XX
Sotileza (1888)
de José María de Pereda
XXI - Varios asuntos y Muergo de gala
XXII

XXI

Varios asuntos y Muergo de gala


Injuriar fuera la perspicacia del lector, por roma que la supongamos (y no supondré yo tal cosa), declararle aquí, en son de noticia importante, que pae Polinar llamó a su casa al matrimonio de la bodega de la calle Alta para hablarle del asunto que le había encomendado Cleto. El pobre fraile, con el trabajo que le daba el sermón que traía entre cejas, y el miedo que le infundían las hembras de Mocejón, tomó aquel partido para perder menos tiempo y no verse en un trance que tan de lumbre temía.

Cumplió su cometido con poco entusiasmo, y hasta con la advertencia de que él ni entraba ni salía, y la condición de que, si el asunto cuajaba, no supieran ni las moscas del aire que su lengua se había movido ni para aquello poco que decía por servir al obcecado muchacho.

-Cleto es buena persona -dijo al último-. Tendría bien por un lado para ayudar a la casa. No daría guerra en ella; pero la darían otros, sólo por verle allí tan en paz... Ya sabéis de quién hablo. ¿Te acuerdas, Miguel? ¿Te acuerdas, Sidora?... ¡Qué gente, cuerno!; ¡qué gente!... Por otra parte, aunque la muchacha es guapa y honrada de veras, y por ello sólo merece un marqués, como los marqueses no buscan marineras para casarse con ellas, Silda, más tarde o más temprano, tendrá que apechugar con un callealtero del oficio; y este callealtero, greña y palote más o menos, allá se irá en pelaje y en literaturas con el hijo de Mocejón después de limpio y trasquilado... ¿Entendéis lo que digo?... Pues conociendo la voluntad de la interesada, pésense allá en familia las verdes con las maduras de este particular... y al cuerno, hijos; que yo ni entro ni salgo... ¡Y Dios me librará de ello, jinojo!

Las mismas verdes y las propias maduras que el padre Apolinar, veían en el asunto tía Sidora y su marido, con la única diferencia de que la primera para todo lo malo hallaba un remedio; y al segundo, hasta lo mejor llegaba a parecerle muy malo en cuanto se metía a comparar el oro bruñido de Sotileza con el cobre roñoso del hombre que la pretendía. Verdad que para tío Mechelín no había nacido galán en el mundo, ni nacería tan pronto, que en buena justicia la mereciera.

Sotileza había comprendido, por todo lo que le dijo Cleto, después del recado que le dio la criada del padre Apolinar, que en casa de éste se había tratado el mismo punto que acababa de ventilarse en la bodega. De modo que, a media palabra que la dijo tía Sidora después de convenir con su marido en que era hasta deber de conciencia consultar, sin perder un instante, la voluntad de la interesada, le salió ésta al encuentro para referir lo que le había sucedido con Cleto.

-Mejor pa nosotros -dijo tía Sidora-, que un trabajo nos quitas con saberlo ya.

-¡Uva! -confirmó tío Mechelín, golpeando el suelo maquinalmente con uno de sus pies.

Silda callaba y cosía. Tía Sidora añadió, después de un ratito de silencio:

-Conque tú dirás, hijuca.

-¿Qué quiere usté que diga?

-Lo que te paezca, sobre el caso.

-Por sabido se calla.

-Poco decir es.

-Y la metá sobra.

-Quisiera yo, hijuca, que te pusieras en los casos... Hoy na te falta, gracias a Dios; pero mañana o el otro... ya ves tú..., semos mortales, y viejos además, y con poca salú..., has de verte sola..., ¡y puede que muy luego!... La casta es mala... ¡mala!..., no puede ser peor; pero él es un venturao, noble como el pan... Con una miaja de aseo y bien vestido, campará mucho, porque es buen mozo de por sí... No te lo empondero tanto pa metértelo por los ojos, sino porque éste es un caso de que se pongan las cosas en su punto, pa que al resolver no te engañes.

-¡Uva! -dijo Mechelín cambiando de pie para golpear el suelo.

Como Sotileza no daba lumbres, tía Sidora, algo picada por ello, añadió en seguida:

-¡Pero hijuca, respóndenos algo, por el amor de Dios, pa que uno sepa los tus sentimientos! Si temes engañarte por ti mesma, ¿quieres que pidamos consejo, pinto el caso, a don Andrés?

-¡Ni se lo miente siquiera! -saltó la moza inmediatamente-. No hace falta ese consejo, ni el de naide tampoco; que bien sé yo lo que me conviene.

-Pos eso queremos saber, hijuca: lo que te conviene a ti a la hora presente.

-¡Uva!

