Un testigo de bronce: 7

Segunda parte de Un testigo de bronce (leyenda tradicional, 1845)
de José Zorrilla
Conclusión


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EL REY.

Osorio, no os canseis: será posible
como vos lo decís, mas no indudable
cual la ley lo requiere:
y me habeis de encontrar inexorable.

OSORIO.

Sea, señor, pero de vos apelo…

EL REY.

¿De mí? ¿y a quién?

OSORIO.

     Al tribunal del cielo.
Hay un Dios, cuya ciencia es infinita;
cuya suma justicia es infalible;
cuyo castigo el mas sagáz no evita
y que al justo protege,
y ante cuyo poder fuerza es que ceje
el humano poder, y en quien confio
que si aqui la razon está en mi abono
la declare por fin en favor mio.

EL REY.

Mas yo no alcanzo…

OSORIO.

Si Don Juan me jura
sobre los sacrosantos Evangelios,
y al lado de la abierta sepultura
de mi sobrino Don German de Osorio,
que no tuvo en su muerte parte alguna,
y evoca su cadáver por testigo
en el nombre de Dios, doy por notorio
que es inocente, y sobre mi tan solo
como calumniador caiga el castigo.

EL REY.

Sea como decís: mas ¡vive el cielo
que si jura Don Juan, como os lo digo,
que morís en vez suya,
sin que atienda en tal caso mi justicia
razon alguna que por vos arguya!

OSORIO.

Acepto la partida,
señor: mas creo en Dios sinceramente,
y si Dios me abandona claramente
perderé, no la fe mas si la vida.
Porque os juro, señor, que si llegára
á faltarme esta fe solo un momento,
por no caer en la duda me matára.

EL REY.

Pues aprontad lo que haga á vuestro intento
para que preste ese hombre juramento:
mas si con prueba tal no da aun certeza
acepto por la dél vuestra cabeza.



Y con palabras tales
despidió el Rey Felipe al juez Osorio:
y de el juicio de Dios fallo inconcuso
á aquel sangriento caso apeteciendo
cada cual á aceptarlo se dispuso.

Y apenas aquella noche
tendió su manto de sombra
por las animadas calle
de la ciudad bulliciosa,
cuando de un gótico templo
en una capilla lóbrega
lentamente se reunian
hasta unas doce personas.
El obispo diocesano
vestido cual la católica
iglesia requiere en sus
sacrosantas ceremonias,
estaba junto á un sepulcro
sentado en una plotrona,
y á su izquierda el juez Osorio
con su golilla y su toga.
Don Juan estaba también
allí, apartado en la sombra
de un ángulo, con altiva
expresion irreligiosa.
Los demas eran dos pajes
del obispo, y las muy doctas
personas de dos canónigos,
y cura de la parroquia.
Pasaron breves momentos
de quietud tan silenciosa
entre aquellos personajes,
y el reló marcó la hora
de las siete de la noche:
en cuyo punto con torva
faz entr el Rey Don Felipe
en la capilla. Con honda
reverencia saludáronle
todos, y á todos con corta
inclinación de cabeza
contestando: ¿están ya todas
las cosas dispuestas? (dijo),
y á un de la voz sonora
del obispo, replicó
el rey: manos á la obra.
Con la regia dignidad
que resalta en su persona,
marcó á cada cual el sitio,
y obligación que le toca.
Púsose el obispo en pie;
alzaron la suelta losa
del sepulcro que hay en medio
de aquella capilla gótica;
y descubierto el cadáver
de Don German, por las hojas
de los santos Evangelios
abriendo un misal, y antorchas
aproximando á sus páginas,
con tono que no denota
ira ni piedad, el Rey
dijo á Don Juan:—«Hoy evoca
»Don Miguel de Osorio el alma
»de este mozo, á quien traidora
»mano mató, en contra vuestra,
»porque accion tan alevosa
»os atribuye: y del cielo
»la justicia protectora,
»porque muestre si culpado
»estais ó inocente, invoca.
»Si con una mano puesta
»en las sacrosantas hojas
»de estos santos Evangelios,
»y en el cadáver la otra
»jurais que no fueron ellas
»de su asesinato autoras,
»y no hay antes un testigo
»que declare en vuestra contra,
»quiere Don Miguel de Osorio
»que recaiga en su persona
»el castigo que las leyes,
»por calumniador le impongan.
»Jurad, pues, señor Don Juan:
»y de los cielos la cólera
»invocad contra el culpable
»que en el misterio se emboza,
»y el testimonio del cielo,
»para quien oculta cosa
»no hay en la tierra, que el velo
»de su misterio descorra.»—
Dijo el Rey: y dió Don Juan
un paso adelante, pronta
obediencia al Rey mostrando
y la serenidad propia
de quien inocente está:
tendió una mano á las hojas
del santo libro, expresion
dando á su rostro diabólica,
y extendiendo lentamente
hácia el cadaver la otra,
para hablar tomaba aliento,
cuando recias, secas, cóncavas,
dos aldabadas se oyeron
que una mano vigorosa
dió en la puerta de la iglesia,
cuyas aldabadas roncas
ahogaron de las palabras
los sonidos en su boca.
Por un instantáneo impulso
de una universal zozobra
interior quedaron todos
inmóviles con recóndita
pavura, esperando ver
quien llega asi á tales horas.
Un paje del Rey á poco
entró con respetuosa
atencion, yéndose al Rey
y anunciando la persona
de un embozado, que dice
que allí su presencia importa
por testigo de la muerte
de Don Juan. Quedóse atónita
la gente con tal anuncio,
y una sonrisa sardónica
contrajo los labios pálidos
de Don Juan, como quien honda
conviccion tiene de que es
imposible que deponga
nadie en esto con verdad,
por ser aquesta una historia,
como enredada improbable,
como oculta misteriosa.

