XII

En cuanto Amparo se quedó sola, faltole tiempo para ver y examinar lo que había recibido. En blanco estaba el papel que envolvía los billetes, los cuales, ¡oh prodigio!, representaban suma doscientas veces mayor que la que Bringas acostumbraba darle todos los sábados... Ella miraba el papel azul creyendo encontrar algún signo, alguna cifra que fuesen expresión de la magnanimidad de aquel hombre santo, angelical, único; pero no había nada, ni un rasgo de pluma. Tal laconismo superaba en elocuencia a los mejores párrafos. Amparo le trajo a su memoria con vivo esfuerzo del espíritu, y creía estarle viendo, al través de la puerta del despacho, sentado y con un periódico en la mano, mientras Bringas le decía a ella las desabridas palabras: «¡hija, otra vez será!».

Grandísima fue la confusión de la joven al pensar qué haría con aquel dinero. Devolverlo era un acto orgulloso que ofendería al donador. ¡Y verdaderamente le hacía tanta, tantísima falta...! El casero la acosaba y no la dejaban vivir acreedores igualmente feroces. Sí, sí, lo mejor que podía hacer era humillarse ante la majestad de aquella alma grande y aceptar el socorro para atender a sus congojosas necesidades. Él no lo hacía por vanidad de hombre rico; hacíalo por puro anhelo de caridad y amor. ¿Cómo desairar estos dos sentimientos que, según la religión, son uno solo?

Esta consideración llevó sus ideas por otro camino. Lo que Agustín le había dicho algunas noches antes era de gran valor. Antes de oír aquella sustanciosa frase, ya ella había comprendido, con su penetración de hembra, que el señor de Caballero no la miraba como se mira a las personas que nos son indiferentes. Había sabido ella interpretar con seguro tino aquella frialdad de estatua, aquel silencio grave, hallándoles un sentido atrozmente expresivo. Luego él de improviso había dicho: «me volveré a Burdeos cuando pierda la esperanza, cuando usted...». ¡Oh!, no, no; no podía ser; caso tan feliz salía fuera de los justos términos de la ambición humana... Pero ¿qué significaba entonces aquel regalo, que si a primera vista no parecía delicado, revelaba franqueza noble y el deseo de atemperarse a las circunstancias? Y siendo ella pobre, pobrísima, ¿por qué no había de auxiliarla quien aspiraba nada menos que a...? Sueño, delirio, esto no podía ser... No obstante, un secreto instinto le decía que sí. Bien claro habían hablado aquellos ojos negros. Y el consabido socorro debía entenderse como un intento de ponerla en condiciones de igualarse a él... Otra confusión: siendo indudable que Caballero la quería para sí, ¿en qué condiciones sería esto? Quería hacerla su esposa o su... Él había dicho varias veces que deseaba casarse. A más de esto, aquella frase que dijo a Rosalía, aquel yo la dotaré, encerraba un sentido enteramente matrimonial.

Más se confundía Amparo al pensar lo que debía decir a su protector cuando le viera en la casa de Bringas. ¿Le daría las gracias lo mismo que si hubiera recibido la butaca de un teatro o una caja de dulces? No... ¿Se callaría? Tampoco. ¿Le contestaría con un largo y bien estudiado discurso? Menos. No era caso de decir: «¡Ave María! D. Agustín, ¡qué cosas tiene usted!». La respuesta al gallardo obsequio era tan difícil y compleja, que lo mejor sería confiarla al papel. ¡Una carta! Feliz idea. Amparo tomó papel y pluma... Pero las dificultades fueron tales desde la primera palabra, que arrojó la pluma convencida de su incapacidad para obra tan delicada. Todo cuanto se le ocurría resultaba pálido, insulso y afectado, como si hablara por ella un personaje de las novelas de D. José Ido. Nada, nada de papeles escritos. El estilo es la mentira. La verdad mira y calla.