-Me conviene que me dejen en paz sobre esos particulares; que no me hablen más de ellos; porque no me hace falta, porque ca uno se entiende, y lengua me sobra pa decir: «esto quiero» cuando sea de menester. Así estoy a gusto..., y Dios dirá mañana. ¿Me entienden ahora?

Y así quedó, por entonces, aquel asunto.

Con bastante más calor se ventilaba otro bien distinto en todas las tertulias y cocinas de la calle, desde la noche anterior. Este asunto era el del regateo propuesto por el Cabildo de Abajo, y aceptado por aclamación a claustro pleno en la taberna del tío Sevilla. En aquellos tiempos, todavía los mareantes santanderinos no habían pensado siquiera en meterse en otras aventuras que las del oficio; y un empeño de tal naturaleza removía en ambos Cabildos el entusiasmo de la gente moza, y calentaba la sangre en los entumecidos cuerpos de los veteranos. Porque no se trataba de un lance particular entre dos lanchas rivales, sino de un suceso que revestía toda la solemnidad de los grandes conflictos entre dos pueblos limítrofes. No eran unos cuantos remeros del Cabildo de Abajo que desafiaban a otros tantos del Cabildo de Arriba, ni se trataba tampoco de ganar, en concurso libre, un premio ofrecido por un particular o por el Ayuntamiento, lances en que caben amaños para repartir la ganga entre los competidores, y apenas se siente al amor propio; esto era muy distinto: era un Cabildo en masa desafiando al otro Cabildo, nada menos que para el día de los santos patronos del retador, patronos, a la vez, del Obispado, fiesta solemnísima en Santander; a la pleamar de la tarde, cosa de las tres y media; con el Muelle atestado de curiosos: y se regateaba una onza, sacada de la entraña misma del tesoro de los contendientes; y los mareantes de Abajo eran vanidosos porque eran muchos, comparados con los de Arriba... En fin, que particularmente para éstos, el suceso venía a ser una verdadera cuestión internacional; y por tanto, no es de extrañar que anduvieran interesados en ella hasta los gatos y los perros de la calle Alta.

Con este motivo, la bodega de tío Mechelín se vio por las noches más concurrida que de ordinario; pues como no le gustaba ni le sentaba bien salir a la taberna, donde se hablaba mucho del caso, los camaradas que le querían de veras, y no eran pocos, iban de vez en cuando a remozarle los ánimos con los dichos de la taberna, o a pedirle su autorizado parecer, siempre que se necesitaba.

Todo esto contrariaba grandemente a Andrés, porque le alejaba de aquellos sitios en la ocasión en que más sentía la necesidad de frecuentarlos hasta conseguir siquiera un cuarto de hora de libertad para advertir a Silda, tan celosa de su honra cuando se trataba de él, lo expuesta que la tenía en boca del salvaje Muergo. En esto no faltaba a la palabra empeñada, porque cuando la empeñó no contaba con lo que oyó después a aquel animal. Y aunque en opinión de Silda faltara, ¿qué? Si le estaba engañando, tonto fuera él en guardarla tan inmerecidas consideraciones; si Muergo mentía, hasta deber de conciencia era advertírselo a ella. Pero aquel ir y venir de gentes extrañas, con lo que ya se había dicho de él por sus visitas a la bodega... y la actitud de su padre, tan distinta de las de otras veces; lo que le advertía, lo que le vigilaba...; las amenazas de Luisa, que podían cumplirse a la hora menos pensada...; y entre tantas contrariedades, espoleado a la vez por los ímpetus de su carácter impaciente y fogoso, discurría las cosas más absurdas, llegaba a veces con sus proyectos a las lejanías más peligrosas. Y era lo peor que ni siquiera se asombraba de ello. Todo se sabía: pensamientos apretados en la mollera de Andrés, resolución descabellada.

En cambio, Cleto se congratulaba, a su modo, en aquel inusitado crecimiento de tertulianos en la bodega, porque así pasaba él más inadvertido en ella. Entraba como uno de tantos, y Sotileza no tenía pretexto siquiera para tacharle de porfiado. Observar sin que le observaran; ver sin ser visto, como quien dice. Esto se lograba allí a la sazón y esto le convenía desde que pae Polinar le había dicho que tenía de su parte la voluntad de los dos viejos. ¡Qué bien le supo la noticia! Con lo que él le había dicho a Sotileza y lo que ellos la añadirían, su negocio podía llegar a arreglarse a la hora menos pensada. Entretanto, mucho ojo y mucha prudencia. Y así se conducía, con el pechazo repleto de esperanzas.

