VI

Caballero dio un paso hacia la puerta. Pero en aquel instante entraron los dos niños pequeños de Rosalía, que venían del colegio. Corrieron ambos a abrazar a su mamá y después a Amparo.

«Un besito al primo».

-Ven acá, mona -dijo Caballero, que tenía pasión por los niños.

-La merienda, mamá -clamaron los dos a un tiempo.

-La merienda, mamá -repitió Caballero, tomando a cada uno de una mano y saliendo con ellos hacia el comedor.

Isabelita, cubierta la cabeza con una toquilla roja, calzados los pies de zapatillas bordadas, andaba a saltos, colgándose del brazo de Agustín. El pequeño, fajado en una especie de carrik que le arrastraba, con la cara mocosa y enrojecida por el frío, andaba como un viejo, haciéndose el cojo y el jorobado. Pero de repente daba unos brincos tales y tan fuertes estirones al brazo de su tío, que este no podía menos de quejarse.

«Juicio, muchachos, juicio».

Un momento después cada uno de los Bringas del porvenir atacaba con furia un pedazo de pan seco. Caballero se sentó en una silla junto a la mesa del comedor, y les miraba embelesado, considerando y envidiando aquel soberano apetito, aquella alegría que rebosaba de ellos como del tazón de una fuente el agua henchida y rumorosa. Alfonsito, que había ido el domingo anterior con su tío al Circo de Price, dedicaba todas las horas libres a hacer volatines. Sintiéndose con furiosas ganas de ser clown, quería imitar los lucidos ejercicios que había visto. Sin quitarse el carrik que le ahogaba, hacía difíciles cabriolas en los respaldos de las sillas.

«Niño, que te caes... Este pillo se va a matar el mejor día... Como le vuelvas a llevar al Circo, verás» -decía su madre, corriendo tras él.

Isabelita, sentada sobre las piernas de su tío, y cogiendo el pan con la mano izquierda, enseñábale con la derecha un sobado librejo, donde tenía varias calcomanías.

La Pipaón de la Barca, luego que le quitó el abrigo a Alfonsito y los calzones y los zapatos, para que no destrozara la ropa con su endiablado furor acrobático, volvió a donde estaban su hija y el primo.

«¿Quieres tomar alguna cosa, Agustín? ¿Quieres una copita de manzanilla?... Es de la misma que nos has regalado. Así es que de lo tuyo bebes».

-Gracias, no tomo nada.

-Supongo que no lo harás de corto...

Desde el otro lado de la mesa, la dama contempló largo rato en silencio el bonito grupo que hacían el salvaje y la niña, y fue acometida de un pensamiento muy suyo, muy propio de las circunstancias y que se había hecho consuetudinario y como elemental en ella. Era un desconsuelo que se había constituido en atormentador y en perseguidor de la buena señora, y como tal se le ponía delante muchas veces al día. Helo aquí:

«Si yo tuviera poder para quitarle al primo diez años y ponérselos a mi niña... ¡qué boda, Santo Dios, qué boda y qué partido! Ya lo arreglaría yo por encima de todo, y domaría al cafre, que, bajo su corteza, esconde el mejor corazón que hay en el mundo. ¡Ay!, Isabelita, niña mía lo que te pierdes por no haber nacido antes... ¡Y tú tan inocente sobre esas salvajes rodillas sin comprender tu desgracia!... ¡tan inocente sobre ese monte de oro, sin darte cuenta de lo que pierdes!... ¡Oh!, si hubieras nacido a los nueve meses de haberme casado yo con Bringas, ya tendrías diez y seis años. ¡Pobre hija mía, ya es tarde! Cuando tú seas casadera, el pobre Agustín estará hecho un arco... ¡Qué cosas hace Dios! Ay, Bringas, Bringas... ¡por qué no nació nuestra hija en el Otoño del 51!... ¡Una renta de veinte, treinta mil duritos!... me mareo... lo bastante para ser una de las primeras casas de Madrid... Y ahora, ¿a dónde irán a parar los dinerales de este pedazo de bárbaro?...».

