Sancho Saldaña: 30

Sancho Saldaña
de José de Espronceda
Capítulo XXX

Capítulo XXX

¿Vos, Hernando, en Arjonilla?, dijo Peransúrez cuando se vieron apartados del ventorrillo, todo lo que hubiera sido menester para no ser de nadie entendidos.
MARIANO JOSÉ DE LARRA, El Doncel de D. Enrique el Doliente.


Volvamos ahora a nuestro Zacarías, que contando su dinero, y aunque no muy satisfecho de Saldaña, alegre con su aventura caminaba a paso de lobo hacia el campamento de los partidarios del nieto de Alfonso el Sabio.

Ocupaba su ejército las llanuras que se extienden camino de Segovia a la derecha de Iscar, en una legua de circunferencia, donde mil diversas banderas flameaban al aire en las tiendas de los capitanes. Sobre un cerro, cuya superficie plana daba lugar bastante para establecer parte del campamento, y que en medio de aquellos llanos se levantaba como en un sitio de distinción, estaban las tiendas de los jefes principales, que trajeron gentes de armas y que usaban de enseña propia, y alrededor, en las faldas de la colina y en la llanura, se veían las de la tropa hasta perderse de vista por un lado y otro a lo lejos.

Por una y otra parte rodeaban el campamento un número proporcionado de centinelas, que en los parajes más elevados podían descubrir con facilidad cualquier objeto a la distancia más larga que puede alcanzar la vista. A la puerta de las tiendas de los señores había también una guardia, compuesta de soldados escogidos entre los que había cada uno traído a aquella guerra consigo.

Era la noche, el campo estaba en silencio, y sólo se oía el grito del centinela o el canto de algún trovador que al rayo de la luna entonaba dulces canciones de amor o se animaba con himnos de guerra para la batalla. La noche estaba serena y ni una nube siquiera manchaba el terso velo de gasa que la diosa argentada bañaba con su pura luz. Las tiendas del cerro, a la sombra y en montón, parecían negros fantasmas que se habían refugiado allí huyendo de la claridad que despedía la luna. Nadie hubiera creído, al contemplar la paz que reinaba en aquellos sitios y la calma de la Naturaleza, que al día siguiente inundarían aquel país lagos de sangre, se cubrirían aquellos llanos de muertos y que era, en fin, aquella tranquila noche la última que habían de contar muchos que en aquel momento se prometían quizá grandes triunfos y largos días de gloriosa vida.

Tal no pensaba, empero, el castellano de Iscar, que, deseoso de venir a las manos en un combate decisivo, velaba en su tienda cuidadoso de su honra y meditando por esto los mejores planes que le parecían para poner en derrota a sus enemigos. Acompañábanle varios jefes, y en medio de la tienda, sobre un tambor, ardía una luz a cuyo alrededor estaban sentados sobre unos groseros escaños. Dormían a la puerta, que estaba abierta por el calor, echados acá y allá en el suelo, los soldados de guardia, reposando algunos de sus fatigas y otros boca arriba mirando al cielo y silbando, mientras el centinela lentamente se paseaba.

-Pardiez -exclamó el joven señor de Toro-, que no hemos tenido noticia del judío, ni ha llegado todavía el jefe de nuestros espías. No que uno ni otro me importen mucho, y si los han ahorcado no han hecho más que morir como debían, pero quisiera que por esta vez no les hubiese sucedido nada.

-El ejército de don Sancho -decía un capitán viejo al de Iscar- consta de dieciocho mil hombres, más bien más que menos; el nuestro, aunque bastante numeroso, no cuenta arriba de ocho mil soldados aguerridos, por lo que mi opinión es que nos fortifiquemos en nuestro campo.

-La mía no -repuso el de Iscar-, porque el soldado se desanima cuando se le encierra, y es menester salir a recibirlos.

