Vascadas editar

Los peones de don Juan Arambeheré estaban, cargando en un vagón fardos de pasto, y trabajaban con cierta flojedad, por el gran calor que hacía, cuando llegó el patrón. Él había sido peón también, unos cuantos años antes, y peón de almacén por mayor, de estos que, por apuesta, suelen llevar al hombro una bordalesa de vino, de trescientos kilos, caminando, con ella cargada, veinte pasos; y no le desagradaba, ahora que estaba en el camino de la fortuna, enseñar, de vez en cuando, a sus subordinados que no había perdido del todo sus pequeños talentos de sociedad.

Se apeó, lo que, por el soplido que este dejó oír, pareció gustar sobremanera a su caballo, pues era corpulento el vasco, musculoso y de poderosa humanidad; a pesar de lo cual, se trepó al vagón, retó por la forma a sus hombres, y, agarrando con las dos manos el alambre de un fardo que trataban los otros, inútilmente, de cambiar de sitio, tiró con todas sus fuerzas. El fardo no se movió; ni se podía mover, pues estaba atrancado por otros, pero a don Juan no le importaba; del momento que él tiraba, tenía que ceder el fardo, ¡...! y siguió tirando, no más, hasta que reventó el alambre, tan de golpe que, de lo alto del vagón y de la pila de pasto, fue a dar de espaldas en la vía el pobre don Juan, lo que le valió un mes de cama.

El que tiene mucha fuerza la debe usar con tino, y sino, se perjudica.

Pero don Juan Arambeheré, de músculos hercúleos y testarudo como él solo, hacía poco caso del tino y aplicaba, con inquebrantable resolución, el sistema de la fuerza bruta a todos los problemas de la vida. Y cuando, con brio ciego, enderezaba a algún pantano... y se quedaba en él, sacudía el mancarrón con toda clase de nombres y apellidos, sin reservarse para sí ninguno, como hombre modesto que era, lo mismo que hubiera hecho con el alambre, sino se hubiera desmayado, al caer.

La prudencia más elemental parecía serle extraña; y un día que andaba muy apurado para alcanzar el tren, pensaría que la línea recta es la más corta, aun cuando está sembrada de vizcacheras, pues entre estas, azotó al caballo como si tal cosa y pegó una rodada feroz, naturalmente. Se levantó, cubiertas de tierra su ropa dominguera y la boina nueva, pero, muy fresco, se sacudió, y se consoló pronto, al ver que, por suerte, no se le había roto el pito.

Cuidaba sus ovejas con mucha prolijidad, y los vecinos podían tomar por modelo las majadas de don Juan Arambeheré. La sarna no tenía peor enemigo que él y no mezquinaba remedio ni trabajo para extirparla. Pero sucedió que, un año, fue tan porfiada que ya no sabía don Juan que hacer, y se le ocurrió que sólo recargando el baño con una dosis bárbara de remedio, la iba a vencer. Y le metió el doble, ¡...! de lo que rezaba el prospecto. El resultado fue inmediato, y doscientas ovejas se le murieron en el día.

Quedó un poco ajada su convicción de que nunca daña la abundancia; pero no por esto dejó de seguir comiendo hasta reventar, y bebiendo vino como pipa, cada vez que se le ofrecía la ocasión, pues ¡...! él no era oveja, y el vino no es veneno.

Firme en estos principios, y como le gustaba mucho el pavo gordo, quiso hacer como su vecino don Urbano, un bearnés vivo, que cebaba los suyos a la fuerza, con pelotillas de harina y con maíz; pero quiso engordar los de él más ligero y mejor, y para esto ¡...! le metió al pavo tanto maíz en el buche que lo ahogó.

Difícilmente pudo entender que con maíz se pudiera ahogar un pavo, pero ahí estaba, no más, la prueba.

Con todo, le parecía ser esto como si, cuando iba uno a pagar cien pesos, hubiera tenido que sacar del tirador justito los cien, en vez de sacar, como siempre hacía él, un puñado siquiera de cinco mil, por lo menos; no para lucirse, no crean, sino porque siempre es mejor que sobre y no que falte.

Oyendo contar don Juan que unos troperos, sus compatriotas, habían querido, en otros tiempos, hacer caer la piedra Movediza del Tandil, y no lo habían podido conseguir:

-«¡Vascada linda hubiera sido!» exclamó, pero pensó que no debían haber sido vascos de veras, ya que no habían atado bastantes yuntas de bueyes.

Don Juan Arambeheré sentía no haber estado allí; no hubiera cejado él, no, para conquistar semejante gloria, pues cuando se metía algo en la cabeza, ¡..!

Y, a veces, le habían aprovechado la maña; como aquel que habiéndole, en una feria, ofrecido en vano, por quinientos pesos, un carnero premiado, se lo hizo pagar mil en el remate, ayudado por dos gurupíes: uno que hacía posturas, y otro que le decía al vasco: «Déjelo, hombre; no ve que son muchos los que lo quieren», lo que aguijoneaba de tal modo a don Juan que, por ningún precio, lo hubiera dejado ir.

Pero, ingenuo como era, al punto de ceder por un momento, durante un almuerzo, a la maligna insinuación que los caracoles se comían con cáscara y todo, le parecía conveniente, para dar a sus pesos todo su valor, imponer bien al médico de lo que, por su plata, exigía; y un día que había venido a ver al doctor, con su sobrino, pobre joven, víctima de una de esas enfermedades que, celosas, velan en las puertas del paraíso, le dijo:

-«Mirá, sabes; está medio... embromado, sabes; fícate bien. Y es preciso darle unos arremedios que arrempujen, sabes, para que no gaste plata al ñudo».