Era tan enérgico, tan vivo este pensamiento, que la ambiciosa dama le veía fuera de sí misma cual si tomase forma y consistencia corpóreas. La tarde caía, el comedor estaba oscuro. El pensamiento revoloteaba por lo alto de la sombría pieza, chocando en las paredes y en el techo, como un murciélago aturdido que no sabe encontrar la salida. La de Pipaón, a causa de la creciente oscuridad, no veía ya el grupo. Oía tan sólo los besos que daba Caballero a la niña, y las risas y chillidos de esta cuando el salvaje le mordía ligeramente el cuello y las mejillas.

Otro pensamiento distinto del antes expuesto, aunque algo pariente de él, surgía en ocasiones del cerebro de la esposa de Bringas, sin darse a conocer al exterior más que por ligerísimo fruncimiento de cejas y por la indispensable hinchazón de las ventanillas de la nariz. Este pensamiento estaba tan agazapado en la última y más recóndita célula del cerebro, que la misma Rosalía apenas se daba cuenta de él claramente. Helo, aquí, sacado con la punta de un escalpelo más fino que otro pensamiento, como se podría sacar un grano de arena de un lagrimal con el poder quirúrgico de una mirada:

«Si por disposición del Señor Omnipotente, Bringas llegase a faltar... y sólo de pensarlo me horripilo, porque es mi esposo querido... pero supongamos que Dios quisiese llamar a sí a este ángel... Yo lo sentiría mucho; tendría una pena tan grande, tan grande, que no hay palabras con que decirlo... Pero al año y medio o a los dos años, me casaría con este animal... Yo le desbastaría, yo lo afinaría, y así mis hijos, los hijos de Bringas, tendrían una gran posición y creo, sí... lo digo con fe y sinceridad, creo que su padre me bendeciría desde el Cielo».

«Luz, luz», -dijo a este punto una fuerte voz.

Era Bringas que volvía de su paseo vespertino. Todas las tardes, al salir de la oficina, iba al Ministerio de Hacienda, donde se le reunían don Ramón Pez y el oficial mayor del Tesoro. Los tres daban la vuelta de la Castellana o del Retiro y regresaban a sus respectivos domicilios al punto de las seis o seis y media.

«Hola... ¿estás aquí?» -preguntó D. Francisco tropezando con Caballero.

-¿Sabes que vamos al teatro esta noche? Agustín nos ha traído butacas.

-Lo siento -manifestó Bringas-; pensaba trabajar esta noche... ¡Ah!, gracias a Dios que traen luz... Mira, mirad qué bisagras tan bonitas he comprado para componer la arqueta de la marquesa de Tellería. Quedará como nueva... Pero oye tú; si vamos al teatro, hay que comer temprano. Hija, son las siete menos cuarto.

Rosalía, atenta a activar la comida, fue en busca de Amparo, y con aquel cariño que se desbordaba en ella siempre que se disponía a engalanarse para ir de fiesta, le dijo:

«Hijita, no trabajes más... Pon esta luz en mi tocador, que voy a empezar a arreglarme, y date una vuelta por la cocina a ver si esa calamidad de Prudencia ha hecho la comida... Lo mejor es que pongas tú la mesa... ¿Qué vestido crees que debo llevar?».

-Lleve usted el de color de caramelo.

-Eso es, el de color de caramelo.

Amparo pasó a la cocina.

«Luz a mi cuarto» -repitió Bringas.

El señorito, que estaba en su cuarto estudiando con Joaquinito Pez, pidió también luz. Porque su aplicado hijo no se quedase oscuras, D. Francisco renunció a alumbrar su cuarto, y con paternal abnegación dijo así:

«Yo me vestiré a oscuras... Agustín, ¿por qué no te quedas a comer con nosotros? Comeremos más y comeremos menos».

Rosalía, que en aquel momento pasaba con un gran jarro para ir a la cocina en busca de agua, dio un disimulado golpe en el brazo de su marido. Bien entendió Bringas aquel mudo lenguaje que quería decir «no convides hoy, hombre».

«Señores -dijo Amparo sonriendo-, apartarse. Voy a poner la mesa».

