"CORSO"



En un remoto pueblecillo vivía un viejo galeno entregado en cuerpo y alma al manso oficio de curar. Sin hijos, compartía su vida con Doña Perpetua, su mujer, y con "Corso", la bestia que tiraba a diario de su destartalada calesa.

Cuando tenía alguna gresquecilla con su mujer, íbase al establo a ver a "Corso". Le palmeaba, le pasaba la mano por el lomo, le acariciaba las orejas, y cuando se acordaba de algún enfermo grave, metía las manos en los bolsillos, miraba al compañero de diaria fatiga y se quedaba pensativo. "Corso" dejaba de comer y ponía triste la mirada como si también pensara en el caso. Al fin el galeno decía: qué diablos..., y se ponía en marcha; entonces veníale a "Corso" un estornudo, como si dijera: anda, que Dios proveerá...

Decía el viejo médico que "Corso" era el ser más inteligente que él había conocido. Y sí que lo era. El sabía donde debía pararse cuando el viejo práctico visitaba a sus enfermos; conocía el mejor vado y salvaba los baches sujetando el andar de manera que nadie sufriera el contragolpe: ni el amo ni él. Y cuando el Dr. Molina que así se llamaba su amo—poníase a hablar solo, cosa que sucedía a menudo, veníale a "Corso" una tosecilla que el galeno reprimía con un recio movimiento de riendas... Y era resignado; cuando no había pienso, sabía esperar, y apenas si los clientes del físico, aposentados en el ancho zaguán, oían alguna patada en el establo, como si la pobre bestia exclamara: bueno, pues, ya pasa esto de castaño obscuro...

Provisto el gallinero, algunos ahorros dados a rédito, consideración y bendiciones del vecindario, amistad inalterable con el boticario, el cura y el juez, salud del alma y del cuerpo, qué más felicidad, qué mayor beatitud para un galeno sencillo, bueno, católicamente ignorante, viejo ya, en el último tramo de la fatal pendiente?

Miedo tenía su mujer de tanta felicidad, de tanto vivir sin desazón, y no había día que no fuera a la iglesia a dar gracias a Dios por tanta ventura dispensada.

Pero la maledicencia es sutil. Ella anda por todas partes: se enseñorea de los palacios, vaga por los campos, y cuando encuentra alguna puerta cerrada se filtra por una rendija. Una amiga de Doña Perpetua díjole un día que el viejo médico se demoraba más de lo necesario en casa de una dama achacosa, viuda, famosa por su antigua belleza. Fué esta revelación para la seneilla consorte un recio golpe que ella supo disimular con cristiana sensatez.

Era Doña Perpetua una mujer hecha de religión, que da fortaleza, y de escasa lectura que da sólo deberes. Ella sabía que los hombres son los hombres, y que la mujer es hecha para callar y tener paz... Pero tenía una espina que la incaba cuando estaba a solas. Sería cierto?... Su marido nunca le dijo que la dama achacosa fuera su cliente. — Si "Corso" hablara... — decía Doña Perpetua.—Y más de una vez fuése al establo. (Seguro que la noble bestia diría para su capote: ni aquí me dejan tranquilo) Doña Perpetua observaba a "Corso", y repetía entre dientes: "Si este pobrecillo tuviera el don de la palabra!"—El animal parecía que entendía, dejaba de comer, se mosqueaba con la cola, como preparándose para el discurso... y después hundía la cabeza en el pesebre, como si exclamara con fastidio: qué me viene Vd. con esa música Doña Perpetua...

La sencilla mujer salía descorazonada, y después de unos dos o tres suspiros dirigíase aliviada a reunirse con su marido.

Pero el demonio es tentador. La santa mujer se hizo un día esta reflexión. Si "Corso" tiene el talento de pararse solo en las casas de los enfermos que asiste mi marido, claro está que si yo paso en la calesa por lo de la dama achacosa el dócil animal ha de detenerse y se habrá descubierto el pastel".

Hízolo así Doña Perpetua. Una tarde que el viejo médico echaba cuentas, manifestóle su mujer deseos de dar un vueltecilla en la calesa. Cayó la limonera sobre los sufridos lomos de "Corso", y a andar. Pero el pícaro animal sabía que esa tarde no iba el galeno en la calesa: lo sabía porque necesitaba de mayor esfuerzo para tirar del carruajecillo, y lo sabía por un temblor de las riendas que le daba cierto cosquilleo en el pescuezo, fué por eso que no se detuvo en casa de la dama achacosa.

Fuera de sí, Doña Perpetua, púsose a toda brida en camino de la casa. Llegó, y lo primero que hizo al bajar de la calesa fué dar al inocente "Corso" un beso en la frente.

El galeno que vió esto desde adentro, gritó:

—Qué haces, mujer, estás loca...?

Ella respondió:

—Si es un santo!...