Muergo volvió a la bodega dos noches después de aquel su altercado con Andrés. Con el clavo que este lance le dejó adentro, la cuestión pendiente entre ambos Cabildos y media juma de aguardiente que llevaba, armó en la tertulia un alboroto, y su tío le prohibió volver a poner allí los pies mientras duraran aquellas excepcionales circunstancias, por obra de las cuales andaban los ánimos muy vidriosos en uno y en otro Cabildo.

El de Arriba preguntó al de Abajo, que era el retador, hasta dónde quería el regateo, y desde dónde: él a todo se allanaba.

Respondió el de Abajo que hasta la Peña de los Ratones, desde la escalerilla de los Bolados, según costumbre.

En aquel mismo día comenzaron los preparativos Arriba y Abajo. Por de pronto, rasca que rasca los pantoques y branques de las lanchas, hasta dejarlos más lisos que la misma seda; y después, afirma bancos, bozas y toletes, y luego carena por lo fino, hasta que no pase una gota de agua; y venga alquitrán que cubra y no pese; y pinta los costados, y dale, por último, sebo a los pantoques, o jabón, si se teme que el sebo se agarre demasiado.

La lancha de Arriba se pintó de blanco con cinta roja; la de Abajo, de azul con cinta blanca. Cleto y Colo formaban parte de la tripulación escogida para la primera; Cole y Guarín, de la segunda. Muergo se quedó sin plaza, porque no era de fiar en lance tan delicado, no por falta de empuje, sino por su brutal informalidad. Sintió a su modo el desaire; pero se consoló pensando en que ese día estrenaba vestido, con zapatos y todo, y con el propósito de dar un tiento al palo ensebado, después del regateo.

Y así fue llegando el 30 de agosto, con regocijo de tantas gentes, y trasudores del padre Apolinar, que apenas pegó los ojos en toda la última semana, empeñado en meter en la memoria todo lo que había borrajeado durante tres meses cumplidos.

Al amanecer, ya estaba Muergo en la Rampa Larga refregándose la cabezona y las patazas con el agua del mar. Después, dejando que éstas se fueran secando por sí solas, mientras iba de vuelta a su casa para ponerse el vestido nuevo, pasábase el gorro por la cara y se peinaba la greña con los dedos.

Una hora más tarde, cumpliendo regocijadísimo los deseos y el encargo de Sotileza, subía hacia la calle Alta, reventando en su atavío flamante y resbalándose a cada paso en las aceras, porque no se amañaba con aquellos zapatos de suela algo convexa y muy bruñida, que acababa de estrenar.

Increíble parecía a los que le miraban el relieve que adquiría su fealdad envuelta en paño fino y en camisa limpia. ¡Qué relucir de pellejo!; ¡qué caer de melena por debajo de la ancha gorra con borla de cordoncillo!; ¡qué arqueo de brazos!; ¡qué sonreír de gusto!..., y ¡qué andares aquéllos!

Sotileza se santiguó tres veces en cuanto le tuvo delante, y juntó después las manos y abrió mucho los ojos, como si se asombrara de que pudieran llegar a tal extremo las humoradas de la naturaleza.

-Aguántate así, Muergo -le dijo entusiasmada-. Deja que te arrepare un poco desde lejos. ¡Bendito sea el Señor!

-¿Te gusto, puño? -exclamó el otro, parándose esparrancado en mitad de la salita-. ¿Te paizco bien con esta empavesá? ¡Ju, ju!... ¿Ónde está mi tío?

-Están a misa los dos... No te marches hasta que vuelvan... Quiero que te vean así.

-¡Ni falta que hacen, puño!... Pa que me güelvan a echar... Por ti vine yo, Sotileza..., porque te lo ofrecí; y, más a más, tengo que decirte una cosa que me jurga mucho acá entro, ¡puño!

-Pues mira -respondió la moza en ademán resuelto-, si llegas a hablarme de cosa que yo no te pregunte, te planto en metá de la calle y no vuelves a entrar aquí. ¿Lo oyes bien?

-¡Puño! ¿También tú?... Pero si tengo un pensar, ¿qué mal hay en echarle juera?

-Cuando venga el caso.

-Es que agora viene, ¡puño!

-¡Te digo que no..., y no seas burro!... ¡Madre de Dios!, ¡qué arte de vestirse!... ¡Ven acá, animal!

Muergo avanzó dos pasos hacia Sotileza. Ésta, después de mirarle de arriba abajo, le deshizo el nudo mal hecho de la corbata de seda negra, volvió a hacerle como era debido; estiró los fuelles de la pechera de la camisa y arregló sobre ella las largas puntas colgantes del pañuelo de marga de seda. Muergo le dejaba hacer, sin atreverse a respirar siquiera. Sentía en el pecho la impresión de aquellos dulces manoseos, y temblaba de pies a cabeza.

