Un drama (Chéjov)

La sala número seis (1920)
de Antón Chéjov
traducción de Nicolás Tasín
Un drama
UN DRAMA


—¡Una señora pregunta por usted, Pavel Vasilich!—dijo el criado—. Hace una hora que espera.

Pavel Vasilich acababa de almorzar. Hizo una mueca de desagrado, y contestó:

—¡Al diablo! ¡Dile a esa señora que estoy ocupado.

—Esta es la quinta vez que viene. Asegura que es para un asunto de gran importancia. Está casi llorando.

—Bueno. ¿Qué vamos a hacerle? Que pase al gabinete.

Se puso, sin apresurarse, la levita, y, llevando en una mano un libro, y en la otra un portaplumas, para dar a entender que se hallaba muy ocupado, encaminóse al gabinete. Allí le esperaba la señora anunciada. Era alta, gruesa, colorada, con antiparras, de un aspecto muy respetable, y vestía elegantemente.

Al ver entrar a Pavel Vasilich, alzó los ojos al cielo y juntó las manos, como quien se dispone a rezar ante un icono.

—Naturalmente, ¿no se acuerda usted de mí?—comenzó con acento en extremo turbado—. Tuve el gusto de conocer a usted en casa de Trutzky. Soy la señora Murachkin.

—¡Ah, si!... Tenga usted la bondad de sentarse ¿En qué puedo serle útil?

—Mire usted, yo... yo—balbuceó la dama, sentándose, y más turbada aún—. Usted no se acuerda de mí... Soy la señora Murachkin... Soy gran admiradora de su talento, y leo siempre, con sumo placer, sus artículos. No tengo la menor intención de adularle, ¡líbreme Dios! Hablo con entera sinceridad. Si, leo sus artículos con mucho placer... Hasta cierto punto, no soy extraña a la literatura. Claro es que no me atrevo a llamarme escritora, pero... no he dejado de contribuir algo.... he publicado tres novelitas para niños... Naturalmente, usted no las habrá leído... He trabajado también en traducciones... Mi hermano escribía en una revista importante de Petrogrado..

—Sí, si... ¿Y en qué puedo serle útil a usted?

—Verá usted...—y bajó los ojos, poniéndose aún más colorada—. Conozco su talento y sus opiniones. Y quisiera saber lo que piensa... o, más bien, quisiera que me aconsejase... En fin, he escrito un drama, y antes de enviarlo a la censura, quisiera que usted me dijese...

Con mano trémula sacó un voluminoso cuaderno.

Pavel Vasilich no gustaba sino de sus propios artículos; los ajenos, cuando se vela obligado a escucharlos, le producían la impresión de un cañón, a cuyos disparos sirviera él de blanco. A la vista del gran cuaderno, se llenó de terror, y dijo:

—Bueno... déjeme el drama, y lo leeré.

—¡Pavel Vasilich!—suplicó la señora, con voz suspirante y juntando las manos—. Ya sé que está usted muy ocupado y no puede perder ni un minuto. Tampoco se me oculta que en este momento está usted enviándome a todos los diablos; pero... tenga usted la bondad de permitirme que le lea mi drama ahora, y le quedaré obligadísima.

—Tendría un gran placer, señora, en complacer a usted; pero... no tengo tiempo. Iba a salir.

—Pavel Vasilich—rogó la visitante, con lágrimas en los ojos—. Le pido a usted un sacrificio. Sé que soy osada, impertinente, pero ¡sea usted generoso! Mañana me voy a Kazan, y no quisiera irme sin saber su opinión. ¡Sacrifíqueme usted media hora... sólo media hora!

Pavel Vasilich no era hombre de gran voluntad y no sabía negarse. Cuando vio a la señora disponerse a llorar y a prosternarse ante él, balbuceó:

—Bueno, acepto... Si no es más que media hora...

La señora Murachkin lanzó un grito de triunfo, se quitó el sombrero, se sentó, y empezó a leer.

Leyó, primeramente, cómo el criado y la criada hablaban largo y tendido de la señorita Ana Sergeyevna, que ha hecho edificar en la aldea una escuela y un hospital. Después del diálogo con el criado, la criada recita un monólogo conmovedor sobre la utilidad de la instrucción; luego, vuelve el criado, y refiere que su señor, el general, mira con malos ojos la actividad de su hija Ana Sergeyevna: quiere casarla con un oficial, y considera un lujo inútil la instrucción del pueblo. Después el criado y la criada se marchan, y entra Ana Sergeyevna en persona. Hace saber al público que se ha pasado en claro la noche, pensando en Valentín Ivanovich, hijo de un pobre preceptor, y mozo de nobles sentimientos, que mantiene a su padre enfermo. Valentín es un hombre instruidísimo, pero en extremo pesimista. No cree ni en el amor ni en la amistad, encuentra estúpida la vida y quiere morir. Ana Sergeyevna está decidida a salvarle.

Pavel Vasilich escuchaba y pensaba en su diván, en el que tenia la costumbre de descansar un poco después del almuerzo. De vez en cuando lanzaba a la señora Murachkin una mirada llena de odio.

—¡Que el diablo te lleve!—pensaba—. ¿Qué culpa tengo yo de que hayas escrito un drama estúpido? ¡Qué cuaderno. Dios mío! ¡No se acaba nunca! Miró el retrato de su mujer, colgado en la pared, y recordó que aquélla le había encargado que comprase y llevase a la casa de campo cinco metros de cinta, una libra de queso y unos polvos para los dientes.

