XXXIV

Amparo subió, y viendo aquella puerta de caoba, ancha, barnizada, hermosísima, imaginó detrás de ella la escena que iba a pasar y las cosas que iba a decir. Puerta más venerable no había visto nunca. No se le igualaban las de una santa catedral, ni las del palacio del Papa, ni casi casi las del Cielo. ¡Dios misericordioso! ¿Sería al fin aquella la puerta de su casa?

Puso la mano en el tirador de reluciente metal. «¿Será esta -pensó- la primera y última vez que yo llame aquí?».

No tuvo tiempo de hacer más consideraciones. Felipe abrió la puerta.

«¿Tu amo...?».

-No está... Pero pase usted...

Amparo entró. ¡Y no estaba!... El destino fruncía el entrecejo, anunciando un desastre.

Estas bromas del tiempo ¡qué pesadas son! Estas aparentes discrepancias del reloj eterno, haciendo coincidir unas veces los pasos de las personas, otras no, contrariando siempre los deseos humanos, ya para nuestro provecho, ya en daño nuestro, son la parte más fácilmente visible de la gran realidad del tiempo. No apreciaríamos bien la idea de continuidad sin estos frecuentes desengranajes de nuestros pasos con la dentada rueda infinita que no se gasta nunca. El Arte, abusando del Acaso para sus fines, no ha podido desacreditar esta lógica escondida, sobre cuyos términos descansa la máquina de los acontecimientos privados y públicos, así como estos vienen a ser pedestal del organismo que llamamos Historia.

«¿Sabes a dónde ha ido?» -dijo la Emperadora pasando al salón.

-A la casa de Doña Marcelina Polo, calle de la Estrella. Esta mañana fui yo a pedir hora, y me dijeron que a las doce.

-¡A las doce!...

-Sí señora... No sé cómo no le encontró usted. No hace diez minutos que salió. Debe ir ahora por la calle de Hita o por el callejón del Perro. ¿Ha venido usted por la Costanilla?

-Sí, y en coche.

-Aguárdele usted... no tardará en volver.

Pasó del salón al gabinete, y luego a otro que era... el suyo. ¡Ironías del hado!

Centeno se alejaba...

«Felipe».

-Señorita...

-Nada, nada. Es que...

Diéronle impulsos de salir otra vez y de volverse corriendo a su casa. Se le representaron en su aturdida mente dos papeles escritos por ella mucho tiempo antes, dos cartas breves, llenas de estupideces y de la mayor vergüenza que se podía concebir... Su corazón no era corazón, era maquinilla loca que corría disparada y se iba a romper de un momento a otro... ¡Adiós esperanza! En aquel momento Caballero entraba en el aposento de la mujer de caoba; ambos hablaban...

«Felipe».

-Señorita...

-Me voy... enséñame la salida. No acierto a andar en este laberinto.

Dio algunos pasos. Las fuerzas le faltaron y dejose caer en un sillón. Temía perder el conocimiento.

«¿Está usted mala?... ¿Quiere que llame a Doña Marta?».

-No, por Dios, no llames a nadie. Mira, hazme el favor de traerme un vasito de agua.

-Al momento.

En el breve rato que Felipe estuvo fuera, Amparo esparció sus miradas por la lujosa habitación en que se hallaba. «Aquí iba yo a vivir -pensó, mientras la pena fiera rechazaba en el fondo de su alma el gozo salvaje que quería entrar en ella-. Aquí iba a vivir yo... pues aquí quiero que se acabe mi vida.

«Gracias -dijo a Felipe, tomando el vaso de agua y poniéndolo sobre la mesa-. Ahora me vas a hacer otro favor».

-Lo que usted me mande.

-Pues tendrás la bondad -dijo lentamente Amparo, registrando su bolsita y sacando un papel-, de ir a la botica, que está en esta misma calle, dos puertas más abajo... Toma la receta; me traes esta medicina... Es una cosa que tomo todos los días para los nervios, ¿sabes?.. Aguarda, ten el dinero... Corre prontito, aquí te aguardo...

-Voy al momento.

Desde el pasillo, volvió Centeno apurado y dijo:

«Para que usted no se aburra...».

-¿Qué?

-Nada: voy a darle cuerda a la caja de música de los pajarucos. Así se entretendrá usted mientras está sola.

Empezó a sonar la orquesta en miniatura, y los pájaros, abriendo sus piquitos y batiendo las alas, parecía que cantaban en aquella floresta encerrada dentro de un fanal. Muy satisfecho de su ocurrencia, Felipe salió.

La desventurada puso su atención en las avecillas durante cortísimo rato. Luego se dio a pensar en su resolución, que era inquebrantable. En cinco minutos concluía todo. Cuando él volviera, la encontraría muerta. ¿Qué diría? ¿Qué haría?... Porque vendría furioso, decidido a matarla o a decirle cosas terribles, lo que era mucho peor que la muerte. ¿Cómo soportar bochorno tan grande?... Imposible, imposible. Matándose, todo acababa pronto. En la preocupación del suicidio no dejó de ocurrírsele la semejanza que aquello tenía con pasos de teatro o de novela, y de este modo se enfriaba momentáneamente su entusiasmo homicida. Aborrecía la afectación. Pero acordándose de las cartas, era tal su horror a la existencia, que no deseaba sino que Felipe volviera pronto para concluir de una vez.

