Terror
de Rafael Barrett


No puedo abrir un diario sin encontrarlo salpicado de sangre. Los gubernistas de Nicaragua han fusilado a setecientos prisioneros, ante una multitud frenética fueron guillotinados en Valence tres hombres: «La sangre de los condenados corría por los rieles del tranvía hasta una distancia de cincuenta metros y la gente tenía los pies, húmedos de sangre». En los Estados Unidos siguen linchando negros. El último fue ahorcado, luego baleado, luego quemado: «antes de procederse a la incineración, la turba cortó la cabeza del negro, que fue clavada en la punta de un bastón y paseada por las calles; los manifestantes le sacaron el corazón y lo cortaron en pedazos menudos, que se repartieron como recuerdo». Ved después de las matanzas de Barcelona a Ferrer ejecutado; ved después de las matanzas del 1.º de mayo en Buenos Aires a Falcón dinamitado. Sangre... Máuser, horca., puñal, guillotina o bomba, ¿qué más da? Todos estos instrumentos me causan la misma tristeza; todos representan la misma desalentadora realidad, parecen distintos pero no lo son; complicado es el mecanismo del fusil moderno, y complicado el mecanismo legal que mueve las guillotinas y levanta las horcas, pero la esencia de ambos es hacer sangre, es dejar tras sí el trasto uniforme de la bestia humana. Yo quiero creer que somos mejores, que seremos mejores, que avanzamos, y no se avanza sin sangrar, sin desgarrarnos. Yo sé que a veces el esfuerzo se vuelve convulsivo, y hay que herir y hendir pronto, buscar el futuro y arrancarlo de las entrañas de su madre muerta. ¿Y si fuera mentira? ¿Si al llevar el ideal en los labios, lleváramos en las manos la venganza? ¿Si en lugar de ser cirujanos fuéramos asesinos? ¿Había luz en las conciencias de los que condenaron a Francisco Ferrer? ¿Había luz en la del anarquista que condenó a Falcón? Porque no es otro el problema. Necesitamos la luz. Necesitamos el profeta que diga: «matad», ya que no somos capaces de comprender la voz dulcísima que hace dos mil años nos dijo: «no matéis».

En las almas no hay luz. No hay sino terror. Es el terror quien mata. Jamás se apoderó de una sociedad un terror semejante al que como un sudario negro ha caído sobre la Argentina. Al primer estampido de la dinamita, este pueblo de republicanos ha gritado: «¡el zar tenía razón!». Mientras los jesuita del Salvador, con sus alumnos armados de carabinas, desfilaban ante el cadáver del coronel, la policía, imponiendo silencio a cinco millones de hombres libres, preparaba la caza al proletario. ¡Admirable ejemplo de la futilidad de las leyes! La constitución, prostituida en cada campaña electoral, fue declarada impotente para reprimir un delito común. Tres mil obreros fueron deportados o enviados a presidio. Las detenciones continúan. Si el autor del atentado no estuviera preso, no habrían quedado en Buenos Aires más que los que viven de sus rentas. El juez se contenta con tres mil cómplices. En la sombra espesa y muda que invade a la metrópoli, sólo se distinguen las garras del gendarme, protectores del dinero porteño. Los inmigrantes rusos son rechazados en la dársena. La Argentina, sentada sobre sus sacos de oro, ganados por el gringo, llora de ser tan hospitalaria. «¡Ingratos!» dice a los innumerables trabajadores que sudan en los campos, en los saladeros, en los talleres, en las fábricas y en los docks, enriqueciéndola sin límite. «¡Ingratos!» repite a los centenares de inocentes que manda al presidio. El terror tiene su lado cómico. Tiene también su alcance instructivo. En estos choques un país se vomita a sí propio; es el momento de estudiarlo. Estudiad, pues, la desesperación con que Buenos Aires defiende su bolsa del espectro anarquista; Buenos Aires, la ciudad-estómago, donde los tribunales han castigado con cuatro años de cárcel a un infeliz que había robado un dedal, y con seis a otro, que había sustraído un pantalón. Pero no es únicamente Buenos Aires, no; es la América Latina entera donde no hay más Biblia que el registro de la propiedad, donde la escuela honra el afán de lucro como una virtud y los padres predican a sus hijos la codicia. Ni siquiera imitáis ya a la América sajona. Allí nacen religiones nuevas, en tanto que vosotros no tenéis religión, puesto que os devora el clericalismo. Allí los millardarios intentan hacerse perdonar, y fundan establecimientos públicos. ¿Quién se avergüenza aquí de su fortuna, y ante quién se avergonzaría, si cuanto más rico más venerado se es? Locura es figurarse que un régimen de avaricia puede ser un régimen de paz; la avaricia es forma del odio como la rabia homicida; en ella se transmuta y de ella brota. Las persecuciones de hoy traerán las bombas de mañana, que traerán otras persecuciones y la sangre renueva el terror que hace verter más sangre.