Las cosas que bullían en su cabeza, los disparates que pensaba, los proyectos que hacía, los desfallecimientos que sentía de pronto, pusiéronla en tal estado de sobrexcitación, que si no era la misma locura, poco le faltaba para llegar a ella. Añadíanse a tantos motivos de frenesí las maravillas contadas por Felipe aquella noche, que no parecían sino las Mil y una noches refundidas a estilo casero. En el rebullicio que tenía en su cabeza vio Amparo los grifos del baño, la cocina con tantas puertas y hornillos, los montones de ropa y de vajilla, las figuritas de porcelana y los pájaros de la caja de música. Ya se paseaba por la sala, dando aire y espacio a todo aquel efluvio de pensamientos vanos, ya se sentaba para mirar atentamente a la luz, ya iba de una parte a otra de la casa. La una sonó en el reloj de la Universidad y ella no pensaba en pedir reposo al sueño.

Refugio entró. Sorprendida de ver a su hermana levantada, tembló esperando una reprimenda por haber venido tan tarde. Tenía el rostro encendido y de sus ojos brotaban resplandores de fiebre o de alegría.

«¿Qué hay?» -preguntó Refugio, antes de quitarse la toquilla con que se abrigaba.

Tenía tan poco imperio el egoísmo en el alma de la mayor de las Emperadoras que hizo entonces, como otras muchas veces, una cosa de todo punto contraria a su conveniencia personal. ¡Era tan débil! Dejándose arrastrar de su índole generosa, mostró los billetes.

Refugió abrió los ojos, enseñó los dientes en un reír de loca, y dijo con toda su voz, que con el frío de la noche se había puesto algo ronca:

«¡Chica, chica!».

-¡Ah!, poco a poco -dijo Amparo guardándose el dinero en el seno con rápido movimiento-. Esto ha venido para mí. Que yo como buena hermana lo parta contigo, no quiere decir que tengas derecho...

-¿Pero quién?...

-Eso no te lo puedo decir... Lo sabrás más adelante... Pero te juro que es el dinero más honrado del mundo. Se pagarán todas las deudas. Y si te portas bien, si haces lo que te mande, si me prometes trabajar y no salir de noche, te daré algo... Acuéstate, estarás cansada.

Refugio, sin decir nada, entró en la alcoba. Desde la sala se la podía ver colgando su ropa en una percha.

Amparo se acostó también. En la oscuridad, de cama a cama, las dos hermanas hablaban.

«Se entiende que has de portarte bien... hacer todo lo que yo te mande. Tu decoro es mi decoro; y si tú eres mala, mi opinión ha de padecer tanto como la tuya».

-Es que para que yo sea buena, hermana -replicó la otra desde el hueco de sus sábanas-, lo primero que has de hacer es suprimir los sermones. No prediques, que eso no conduce a nada. ¿Por qué es mala una mujer? Por la pobreza... Tú has dicho: «si trabajas...». ¿Pues no he trabajado bastante? ¿De qué son mis dedos? Se han vuelto de palo de tanto coser. ¿Y qué he ganado? Miseria y más miseria... Asegúrame la comida, la ropa, y nada tendrás que decir de mí. ¿Qué ha de hacer una mujer sola, huérfana, sin socorro ninguno, sin parientes y que se ha criado con cierta delicadeza? ¿Se va una a casar con un mozo de cuerda? ¿Qué muchacho decente se acerca a nosotras viéndonos pobres?... Y ya sabes, desde que la ven a una tronada y sola ya no vienen a cosa buena... La costura ¿para qué sirve? Para matarse... ¿Ese dinero lo has ganado tú haciendo camisas, bordando o poniendo cintas a los sombreros?... ¡Qué risa! ¿Te lo han dado los Bringas?... ¡Tendría sal! ¿Pues de dónde lo has sacado? ¿Hay debajo de las tejas quien dé dinero por darlo, por hacer favor, por caridad pura?... No, hija; a mí no me vengas con hipocresías... ¿Es que puede suceder que lluevan billetes de Banco? Tampoco. Pues entonces habla claro... Chica, yo necesito treinta duros, pero los necesito mañana mismo. Es que los debo, hija, los debo, y yo tengo mucha conducta. Si me los das...