Hablaba el de Toro en secreto con otro joven que tenía al lado, y de repente interrumpió la conversación de los dos jefes con una carcajada.

-¡Ja! ¡Ja! Tendrá que ver el judío si lo ahorcan vestido de fraile; ningún grajo se llega a él, apuesto cualquier cosa; creerán que es un espantapájaros.

-Podíais atender a lo que estamos tratando -dijo el viejo- y no estar pensando ahora en vuestro judío, que mal demonio le lleve.

-¡Ja! ¡Ja! Si le hubierais visto vestido de fraile como yo, juro a Dios que os habría hecho reír como a mí. Por lo demás, yo no me cuido de vuestra formalidad ni de lo que habláis, y quiero vivir alegremente hasta que llegue mi hora.

La presencia de Zacarías, que entró en ese momento en la tienda, cortó la conversación con un Deo gracias que hizo volver la cabeza a todos.

-¡Ja! ¡Ja! Ya está aquí nuestro beato -dijo el de Toro-. Benitum in Domino nomine, o qué sé yo cómo se dice. ¡Hola!, costal de oraciones, buena alhaja, ya te había yo creído en el cielo o, por lo menos, en actitud de volar hacia él colgado por ahí de un árbol.

-Dios ha sido servido de mirar por su siervo -respondió Zacarías.

-¿Qué traes de nuevo? -preguntó el de Iscar-. Las tropas de don Sancho están ya en marcha, sin duda.

-Mañana, siendo Dios servido -replicó el hipócrita-, tendréis el gusto de verlas al amanecer.

-Tanto mejor -gritaron todos, menos el viejo.

-Y dime -preguntó el de Toro-, ¿has hallado en tu camino dos frailes franciscanos que salieron de aquí esta mañana?

-El señor no me ha hecho la gracia de hallar a sus santos ministros en mi camino. Permitidme -prosiguió Zacarías, dirigiéndose al de Iscar- que os haga en particular una comunicación de suma importancia, y que sólo debe ser oída de vos.

-Nos retiraremos -dijo el veterano capitán, haciendo intención de ponerse en pie.

-No hay para qué -respondió don Hernando-; salgamos afuera, buen hombre, y me dirás lo que quieras.

Diciendo así se levantó de su asiento, y embrazando la espada salió de la tienda acompañado del villano Zacarías, que ejercía el mismo oficio en los dos ejércitos enemigos. A pesar de la oposición que el noble don Hernando había manifestado a que el Velludo con su partida auxiliase la revolución, supo el astuto judío manejarse de tal manera que logró componer todo sin disgustarle, conviniéndose con los otros jefes, quienes los incorporaron entre sus tropas sin darle a él cuenta. Conocía apenas el de Iscar a Zacarías, habiéndole visto antes sólo dos veces, sin haber casi reparado en él, por lo que lejos de mirarle con odio le tenía por un mentecato fanático que, cuando más, merecía su desprecio, que en alto grado le dispensaba.

Salieron, pues, solos, al campo, marchando el de Iscar delante y a pocos pasos siguiéndole Zacarías, hasta que llegaron a un sitio apartado de los vigías y en donde nadie podía oír su conversación.

-Bien estamos aquí -dijo-; habla.

-Loada sea la Providencia divina -exclamó Zacarías-, que va a poner a vuestra disposición el trono de Castilla.

-¿Qué dices? -repuso asombrado el de Iscar-. ¿Es cierto? Despáchate; habla.

-El cielo protege por último la buena causa, y os entrega al tirano para que hagáis de él a vuestra voluntad. Utrum rex regum, etc.

-Demonio, di, y no andes con más preámbulos.

-Grande es el poder de Dios, que derriba el de los reyes. Ayer tarde cuando iba a espiar las intenciones del enemigo fui apresado, y fue la voluntad del Señor que me llevaran a la presencia del rey. Yo soy hombre veraz, y no diría una mentira por cuanto Dios crió.

