte, el hombre viejo y mal vestido que enfrente iba convirtiéndose en el Edgardo arrebatador que me sedujo diez años antes. Levantábase ante mí su gallarda figura, su italiana y morena tez empalidecida por el reflejo del gas, su negra barba, sus ojos centelleantes, su descubierta garganta de estatua, cuyos tendones se dibujaban bajo el limpio cutis, su traje de terciopelo negro con cuello de guipur, la noble actitud con que arrojaba su capa y se quedaba inmóvil, cruzado de brazos, sobre la escalinata de la cámara donde se celebraban los desposorios de Lucía. Oía de nuevo su voz, el acento desesperado con que pronunciaba: Stirpe iniquia, y sus notas penetrantes recorrían mis nervios y me producían inexplicable escalofrío. Era el mismo Edgardo, ¡y estaba a dos pasos en la mesa próxima!

Movido por irresistible impulso, me acerqué, y le tendí la mano, preguntándole si tenía el gusto de hablar al célebre tenor. Preguntelo no sé por qué, por el placer de oírlo de sus labios. Alzó sus ojos apagados e indiferentes, y a media voz me dijo un «¡El mismo!» que me pareció lleno de tristeza y resignación.

-Pero ¡usted por aquí!

-En efecto.

-Yo le he admirado a usted en el Real... En Puritanos, en Lucía... ¿Se acuerda usted?

-¡Ah, sí!..., ¡otros días!... -pronunció en italiano.

Vi animarse un tanto sus mejillas, donde unos atisbos de colorete y albayalde, mal borrados por la toalla, parecían los últimos arreboles de su gloria.

-¿Y es cierto que viene usted a cantar aquí?

Sacó del bolsillo una petaca muy usada de cuero de Rusia, con iniciales de oro, resto sin duda del pasado esplendor, y de ésta un cigarro, y me pidió fuego.

-Cantaré,... sí, como pueda.

Díjolo carraspeando y noté que la voz del ángel se parecía ahora al glocitar de un pollo.

-¿En una capital de provincia? ¿En un teatro tan malo? ¿Ante una concurrencia...?

Mis palabras despertaron al tenor de oficio, al hombre habituado a captarse con afables palabras las simpatías de los concurrentes entre bastidores.

-¡Oh! -exclamó-. El ilustrado público de Marineda... ¡Oh! Yo he escuchado hacer elogios de su competencia... ¡Oh!

Y diciendo esto, una halagadora sonrisa, casi suplicante, entreabrió sus labios, y su mirada se posó cariñosamente en mí. No me dejé seducir.

-¿Es cierto -le pregunté- que ha perdido usted la voz a consecuencia de un enfriamiento que cogió en Nueva York?

Inclinó la cabeza sobre el pecho y no contestó palabra. Comprendí que el asunto de conversación le era displicente, y llamé al mozo, pidiéndole unas copas de chartreuse de lo más fino.

-¡Oh! ¡Grazie! -murmuró al verlas delante-. No uso... Licores, vinos, especias... ¡Oh! Pimienta, pimienta, sopra tutto! Los yanquis abusaban de las especias y los vinos... Yo no llevé a Nueva York mi cocinero, sentite...

Entonces, incitado por mis preguntas y mi no fingido interés, comenzó a explicar el régimen funesto seguido en Nueva York, las primeras notas veladas, la desesperación de la primera ronquera, la indisposición repentina, la cólera del público, la reaparición, los inútiles esfuerzos para reavivar el entusiasmo. Las palmadas escasas y frías, esos síntomas iniciales de indiferencia, desgarradores en todo amor... Sus mejillas se encendían, y a veces, por entre su voz resquebrajada, asomaba una inflexión de terciopelo, como de la arruinada pared de un palacio cuelgan aún jirones de rica tapicería.

Por último se levantó y llamó al mozo para pagarle; pero yo le había hecho una disimulada seña, y el mozo, con muchas cortesías, se negó a recibir un cuarto. El tenor me estrechó la diestra y por un momento, en su rostro, que iluminó el júbilo, observé la feliz transformación que se nota en la cara de una mujer, ayer hermosísima y hoy marchita por la edad, si algún soldado o gañán, en la calle, le dirige a su manera un requiebro.