XIV

Agustín de Montoria y yo hicimos la guardia con nuestro batallón en el Molino de la ciudad, hasta después de anochecido, hora en que nos relevaron los voluntarios de Huesca, y se nos concedió toda la noche para estar fuera de las filas. Mas no se crea que en estas horas de descanso estábamos mano sobre mano, pues cuando concluía el servicio militar empezaba otro no menos penoso en el interior de la ciudad, ya conduciendo heridos a la Seo y al Pilar, ya desalojando casas incendiadas o bien llevando material a los señores canónigos, frailes ymagistrados de la audiencia, que hacían cartuchos en San Juan de los Panetes.

Pasábamos Montoria y yo por la calle de Pabostre. Yo iba comiéndome con mucha gana un mendrugo de pan. Mi amigo, taciturno y sombrío, regalaba el suyo a los perros que encontrábamos al paso, y aunque hice esfuerzos de imaginación para alegrar un poco su ánimo contristado, él insensible a todo, contestaba con tétricas expresiones a mi festivo charlar. Al llegar al Coso, me dijo:

-Dan las diez en el reloj de la Torre Nueva. Gabriel, ¿sabes que quiero ir allá esta noche?

-Esta noche no puede ser. Esconde entre ceniza la llama del amor mientras atraviesan el aire esos otros corazones inflamados que llaman bombas y que vienen a reventar dentro de las casas, matando medio pueblo.

En efecto: el bombardeo, que no había cesado durante todo el día, continuaba en la noche, aunque un poco menos recio; y de vez en cuando caían algunos proyectiles, aumentando las víctimas que ya en gran número poblaban la ciudad.

-Iré allá esta noche -me contestó-. ¿Me vería Mariquilla entre el gentío que tocó a las puertas de su casa? ¿Me confundiría con los que maltrataron a su padre?

-No lo creo: esa niña sabrá distinguir a las personas formales. Ya averiguarás eso más adelante, y ahora no está el horno para bollos ¿Ves? De aquellacasa piden socorro y por aquí van unas pobres mujeres. Mira, una de ellas no se puede arrastrar y se arroja en el suelo. Es posible que la señorita doña Mariquilla Candiola ande también socorriendo heridos en San Pablo o en el Pilar.

-No lo creo.

-O quizá esté en la cartuchería.

-Tampoco lo creo. Estará en su casa y allá quiero ir, Gabriel; ve tú al transporte de heridos, a la pólvora o a donde quieras, que yo voy allá.

Diciendo esto, se nos presentó Pirli, con su hábito de fraile, ya en mil partes agujereado, y el morrión francés tan lleno de abolladuras y desperfectos en el pelo, chapa y plumero, que el héroe, portador de tales prendas, más que soldado parecía una figura de Carnaval.

-¿Van Vds. al acarreo de heridos? -nos dijo-. Ahora se nos murieron dos que llevábamos a San Pablo. Allá quieren gente para abrir la zanja en que van a enterrar los muertos de ayer; pero yo he trabajado bastante, y voy a descabezar un sueño en casa de Manuela Sancho. Antes bailaremos un poco: ¿queréis venir?

-No; vamos a San Pablo -contesté- y enterraremos muertos, pues todo es trabajar.

-Dicen que los muchos difuntos envenenan el aire y que por eso hay tanta gente con calenturas, las cuales despachan para el otro barrio más pronto que los heridos. Yo más quiero el pastel caliente quela epidemia, y una señora no me da miedo; pero el frío y la calentura, sí. Conque ¿vais a enterrar muertos?

-Sí -dijo Agustín-. Enterremos muertos.

-En San Pablo hay lo menos cuarenta, todos puestos en una capilla -añadió Pirli-, y al paso que vamos, pronto seremos más los muertos que los vivos. ¿Queréis divertiros? Pues no vayáis a abrir la zanja, sino a la cartuchería, donde hay unas mozas... Todas las muchachas principales del pueblo están allí y de cuando en cuando echan algo de canto y bailoteo para alegrar las almas.

-Pero allí no hacemos falta. ¿Está también Manuela Sancho?