Mas entrando á tal punto en la capilla
un sombrío embozado,
dijo al Rey Don Felipe de Castilla
al ataud de Don German llegado:
«Yo fui el solo testigo
de la muerte de este hombre,
y que es Don Juan el asesino digo:
puesto que él no osará de Dios en nombre
lo contrario jurar aqui conmigo.»
Dijo asi el embozado:
y el son ignoto que su voz produjo
en el pecho espantado
de cuantos allí estaban, desusado
pavor hondo introdujo.
El anciano prelado
de agitacion recóndita movido,
preguntó con acento decidido
á Don Juan, que aterrado
contemplaba al incógnito embozado:
¿Jurais ó no?… y Don Juan en un acceso
de satánico orgullo y osadía,
tal vez de confianza con exceso
sobre el sagrado libro del cristiano
tendió la abierta mano:
pero posada apenas la tenia
sobre aquella evangélica Escritura,
cuando la mano descarnada y fria
cuanto infexible y dura,
del embozado incógnito sobre ella
de repente cayendo,
y apartando el embozo,
hizo exhalar al libertino mozo
un ¡ay! mortal, desesperado, horrendo.
Cayó ante aquel incógnito de hinojos
el mísero Don Juan: y en el testigo,
misterioso y potente
claváronse á la par todos los ojos,
y á todos el misterio fue patente.
Aquella en que envuelve larga capa
no un ser humano tapa:
cubre solo de bronce una figura,
emboza solamente una escultura.
Inmóviles, absortos, sin aliento
mostrando en los semblantes su pavura
quedaron los presentes un momento,
presa todos de un mismo pensamiento.
Y entonces aquel ser á quien divino
aliento y ser animo,
asi exclamó con sobrehumano acento:
«Jamás se invoca en vano
el favor de los cielos soberano:
En una calle á mi mansion contigua
murió German: testigo del villano
crímen fui yo: mas véngale mi mano;
yo soy el Crucifijo de la Antigua.»

Quedó muerto Don Juan: de la capilla
despareció en un punto la escultura,
y movido de la alta maravilla
el juez Osorio abandonó á Castilla
y murió de un convento en la clausura.


FIN