—¿Dónde he puesto yo la muestra de la cinta?—pensaba—. Creo que está en el bolsillo de la americana... Con tal que no se pierda... Las malditas moscas han manchado el retrato. Le tendré, que decir a Olga que lo limpie... Esta endemoniada mujer, está leyendo ya la escena octava; el primer acto está, probablemente, tocando a su fin... Pobre señora, está muy gruesa para tener inspiración. ¡Qué idea más graciosa la de meterse a escribir dramas! Más valía que hiciera media o que cuidase a las gallinas...

—¿No le parece a usted este monólogo demasiado largo?—preguntó de pronto la señora Murechkin, levantando los ojos del cuaderno.

Él no había oído palabra de dicho monólogo, y, ante la pregunta inesperada, manifestó gran confusión.

— ¡Nada de eso! Al contrario, me gusta mucho.

La señora Murachkin puso una cara gozosísima, radiante de dicha, y continuó leyendo:

«Ana. Os entregáis con exceso al análisis psicológico. Olvidáis demasiado el corazón y atribuís a la razón excesiva importancia. Valentín. ¿Y qué es el corazón? Es un concepto anatómico, un término convencional, sin sentido alguno para mí. Ana (Turbada.) ¿Y el amor? ¿Diréis también, acaso, que no es sino el producto de la asociación de ideas?... Valentín (Con amargura.) ¡No abramos las viejas heridas! (Una pausa.) ¿En qué pensáis? Ana. Sospecho que no sois feliz.»

Durante la lectura de la escena diez y seis, Pavel Vasilich bostezó de un modo en absoluto inesperado por él, y él mismo se asustó de su poca galantería.

Para disimularla, se apresuró a dar a su rostro la expresión del de un hombre que escucha con gran interés.

—La escena diez y siete—se dijo—, y el primer acto aun no se ha acabado. ¡Dios mío! Si esto se prolonga diez minutos más, no sé qué voy a hacer... Es insoportable!

Al fin, la dramaturga, leyó con voz triunfante:

«¡Telón!»

Pavel Vasilich lanzó un suspiro de alivio y se dispuso a levantarse; pero la señora Murachkin volvió la página, y sin haberle dado tiempo para respirar, continuó leyendo:

«Acto segundo. La escena representa una calle de la aldea. A la derecha, la escuela; a la izquierda, el hospital. En la escalinata del hospital hay sentados campesinos y campesinas.»

—¡Perdóneme!— interrumpió Pavel Vasilich—. ¿Cuántos actos son?

—¡Cinco!—respondió rápida la señora Murachkin, y, como si temiera que echase a correr, continuó a toda prisa:

«En la ventana de la escuela se encuentra Valentín. En el fondo, se ve a los campesinos salir y entrar en la taberna.»

Como un condenado a muerte, que hubiera perdido toda esperanza de ser indultado, Pavel Vasilich no se hizo ya ilusiones, y se resignó. Sólo se preocupó de tener los ojos abiertos y de conservar en el rostro una expresión atenta. El momento dichoso de su porvenir, en que aquella señora acabase la lectura del drama y se fuera, le parecía muy lejano.

—Run, run, run... run, run, run—zumbaba sin tregua en su oído la voz de la señora Murachkin.

—Se me había olvidado tomar bicarbonato—pensaba—. Tengo que cuidarme el estómago... Antes de marcharme iré a ver a Smirnov... ¡Calla, un pajarito se ha parado en la ventana! Debe de ser un gorrión.

Sus párpados parecían de plomo, y hacía esfuerzos sobrehumanos para no dormirse. Bostezó y miró a la señora, que tomó, ante sus ojos soñolientos, formas fantásticas; comenzó a oscilar, y se convirtió en un ser tricéfalo, que llegaba al techo.

La señora leía: «Valentín. No, permitidme que me vaya. Ana (Asustada.) ¿Por qué? Valentín (Aparte.) ¡Se ha puesto pálida! (A ella.) No, no me obliguéis a que os diga las verdaderas razones. ¡Prefiero morir a decíroslas! Ana (Tras una corta pausa.) No, no podéis partir!...»

La señora Murachkin empezó a inflarse, a inflarse. No tardó en parecerle a Pavel Vasilich una enorme montaña, que llenaba toda la estancia; luego, súbitamente, se hizo muy pequeñita, como una botella, y desapareció después, con la mesa que había ante ella. Pero siguió leyendo:

«Valentín (Sosteniendo en sus brazos a Ana.) ¡Tú me has resucitado! ¡Tú me has enseñado el sentido de la vida! ¡Has sido, para mi alma seca, como una lluvia bienhechora! Pero ¡ay!, es demasiado tarde. Soy víctima de una enfermedad incurable.»

Pavel Vasilich se estremeció y fijó una mirada vaga, estúpida, en la señora Murachkin. Durante un minuto la miró así, sin comprender nada, perdido en absoluto el sentido de la realidad.

«Escena undécima. Los mismos; después, el barón y el oficial de policía. Valentín. ¡Detenedme! Ana. ¡Y a mí también, le pertenezco! Le amo más que a mi vida. El barón. Ana Sergeyevna, olvidáis el daño que vuestra conducta causará a vuestro noble padre...»

La señora Murachkln empezó nuevamente a inflarse, se hizo grande como una montaña, llenó toda la estancia. Entonces Pavel Vasillch, dirigiendo en torno suyo miradas salvajes, lanzó un alarido de terror, cogió de la mesa un pesado pisapapeles, y, con todas sus fuerzas, lo descargó sobre la cabeza de la señora Murachkin.

—¡Detenedme, la he matado!—dijo momentos después, cuando acudió la servidumbre.

El jurado dictó un veredicto de inculpabilidad.