-Adelante; al grano, y no me impacientes.

-Es, pues, el caso, fama erat, que el rey me preguntó dónde estabais vos, y tuvo el benéfico pensamiento de hacerme ahorcar, por lo que le prometí cuanto quiso si me perdonaba. Pero ya sabéis vos quod est dictum non est scriptum.

-Yo no sé latín -respondió don Hernando con impaciencia-, y si no me hablas claro te arranco la lengua; prosigue.

-Pues, señor, el rey me ofreció montes de oro si, como él decía, le entregaba yo al jefe de los rebeldes, en lo que convine.

-¡Cómo, pícaro!

-Aguardad, señor; no fue más que una promesa, como antes dije en latín. Para esto quedamos en que él enviaría alguna gente a un paraje donde yo os llevaría, en lo que convino al momento, y me repitió sus ofertas; pero yo, que, como todo el mundo sabe, quiero más mi virtud que cuantas...

-Adelante.

-Pues sí, señor, aparenté convenir, aunque le puse algunas dificultades, y sólo pensé en servir la santa causa que Dios me manda que sirva. Buen latín os perdéis por no dejarme hablar en otra lengua que la mía. Díjele que yo os amaba sobremanera, en lo que no mentí, y que aunque estaba dispuesto a entregaros, temía, no obstante, por vuestra vida, y que si él no me daba una seguridad de que nada os sucedería, estaba determinado a perecer primero que cometer tal infamia, que Dios no permita. Entonces me aseguró daría orden al jefe de la emboscada para que os respetase como a su misma persona, pero habiendo yo insistido en mi duda, quedó pensativo un momento y dijo: Está bien; quiere decir que yo mismo empezaré y acabaré la guerra en un día; y me prometió venir en persona. Salí de allí, después de concertar con él el sitio y la hora de vuestra entrega. Escondíme, observé los pasos de todos, y si tenéis el ánimo que en tantas ocasiones habéis probado, esta noche en cambio voy a entregaros el rey. Está en un pueblo aquí cerca, sin guardias apenas, habiéndose adelantado del ejército, y la emboscada está puesta no lejos de allí; esta noche, después de media noche, están creídos que habéis de ir conmigo; si no os atrevéis, capitanes hay en vuestro ejército que aceptarán con gusto.

-Villano -interrumpió el de Iscar-, ¿osas tú decirme, que si no me atrevo?

Quedó pensativo un rato y dijo:

-¿Qué seguridad me das tú de que es cierto lo que dices?

-Mi juramento...

-No basta; pero no importa, tu vida me responderá; vendrás conmigo.

-Pensad que Dios os entrega un rey, y...

-¿Qué gente piensas que lleve?

-Poca y buena -respondió Zacarías-. Dios ha descubierto las maquinaciones de los impíos, y...

-Está bien; sígueme.

Dicho esto echaron a andar, y habiendo vuelto a la tienda llamó a Nuño, que estaba mandando la guardia, y le dijo lo que pensaba.

-Habrá bastante con cincuenta hombres -repuso Nuño-, y llevaremos atado al guía. Ya os he dicho mil veces que no debéis fiaros tanto de vuestro valor, porque, como decía vuestro padre...

-Mi padre decía muy bien, pero lo que ahora importa es que nos despachemos, que no faltan más que dos horas.

Y el buen Nuño se apartó, y tomando la gente que le parecía más granada volvió adonde estaba ya su amo a caballo, aguardándole lleno de orgullo y contento, pensando nada menos sino que iba a hacer prisionero al rey.

-Buen hombre -le dijo Nuño al espía-, ven aquí junto a mi caballo; al menor movimiento que hagas que me descubra tu traición, mueres.

-Yo sólo confío en el Señor Todopoderoso, Padre nuestro, etc. -y echó a andar, al parecer, con serenidad, procurando todos no meter ruido, y saliendo sin alarma ni dar nada que sospechar.