Zalacaín el aventurero/Libro III/Capítulo II

Zalacaín el aventurero
Libro Tercero: Las últimas aventuras

de Pío Baroja
Capítulo II


EN EL CUAL SE INICIA LA «DESHECHA»


Con la proclamación de la monarquía en España, comenzó el deshielo en el campo carlista. La batalla de Lácar, perdida de una manera ridícula por el ejército regular en presencia del nuevo rey, dió alientos a los carlistas, pero a pesar del triunfo y del botín la causa del Pretendiente iba de capa caída.

La batalla de Lácar no hizo más que enriquecer el repertorio de las canciones de la guerra con una copla que más que para soldados parecía escrita para el coro de señoras de una zarzuela, y que decía así:

        En Lácar, chiquillo,
        Te viste en un tris,
        Si don Carlos te da con la bota
        Como una pelota,
        Te envía a París.


Era difícil, al oir esta canción, no pensar en unas cuantas coristas balanceando voluptuosamente las caderas.

Los carlistas hablaban ya de traición. Con el fracaso del sitio de Irán y con la retirada de don Carlos, los curas navarros y vascongados empezaron a dudar del triunfo de la causa. Con la proclamación de Sagunto, la desconfianza cundió por todas partes.

— Son primos y ellos se entienden --decían los desconfiados, que eran legión.

Algunos que habían oído hablar de un don Alfonso, hermano de don Carlos, creían que a este don Alfonso le habían hecho rey.

Los ambiciosos de los pueblos veían que todas las clases ricas se inclinaban a favor de la monarquía liberal.

Los generales alfonsinos, después de hecho su agosto y ascendido en su carrera todo lo posible, encontraban que era una estupidez continuar la guerra durante más tiempo; habían matado la república, que ciertamente por estólida merecía la muerte; el nuevo gobierno les miraba como vencedores, pacificadores y héroes. ¡Qué más podían desear!

En el campo carlista comenzaba la «Deshecha». Ya se podía andar por las carreteras sin peligro; el carlismo seguía por la fuerza de la inercia, defendido débilmente y atacado más débilmente todavía. La única arma que se blandía de veras era el dinero.

Martín, viendo que no era difícil recorrer los caminos, tomó su cochecito y se dirigió hacia Urbia una mañana de invierno.

Todos los fuertes permanecían silenciosos, mudas las trincheras carlistas, ni una detonación, ni una humareda cruzaban el aire. La nieve cubría el campo con su mortaja blanca bajo el cielo entoldado y plomizo.

Antes de llegar a Urbia, a un lado y a otro, se veían casas de campo derrumbadas, fachadas con las ventanas tapiadas y rellenas de paja, árboles con las ramas rotas, zanjas y parapetos por todas partes.

Martín entró en Urbia. La casa de Catalina estaba destrozada; con los techos atravesados por las granadas, las puertas y ventanas cerradas herméticamente. Ofrecía el hermoso caserón un aspecto lamentable; en la huerta abandonada, las lilas mostraban sus ramas rotas, y una de las más grandes de un magnífico tilo, desgajada, llegaba hasta el suelo. Los rosales trepadores, antes tan lozanos, se veían marchitos.

Subió Martín por su calle a ver la casa en donde nació.

La escuela estaba cerrada; por los cristales empolvados se veían los cartelones con letras grandes y los mapas colgados de las paredes. Cerca del caserío de Zalacaín había una viga de madera, de la que colgaba una campana.

— ¿Para qué sirve esto? --preguntó a un mendigo que iba de puerta en puerta.

Era para el vigía. Cuando notaba un fogonazo tocaba la campana para avisar a la gente de la parte baja.

Entró Martín en el caserío Zalacaín. El tejado no existía; sólo quedaba un rincón de la antigua cocina con cubierta. Bajo este techo, entre los escombros, había un hombre sentado escribiendo y un chiquillo ocupado en cuidar varios pucheros.

— ¿Quién vive aquí? --preguntó Martín.

— Aquí vivo yo --contestó una voz.

Martín quedó atónito. Era el extranjero. Al verse se estrecharon las manos afectuosamente.

— ¡Lo que dió usted que hablar en Estella! --dijo el extranjero--. ¡Qué golpe aquel más admirable! ¿Cómo se escaparon ustedes?

Martín contó la historia de su escapatoria, y el periodista fué tomando notas.

— Puedo hacer una crónica admirable --dijo.

Luego hablaron de la guerra.

— ¡Pobre país! --dijo el extranjero--. ¡Cuánta brutalidad! ¡Cuánto absurdo! ¿Se acuerda usted del pobre Haussonville que conocimos en Estella?

— Sí.

— Murió fusilado. ¿Y del Corneta de Lasala y de Praschcu que fueron de los que nos persiguieron cerca de Hernani?

— Sí.

— Esos dos habían salvado al cabecilla Monserrat de la muerte. ¿Sabe usted quién los ha fusilado?

— ¿Pero los han fusilado?

— Sí, el mismo Monserrat, en Ormaiztegui.

— ¡Pobre gente!

— A otro, llamado Anchusa, de la partida del Cura, debía usted también conocer...

— Sí, lo conocía.

— A ese lo mandó fusilar Lizárraga. Y al «Jabonero», el lugarteniente del Cura...

— ¿También lo fusilaron?

— También. Al «Jabonero» le debía el Cura la única victoria que consiguió en Usurbil cuando defendieron una ermita contra los liberales; pero tenía celos de él y además creía que le hacía traición, y lo mandó fusilar.

— Si esto sigue así no vamos a quedar nadie.

— Afortunadamente ya ha comenzado la «Deshecha» como dicen los aldeanos --contestó el extranjero--.¿Y usted a qué ha venido aquí?

Martín dijo que él era de Urbia, así como su mujer, y contó sus aventuras desde el tiempo en que había dejado de ver al extranjero. Comieron juntos y por la tarde se despidieron.

— Todavía creo que nos volveremos a ver --dijo el extranjero.

— Quién sabe. Es muy posible.