​Vacuna​ de Rafael Barrett


«Scire est mensurare», decía Képler. Saber es medir. De Képler acá, el desarrollo de las ciencias ha hecho cada vez más axiomático el aforismo. «Si sabéis medir aquello de que habláis, dice lord Kelvin, y expresarlo por medio de una cifra, algo sabéis de vuestro asunto». El cuerpo de una ciencia que merece el nombre de tal es un conjunto de medidas, una estadística suficiente, y cuando la ley probable nos reproduce los números de la observación con un error más pequeño que el imputado a los instrumentos, la ciencia es exacta. La mecánica celeste entera, casi toda la física y gran parte de la química son exactas. En cambio, casi toda la medicina es empírica y conjetural. La medicina sólo pasa por ciencia a los ojos de los que, ignorando las matemáticas aplicadas, no tienen concepto alguno de lo que la ciencia es. El médico mide la temperatura, la presión arterial, los coeficientes respiratorios; hay una energética fisiológica, una química de nutrición, un ensayo de una química de la infección y de la inmunidad; hay un bosquejo de una electrotecnia del sistema nervioso... es indiscutible. Pero lo que el médico mide es todavía insignificante; islotes cuantitativos en medio del mar cualitativo, es decir, en medio de lo que aún está lejos de ser ciencia. El médico, habitualmente, nada en pleno azar. No le culpéis; el organismo humano es mucho más complicado y misterioso que el firmamento; por eso la astronomía es más perfecta que la fisiología, y más pobre. En lo perfecto hay siempre un fondo limitado y simple. No culpéis tampoco al médico de su anómala suficiencia; la sugestión es una terapéutica apreciable, y esa piadosa farsa sacerdotal le permite consolar y aliviar al que sufre.

¿Debemos vacunarnos? He aquí, a mi entender, una cuestión de pura simpatía. Para fijar científicamente el valor de la vacuna sería necesaria una estadística, quimérica por lo enorme. ¿Y cómo separar de la influencia vaccínica la de los factores higiénicos? Si pretendiéramos conocer los efectos a largo plazo, en lo que respecta a inferiorización del terreno fisiológico, la estadística -mejor dicho el censo- llegaría a lo descomunal. Apenas el milésimo de los datos posibles obra en nuestras manos. Lo positivo es que también los vacunados se enferman de viruela y mueren. Sin embargo, la vacuna quizá sea útil. No nos está prohibido creer en ella; lo que nos está prohibido es creer en ella de una manera científica. Se trata de una creencia religiosa. Esta seudo-verdad ha durado un siglo. Es bastante vida para un dogma tan menudo. Aunque fuera verdad, debe eclipsarse. Sería una verdad mal comprendida, aislada de la investigación corriente, tal vez por no haberse obtenido hasta la fecha el microbio variólico, una verdad estéril por haber sido descubierta sin motivos y aceptada sin esfuerzo, una verdad desacreditada por su triunfo y que, si vale la pena, volveremos a descubrir más tarde.

En la legítima contienda entre vacunistas y antivacunistas, de la cual hemos de felicitarnos -la unanimidad, ha dicho Gourmont, es una cosa triste- los antivacunistas me inspiran confianza porque son pocos. Las certidumbres nuevas, como el sol naciente, brillan en una minoría de cumbres, a veces en una sola. Cuando el buque se acerca a tierra, no es la multitud de a bordo quien la ve primero, sino el vigía solitario en su mástil. Estos herejes de la vacuna son simpáticos. Lo son tanto más, cuanto que se ha deliberado sobre si convenía hacerles callar a la fuerza. Entonces ha parecido evidente que tenían razón.

Ciertos argumentos suyos, no obstante, carecen de solidez. «La vacuna obligatoria, dicen, es un disparate, porque una persona sana no constituye peligro». Pero si la vacuna inmuniza realmente contra la viruela, claro está que los vacunados son menos peligrosos que los no vacunados. No contagian hoy, mas contagiarán mañana. Se aísla a los variolosos, no por los contagios que han producido ya, sino por los que han de producir. El peligro y las medidas para evitarlo, se refieren a un futuro remoto o próximo. Matamos o encarcelamos a los criminales con el fin de que no nos perjudiquen más. El crimen ejecutado no tiene importancia, puesto que no tiene remedio. La reincidencia presunta es lo que justifica nuestra represión. Los delincuentes son castigados por los delitos que no han cometido, como serían vacunados por la viruela que no habrían nunca de padecer.

La evaluación del peligro público y del derecho que asiste a los gobiernos para vulnerar en beneficio común la libertad individual, depende de mil matices mentales. Supongo que esta época de pesado materialismo -en que el prosaico Samuel Smiles es un apóstol etéreo- atribuye definitiva trascendencia a la salud. Si a la inmensa mayoría de los hombres de nuestro siglo se les ofreciera, con las enfermedades correspondientes, el genio de Lucrecio o de Pascal, lo rechazarían indignados.