-No: todas son señoritas principales, que han sido llamadas por la junta de seguridad. Y también hay muchas en los hospitales. Ellas se brindan a este servicio, y la que falta es mirada con tan malos ojos, que no encontrara novio con quien casarse en todo este año ni en el que viene.

Sentimos detrás de nosotros pasos precipitados, y volviéndonos, vimos mucha gente, entre cuyas voces reconocimos la de D. José de Montoria, el cual al vernos, muy encolerizado nos dijo:

-¿Qué hacéis, papanatas? Tres hombres sanos y rollizos se están aquí mano sobre mano, cuando hace tanta falta gente para el trabajo. Vamos, largo de aquí. Adelante, caballeritos. Veis aquellos dos palos que hay junto a la subida del Trenque, con una viga cruzada encima, de la quependen seis dogales? ¿Veis la horca que se ha puesto esta tarde para los traidores? Pues es también para los holgazanes. A trabajar, o a puñetazos os enseñaré a mover el cuerpo.

Seguimos tras ellos, y pasamos junto a la horca, cuyos seis dogales se balanceaban majestuosamente a impulso del viento, esperando gargantas de traidores o cobardes.

Montoria, cogiendo a su hijo por un brazo, mostrole con enérgico ademán el horrible aparato, y le habló así:

-Aquí tienes lo que hemos puesto esta tarde; ¡mira qué buen regalo para los que no cumplen con su deber! Adelante: yo que soy viejo, no me canso jamás, y vosotros jóvenes llenos de salud, parecéis de manteca. Ya se acabó aquella gente invencible del primer sitio. Señores, nosotros los viejos demos ejemplo a estos pisaverdes, que desde que llevan siete días sin comer, se quejan y empiezan a pedir caldo. Caldo de pólvora os daría yo y una garbanzada de cañón de fusil, ¡cobardes! Ea, adelante, que hace falta enterrar muertos y llevar cartuchos a las murallas.

-Y asistir a los enfermos de esta condenada epidemia que se está desarrollando -dijo uno de los que acompañaban a Montoria.

-Yo no sé qué pensar de esto que llaman epidemia los facultativos, y que yo llamo miedo, sí señores, puro miedo -añadió D. José-; porque eso dequedarse uno frío, y entrarle calambres y calentura y ponerse verde y morirse, ¿qué es si no efecto del miedo? Ya se acabó la gente templada, sí señores, ¡qué gente aquella la del primer sitio! Ahora en cuanto hacen fuego nutrido y lo reciben por espacio de diez horas ¡una friolera!, ya se caen de fatiga y dicen que no pueden más. Hay hombre que sólo por perder pierna y media se acobarda y empieza a llamar a gritos a los santos Mártires diciendo que lo lleven a la cama. ¡Nada, cobardía y pura cobardía! Como que hoy se retiraron de la batería de Palafox varios soldados, entre los cuales había muchos que conservaban un brazo sano y mondo. Y luego pedían caldo... ¡Que se chupen su propia sangre, que es el mejor caldo del mundo! ¡Cuando digo que se acabó la gente de pecho, aquella gente, porra, mil porras!

-Mañana atacarán los franceses las Tenerías -dijo otro-. Si resultan muchos heridos, no sé dónde los vamos a colocar.

-¡Heridos! -exclamó Montoria-. Aquí no se quieren heridos. Los muertos no estorban, porque se hace con ellos un montón y... pero los heridos... Como la gente no tiene ya aquel arrojo, pues... apuesto a que defenderán las posiciones mientras no se vean reducidos a la décima parte; pero las abandonarán desde que encima de cada uno se echen un par de docenas de franceses... ¡Qué debilidad! En fin, sea lo que Dios quiera, y pues hay heridos yenfermos, asistámoslos. ¿Qué tal? ¿Se ha recogido hoy mucha gallina?

-Como unas doscientas, de las cuales más de la mitad son de donativo, y las demás se han pagado a seis reales y medio. Algunos no las quieren dar.

