San Sebastián, coso taurino : 05

Capítulo V

Don Honorato Ratón de la Higuerilla metiose un dedo en la nariz, según era antigua y no muy pulcra costumbre en él, y quedó ensimismado, con esa profunda meditación tan natural en quien desempeña trascendental tarea. La cosa no era para menos. Después de los desembolsos realizados por aquella señora, con el señuelo de un próximo y ruidoso triunfo que le indemnizase de todos sus sacrificios, ¿con qué cara decirle que sus impresiones eran pesimistas, los indicios más de fracaso que de victoria, y las noticias alarmantes, por no decir francamente descorazonadoras? Él, cumpliendo deberes impuestos por su conciencia, había ido allí para informar a la debutante de los vientos de fronda que contra ella corrían, pero, ante la confianza exaltada de la dama, ante sus explosiones de entusiasmo, su afán de que llegase pronto el momento crítico y su gran fe, había sentido caérsele el alma a los pies. Más valía, quizá, dejarla. ¿Quién sabe? En el teatro nadie puede vaticinar con razón. ¡La psicología de las multitudes es tan rara! Él, en su ya larga vida de empresario, había visto cosas extraordinarias. A lo mejor, obras que todos creían un gran fracaso, resultaban un éxito formidable, y, en cambio, otras que provocaron grandes entusiasmos en la lectura y los ensayos, haciendo a las empresas cifrar todas sus esperanzas en ellas, el día del estreno habían sido estrepitosamente silbadas. Y con los artistas sucedía igual. A lo mejor, un artista que en ensayo era un asombro, al llegar ante el público vacilaba, azorábase, comenzando a balbucear, y otros, que parecían tímidos, insulsos, en el instante definitivo sentían la llamarada del genio y arrebataban a las muchedumbres.

Eloísa repitió su pregunta:

-Pues usted dirá lo que pasa.

Don Honorato sacose el dedo de la nariz, hizo una pelotilla, poniendo en ello sus cinco sentidos, como si se tratase de excelsa obra de arte, y tomó rápidamente una decisión:

-Yo venía, verá usted... Como mañana es el debut -comenzó diciéndose- y todo lo que se haga para asegurar el éxito es poco, he pensado que debíamos mandar unas gacetillas a la prensa, algo que se saliera de lo vulgar.

La americana, muy castigada ya, se puso en guardia.

-Me parece muy bien; pero eso es cosa de usted.

-Tiene usted razón que le sobra, razón grandísima, señora mía -aseguró él, cada vez más melifluo, adivinando la hostilidad de su interlocutora-. Razón por los cuatro costados, y desde luego le aseguro que era mi intención hacerlo; pero, querida señora, el hombre propone y Dios dispone, y con los muchos gastos del debut no queda un céntimo en contaduría.

-¡Pero si esos gastos los he pagado yo! -protestó ella.

-Verdad, querida señora, verdad; pero sólo en apariencia. ¡Hay tantos gastos pequeños que no se ven! ¡Tantas cosas insignificantes que pasan inadvertidas para los profanos y que sólo los que estamos en ello nos damos cuenta! ¡Y yo, yo, que soy un caballero, una persona educada, llena de consideración, antes que empresario, no he querido molestarle con pequeñeces!

Asqueada Eloísa por tanta farsa se puso en pie.

-¿Cuánto necesita?

-Creo que quinientas pesetas no será demasiado; pero salvo su parecer, querida señora, salvo su parecer. Si cree menos, menos.

La víctima aproximose al armario de luna, lo abrió, revolvió entre unas ropas y, al fin, volvió junto a su empresario tendiéndole cinco billetes de cien pesetas. Tomolos él con grandes extremos, y luego, entre reverencias y exageradas muestras de confianza, salió.

Eloísa, llena de desaliento, dejose caer en una butaca.

-¿Se puede?

-¡Adelante!

Entró «el Gauchito» vestido de viaje.

-¡Nene!, ¡nene!, ¡mi vida!

-¡Vidita!

Se abrazaron con toda el alma. Ella buscaba en el pecho de su amante el refugio, un poco de calor, del que tanta había menester. Él la envolvía protector.

-¡Nene!, ¡nene!, ¡mi vida!, ¡qué pena que te vayas!

-¡Bah, mujer! -rió él para infundir alientos-. ¡Si es por cuarenta y ocho horas!

-¡Son tantas!

Él rió aún.

-¡Las del triunfo! A la vuelta te encuentro hecha una gran artista. Yo también quedaré muy bien. Me dice el corazón que vamos a triunfar los dos. Y después -añadió con alegre optimismo-, ya no más luchas, no más batallas. A querernos y a ser felices.

Y por última vez la estrechó apasionadamente entre sus brazos.