Poco a poco se fueron entrecortando las palabras de Refugio. Estaba tan fatigada, que la excitación cerebral, producida por la vista de aquel inexplicable tesoro, fue vencida del cansancio. Se durmió profundamente, como ella dormía, con la tranquilidad del injusto, resultado de una fácil conciencia.

Por la mañana, Amparo, que estaba despierta, sintió que su hermana se levantaba despacito, procurando no hacer ruido, y metía con sigilo y cautela la mano entre las almohadas...

«Chica, no seas mala -dijo la Emperadora mayor, aplicándole ligera bofetada-. Estoy despierta. No he dormido en toda la noche. ¿Buscas el dinero? Sí, para ti estaba...».

Refugio volvió a su cama riendo. Toda la mañana, ya después de levantadas, estuvieron cuestionando, a ratos en broma, a ratos con seriedad. Negábase Amparo a dar dinero a su hermana si no prometía variar de costumbres, y Refugio, para conseguir su objeto sin renunciar a su libertad, empleaba toda suerte de halagos y carantoñas, o bien de tiempo en tiempo las amenazas, revolviéndolas con mentiras muy bien urdidas. Tenía un gran compromiso con las de Rufete, y cuando los pintores a quienes servía de modelo le pagaran, devolvería a su hermana la cantidad que le anticipase. De este enredo pasó a otro y luego a otro, hasta que, Amparo, cansada de oírla, la mandó callar, por lo cual, irritada la pequeña, dejose arrebatar de la ira, y con la voz de sus ya indomables pasiones increpó a su hermana de esta manera:

«¡Guarda tu dinero, hipocritona... No lo quiero... Me quemaría las manos. Es de pie de altar».

Tanta impresión hicieron en el ánimo de la otra estas palabras, que estuvo a punto de caer al suelo sin sentido. Sin responder nada corrió a la alcoba y se reclinó sobre la cama, rompiendo a llorar. En la salita, Refugio desbocada prosiguió de este modo:

«Tiempo hacía que no parecían por aquí dineritos de la lotería del diablo...».

Después de una pausa lúgubre, Refugio vio que por entre las cortinillas de la alcoba asomaba el brazo de su hermana. La mano de aquel brazo arrojó dos billetes en medio de la sala.

«Toma, perdida» -dijo una voz, ahogada por los sollozos.

Refugio tomó el dinero. Sabía conseguir de su hermana todo lo que quería manejando un hábil resorte de vergüenza y terror. Amparo no había sabido sustraerse a este execrable dominio.

Aplacado su furor con la posesión de lo que deseaba, la hermana menor sintió en su alma cosquilleos de arrepentimiento. Era su carácter pronto y como explosivo, y tan fácilmente se remontaba a las cumbres de la ira como caía deshecho en el llano de la compasión. Había ofendido a su hermana, le había dado terrible golpe en la misma herida sangrienta y dolorosa; y afligida del recuerdo de esta mala acción, esperó a que la agraviada saliese para decirle alguna palabra conciliadora. Pero no salía; sin duda no quería verla, y Refugio al cabo, más vencida de la impaciencia que de la consideración hacia su hermana, salió a la calle.

Aquel día, por ser domingo, no fue Amparo a la casa de Bringas. Entretúvose en arreglar la suya y coser su ropa, y después de una breve excursión a la calle para comprar varias cosillas que le hacían mucha falta, volvió a su trabajo doméstico con verdadero afán. Hizo propósito de establecer el mayor arreglo y limpieza en su estrecha vivienda. Pero ¡ay!, con aquella loca de su hermana no era posible el orden. «¿Qué saco de comprar nada -pensó-, si el mejor día me lo vende o me lo empeña todo?».

Comió sola, porque la andariega no fue a la casa en todo el día. Entró de noche ya muy tarde; pero las dos hermanas no se hablaron una palabra. Amparo estaba muy seria, Refugio parecía sumisa y deseosa de perdón. Viendo que su hermana no se daba a partido, bajó a casa de D. José y estuvo charla que charla toda la noche. Estas tertulias de la pequeña en casa de los vecinos desagradaban mucho a su hermana.