-Bueno. ¡Que un hombre como yo se ocupe de gallinas en estos días!... Han dicho Vds. que algunos no las querían dar, ¿eh? El señor capitán general me ha autorizado para imponer multas a los que no contribuyan a la defensa, y sin ruido ni violencia arreglaremos a los tibios y a los traidores... Alto, señores. Una bomba cae por las inmediaciones de la Torre Nueva. ¿Veis? ¿Oís? ¡Qué horroroso estrépito! Apuesto a que la divina Providencia, más que los morteros franceses, la ha dirigido contra el hogar de ese judío empedernido y sin alma que ve con indiferencia y hasta con desprecio las desgracias de sus convecinos. Corre la gente hacia allá: parece que arde una casa o que se ha desplomado... No, no corráis, infelices; dejadla que arda, dejadla que caiga al suelo en mil pedazos. Es la casa del tío Candiola, que no daría una peseta por salvar al género humano de un nuevo diluvio... Eh, Agustín, ¿dónde vas? ¿Tú también corres hacia allá? Ven acá, y sígueme, que hacemos más falta en otra parte.

Íbamos por junto a la Escuela Pía. Agustín, impulsado sin duda por un movimiento de su corazón, tomó a toda prisa la dirección de la plazuela de San Felipe, siguiendo a la mucha gente que corría haciaeste sitio; pero detenido enérgicamente por su padre, continuó mal de su grado en nuestra compañía. Algo ardía indudablemente cerca de la Torre Nueva, y en esta los preciosos arabescos y las facetas de los ladrillos brillaron enrojecidos por la cercana llama. Aquel monumento elegante, aunque cojo, descollaba en la negra noche, vestido de púrpura, y al mismo tiempo su colosal campana lanzaba al aire prolongados lamentos.

Llegamos a San Pablo.

-Ea, muchachos, haraganes -nos dijo D. José-, ayudad a los que abren esta zanja. Que sea holgadita, crecederita; es un traje con que se van a vestir cuarenta cuerpos.

Y emprendimos el trabajo, sacando tierra de la zanja que se abría en el patio de la iglesia. Agustín cavaba como yo, y a cada instante volvía sus ojos a la Torre Nueva.

-Es un incendio terrible -me dijo-. Mira, parece que se extingue un poco, Gabriel; yo me quiero arrojar en esta gran fosa que estamos abriendo.

-No haya prisa -le respondí-, que tal vez mañana nos echen en ella sin que lo pidamos. Con que dejarse de tonterías y a trabajar.

-¿No ves? Creo que se extingue el fuego.

-Sí: se habrá quemado toda la casa. El tío Candiola habrase encerrado en el sótano con su dinero y allí no llegará el fuego.

-Gabriel, voy un momento allá; quiero ver siha sido su casa. Si sale mi padre de la iglesia, le dirás que... le dirás que vuelvo en seguida.

La repentina salida de D. José de Montoria impidió a Agustín la fuga que proyectaba, y los dos continuamos cavando la gran sepultura. Comenzaron a sacar cuerpos, y los heridos o enfermos que eran traídos a cada instante veían el cómodo lecho que se les estaba preparando, quizás para el día siguiente. Al fin se creyó que la zanja era bastante honda y nos mandaron suspender la excavación. Acto continuo fueron traídos uno a uno los cadáveres y arrojados en su gran sepultura, mientras algunos clérigos, puestos de rodillas y rodeados de mujeres piadosas, recitaban lúgubres responsos. Cayeron dentro todos; y no faltaba sino echar tierra encima. D. José Montoria, con la cabeza descubierta y rezando en voz alta un Padre Nuestro, echó el primer puñado, y luego nuestras palas y azadas empezaron a cubrir la tumba a toda prisa. Concluida nuestra operación, todos nos pusimos de rodillas y rezamos en voz baja. Agustín de Montoria me decía al oído:

-Iremos ahora... mi padre se marchará. Le dices que hemos quedado en relevar a dos compañeros que tienen un enfermo en su familia y quieren pasar a verle. Díselo, por Dios; yo no me atrevo... y en seguida iremos allá.