«Cuando Agustín entre me encontrará muerta». Esta idea le daba cierto gozo íntimo, indescifrable. Era la última ilusión que, surgiendo de la vida, iba a tener su término y florescencia en los negros reinos de la muerte, como los cohetes que salen echando chispas de la tierra y estallan en el cielo.

«¿Y qué dirá, qué pensará cuando me vea muerta?... ¿Llorará, lo sentirá, se alegrará?... Porque de seguro a estas horas ya lo sabe todo, y me despreciará como se desprecia al gusano asqueroso cuando se le pone el pie encima para aplastarlo... Ahora estará viendo aquello... ¡Virgen de los Dolores, perdóname lo que voy a hacer!».

Los pájaros de cartón, animados por diabólico mecanismo, ponían a esto comentarios estrepitosos con su cantar metálico y aleteaban sobre las ramas de trapo. Era como vibración de mil aceradas agujas, música chillona que rasgaba el cerebro, embriagándolo. Amparo creía tener todos los pájaros dentro de su cabeza.

Por un instante la monomanía del suicidio se suavizó, permitiéndole contemplar la bonita habitación. ¡Qué sillería, qué espejos, qué alfombra!... Morirse allí era una delicia... relativa... ¡Oh, María Santísima, si no fuera por aquellas dos cartas...! ¿Por qué no se murió antes de escribirlas?...

En esto llegó Felipe. Traía un frasquito con agua blanquecina y un poco lechosa. Púsola en la mesa, donde estaba aún el vaso de agua con azucarillo y una cuchara de plata.

«¿Se le ofrece a usted algo más?» -preguntó, alzando un poco la voz, porque la algazara de los pajarillos lo exigía así.

-Haz el favor de traerme un papel y un sobre. Tengo que escribir una carta.

-¿Y tinta?

-O si no lápiz: es lo mismo.

-¿Quiere usted otra cosa? -preguntó Centeno al traer lo que se le había pedido.

-Nada más. Gracias.

El sabio Aristóteles se fue.

Cuando se encontró sola, Ampara tuvo momentos de vacilación; pero la idea del suicidio la acometió tras uno de ellos con tanto brío, que quiso poner la muerte entre su vida y su vergüenza. ¡Doña Marcelina... las cartas!... Esta vez le entró como un delirio, y paseó agitadamente por la estancia tapándose, ya los ojos, ya los oídos. No veía nada; perdió el conocimiento de todas las cosas que no fueran su perversa idea; en su cerebro hubo un cataclismo. Sobre el barullo de su razón desconcertada, fluctuaba triunfante la monomanía del morir, dueña ya del espíritu y de los nervios.

¡Momento de solemne estupor salpicado de aquellas punzantes notas de los pájaros cantores! La demente vertió el agua que estaba en el vaso, y echando en él la mitad del contenido del frasco, se lo bebió... ¡Gusto más raro! ¡Parecía... así como aguardiente...! Dentro de cinco minutos estaría en el reino de las sombras eternas, con nueva vida, desligada del grillete de sus penas, con toda el deshonor a la espalda, arrojado en el mundo que abandonaba como se arroja un vestido al entrar en el lecho.

Ocúrrele pasar a la habitación vecina. Es su alcoba. ¡Soberbio y como encantado tálamo! Hay también un sofá cómodo y ancho. No bien da cuatro pasos en aquella pieza, advierte en su interior como una pena, como una descomposición general. Cree que se desmaya; que pierde el conocimiento; pero no, no lo pierde. Ha pasado un minuto nada más... Pero siente luego un miedo horrible, la defensa de la naturaleza, el potente instinto de conservación. Para animarse dice: «Si no tenía más remedio; si no debía vivir». La flojedad y el desconcierto de su cuerpo crecen tanto, que se desploma en el sofá boca abajo. Nota una opresión grande, unas ganas de llorar... Con su pañuelo se aprieta la boca y cierra fuertemente los ojos. Pero se asombra de no sentir agudos dolores ni bascas. ¡Ah!, sí, ya siente unas como cosquillas en el estómago... ¿Padecerá mucho? Empieza el malestar, pero es un malestar ligero. ¡Qué veneno tan bueno aquel, que mata tranquilamente! De pronto le parece que se le nubla la vista. Abre los ojos y lo ve todo negro. Tampoco oye, y los pájaros cantan allá lejos, como si estuvieran en la Puerta del Sol... Y entonces el pánico la acomete tan fuertemente, que se incorpora y dice: «¿Llamaré? ¿Pediré socorro? Es horrible... ¡morirse así!... ¡qué pena!, ¡y también pecado!...». Escondiendo su rostro entre las manos hace firme propósito de no llamar. ¿Pues qué, aquello es acaso una comedia? Después se siente desvanecer... se le van las ideas, se le va el pensamiento todo, se le va el latir de la sangre, la vida entera, el dolor y el conocimiento, la sensación y el miedo, se desmaya, se duerme, se muere... «Virgen del Carmen -piensa con el último pensamiento que se escapa-, ¡acógeme...!».