Y mientras extendía el mantel, Caballero, mirándola, contestaba maquinalmente:

«Hoy no puedo. Me quedaré otro día».

En esto llegaba al comedor un rumorcillo oratorio, procedente del inmediato cuarto en que encerrados estaban el estudioso hijo de Bringas y el no menos despierto niño de Pez. Ambos habían principiado la carrera de Leyes, y se adestraban en el pugilato de la palabra, espoleados desde tan temprana edad por la ambicioncilla puramente española de ser notabilidades en el Foro y en el Parlamento. Paquito Bringas no sabía Gramática ni Aritmética ni Geometría. Un día, hablando con su tío Agustín, se dejó decir que Méjico lindaba con la Patagonia y que las Canarias estaban en el mar de las Antillas. Y no obstante, esta lumbrera escribía memorias sobre la Cuestión Social, que eran pasmo de sus compañeritos. La tal criatura se sentía con bríos parlamentarios, y como Joaquinito Pez no lo iba en zaga, ambos imaginaron ejercitarse en el arte de los discursos, para lo cual instituyeron infantil academia en el cuarto del primero, lo mismo que podrían establecer un nacimiento o un altarito. Pasábanse las horas de la tarde echando peroratas, y mientras el uno hacía de orador, el otro hacía de presidente y de público. Algunas veces concurrían a aquel juego otros amigos, el chico de Cimarra, el de Tellería, y mejor repartidos entonces los papeles, no se daba el caso de que uno mismo tocara la campanilla y aplaudiese.

Agustín y D. Francisco se acercaron a la puerta y oyeron de la propia boca de Joaquinito estas altisonantes palabras: «Señores, volvamos los ojos a Roma; volvamos a Roma los ojos, señores, ¿y qué veremos? Veremos consagradas por primera vez la propiedad y las libertades personales...».

«Estos chicos de ahora son el demonio... -dijo el padre sin disimular su gozo-. A los quince años saben más que nosotros cuando llegamos a viejos... Y lo que es este hará carrera. Pez me ha prometido que en cuanto el niño sea licenciado, le dará una placita de la clase de quintos... A poco más que se ejercite hablará mejor que muchos diputados...».

-A estos condenados muchachos -observó Agustín-, parece que les ha traído al mundo la diosa, el hada o la bruja de las taravillas...

-Y en la manera de educarles, querido -indicó Bringas frotándose las manos-, no soy de tu parecer. Lo que tantas veces me has dicho de enviarle a una casa de Buenos Aires o de Veracruz con buenas recomendaciones sería malograr su brillante porvenir burocrático y político... Ea, niños, -añadió abriendo la puerta del cuarto-. Se levanta la sesioncita. Venga esa luz...

Joaquinito, saliendo del cuarto con un rimero de libros debajo del brazo, despidiose de don Francisco, y el primogénito de Bringas entregó la luz a su padre, que se dirigió al despacho. Este tenía una como alcobilla que servía al buen señor de taller y de vestuario. Allí estaban sus herramientas, su lavabo y su ropa.

«Ven para acá, Agustín», -decía, luz en mano, marchando con grave paso hacia su cuarto.

Iluminado de lleno aquel semblante, que pertenecía también a una de las más insignes personalidades del siglo, semejaba mi D. Francisco el faro de la historia derramando claridad sobre los sucesos. Luego que llegaron, puesto el humoso quinqué sobre la mesa, Thiers dijo a su primo:

«Paquito será un funcionario inteligente, y después... sabe Dios qué. Ahora, lo que más me preocupa es la educación de Isabelita, que dentro de algunos años será una mujer. Es preciso ponerle maestro de piano... de francés. La música y los idiomas son indispensables en la buena sociedad».

Caballero debía de pensar en las musarañas, porque no respondió cosa alguna.

En tanto Rosalía tan pronto llamaba a Amparo para que le prestase algún servicio de tocador, como la mandaba a la cocina para que la comida no se retrasase. Por no tener dos cuerpos, atendía difícilmente a cosas tan diversas. La señora, después de arreglarse el pelo, se había restregado muy bien el cuello y los hombros con una toalla mojada, y luego empezó con esmero el aliño de su rostro, que en verdad no necesitaba de mucho arte para ser hermoso.