-¡Qué bardal de pelos! -exclamó la moza después que acabó con la corbata-. ¿Por qué no te han esquilado un poco, arlotón? ¿No hay siquiera un peine en todo el Cabildo de Abajo?

Y en esto le arrancó la gorra de la cabeza, y comenzó a encresparle la melena con los dedos.

-¡Virgen María, si esto es un monte cerrao! Espera que le arregle un poco antes de meter el peine.

Y al mismo tiempo que esto decía, Sotileza hundía las manos en la espesura.

Muergo lanzaba de su pecho rugidos sordos, y Sotileza, lejos de amedrentarse con ellos, tira de aquí y desbroza de allá, cuanto más roncaba él, con mayor ansia hundía ella sus dedos en la escabrosidad. De pronto lanzó Muergo un verdadero bramido.

-¿Te duele? -preguntó Sotileza sin cejar en su empeño.

-¡No, puño! -contestó el bárbaro, bajando más la cabeza-. ¡Jálame más..., más!..., ¡que me gusta mucho!... ¡Más juerte, Sotileza!; ¡puño!... Así, así... ¡Jala más!..., ¡más entodía!... ¡Ayyy!...

Sotileza dio entonces un salto hacia atrás, porque sintió las manazas de Muergo alrededor de su talle.

-¡Eso no! -le gritó al mismo tiempo.

-¡Eso sí, puño! -bramó el monstruo-. ¿Pos qué te pensabas?...

Y avanzó hacia ella, trémulo y erizado, indómito, espantoso.

En el rincón de la salita había una vara con que tía Sidora había sacudido la lana de su colchón unos días antes. Sotileza se abalanzó a ella; y antes que Muergo llegara a tocarle en el pelo de la ropa, ya tenía encima de su alma dos varazos que le arrancaron sendas blasfemias. Muergo se detuvo allí, pero rugiendo y anheloso. Sotileza le sacudió otro par de verdascazos.

-¡Atrás!..., ¡más atrás!... -le gritó al mismo tiempo, fiera y resuelta.

Muergo retrocedió tres pasos.

-¡Más atrás! -insistió Sotileza esgrimiendo la vara-. ¡Allí..., contra la paré!...

Y sólo cuando Muergo arrimó a ella las espaldas, dejó Sotileza su actitud amenazante. Muergo jadeaba, y Sotileza poco menos. Ésta le habló entonces así, como si quisiera clavarle al muro con sus palabras:

-Ése es tu lugar, y éste el mío. ¿Lo entiendes bien? Pues el día en que vuelvas, a quivocarte, será la última vez que te mire a la cara. ¿Te conformas?

-¡Sí, puño! -respondió el otro, como bramaría una fiera acurrucada en el rincón de la jaula.

-Toma ahora la gorra -díjole entonces Sotileza con gran serenidad, después de haberla alzado del suelo.

Muergo alargó la mano.

-Amáñate primero un poco los pelos -le advirtió la resuelta moza, sacudiendo entretanto muy cariñosamente el polvo de la gorra.

Muergo obedeció sin chistar.

-Baja ahora la cabeza.

Muergo obedeció también. Entonces Sotileza, con sus propias manos, le puso la gorra como debía ponerse.

-No la toques -le dijo después de enderezarse el otro, en cuyo pecho se oían zumbidos, como de lejanas rompientes-. ¿Estás contento?

-Pos mírame tú como otras veces -respondió Muergo-. ¡Así..., así!... ¡Ay, puño, qué salú da eso!

Sotileza se echó a reír, y en seguida dijo:

-Cuéntame ahora lo que tenías que contarme.

Muergo, despertando con estas palabras del estupor en que le había hundido la reciente escena, se disponía a referir a Sotileza el encuentro que tuvo con Andrés en las inmediaciones de la Zanguina; pero entraron en la bodega tía Sidora y su marido, que volvían de misa, y el relato quedó sin hacerse.

-¡Alabado sea el Santísimo Nombre de Dios! -exclamó la marinera contemplando a su sobrino-. ¡En los días de su vida discurrió el mesmo Satanás estampa como la que tienes hoy!

-¡Vaya, que paeces un gabarrón empavesao! -añadió tío Mechelín haciéndose cruces.

Con esto y lo que le había pasado poco antes, acabósele la paciencia a Muergo; el cual, con dos reniegos y una interjección brutal por toda despedida, largóse de allí resuelto a no parar hasta Miranda, en cuya ermita ondeaba, desde el amanecer, la bandera del Cabildo de San Martín de Abajo, y clamoreaba el sonoro esquilón, recreándose en todo ello los ojos y los oídos de los devotos mareantes que, paso a paso, iban acercándose allá por los atajos del breve y hondo valle intermedio.