«Por Dios, hija, da una vuelta por allá... No, alcánzame antes ese lazo azul... Ve, corre pronto. Ya pueden poner la sopa. Comerás con nosotros; luego acuestas a los chicos y te vas».

Poco después Prudencia ponía la sopera humeante en la mesa del comedor, y los pequeños daban voces por toda la casa llamando a comer. Ellos fueron los primeros que tomaron asiento, metiendo mucha bulla; vino luego D. Francisco, vestido ya y muy limpio, mas con el chaquetón de casa en vez de levita; siguiole Paquito leyendo un librejo, y por último apareció Rosalía.

«¡Qué guapa estás, mamá!».

-Silencio... os voy a dar azotes.

-Qué blanquita estás, mamá... ¡y qué rebonita!

Y era verdad. Rosalía, compuesta y emperifollada, no parecía la misma que tan al desgaire veíamos diariamente consagrada al trajín doméstico, a veces cubierta de una inválida bata hecha jirones, a veces calzada con botas viejas de Bringas, casi siempre sin corsé, y el pelo como si la hubiera peinado el gato de la casa. Mas en noches de teatro se trasformaba con un poco de agua, no mucha, con el contenido de los botecillos de su tocador y con las galas y adornos que sabía poner artísticamente sobre su agraciada persona. Tenía en tales casos más blanco el cutis, los ojos con cierta languidez, y lucía su bonito cuello carnoso. Fuertemente oprimida dentro de un buen corsé, su cuerpo, ordinariamente flácido y de formas caídas, se trasfiguraba también, adquiriendo una tiesura de figurín que era su tormento por unas cuantas horas, pero tormento delicioso, si es permitido decirlo así. Presentose en el comedor con su peinador parecido a sobrepelliz, y no le faltaba más que el vestido de color de caramelo para igualar a una duquesa.

«¿Llegaremos tarde?»... -dijo, haciendo atropelladamente las cortas raciones de sus hijos y de Amparo.

-Creo que estaremos allí a la mitad del primer acto. Echan Dar tiempo al tiempo.

-De Pipaón de la Barca... digo, de Calderón. ¡Cómo tengo la cabeza! A prisa, a prisa, comer a prisa... ¿Y Agustín?

-Se fue... Estábamos hablando de poner maestro de piano a la niña, cuando de repente, sin mirarme, dice: «Yo le compraré el piano a tu hija y le pagaré el maestro», y sin darme las buenas noches salió como una saeta. Yo creo que Agustín no tiene la cabeza buena.

La comida era escasa, mal hecha, y el comer presuroso y sin amenidad. Antes de concluir, Rosalía se levantó de la mesa para darse la última mano, y tras ella corrió Amparo, que casi casi no había comido nada. Se miraba y se remiraba la dama en el espejo de su tocador, manejando con nerviosa presteza la borla de los polvos. Luego se puso el vestido, y concluida esta difícil operación, siempre quedaba un epílogo de alfileres y lazos que no tenía fin.

«Ahora -dijo a Amparo-, acuestas a los niños y te vas a tu casa. No se te haga tarde... ¡Ah! Mañana me traes dos manojos de trencilla encarnada y no te olvides del cold-cream de casa de Tresviña... Te traes también cuatro cuartos de raíz de lirio, y luego te pasas por la pollería y me compras media docena de huevos... Vaya, no más».

Los chicos seguían enredando en el comedor.

«¿Qué ruido es ese? Paco, diles que si voy allá... A ver; el abrigo, los guantes, el abanico. Bringas, ¿te has arreglado?».

-Ya estoy pronto -dijo el padre de familia, que se acababa de enfundar en un gabán color de café con leche... ¿Será cosa de llevar paraguas? Lo llevaremos por si acaso.

-Vamos, vamos... ¡qué tarde es!... ¿Se olvida algo?

Y desde la puerta volvía presurosa.

«¡Jesús!, ya me dejaba los gemelos...Vamos... Abur, abur...».