Política de Dios, gobierno de Cristo/Parte II/XXIII 2

Política de Dios, gobierno de Cristo
de Francisco de Quevedo y Villegas
XXIII 2

XXIII 2


He acabado la primera parte de la milicia divina, en que Dios hacía la guerra con la guerra: síguese la segunda parte, en que, Dios y hombre, Cristo nuestro Señor hizo la guerra, con la paz, a la misma guerra. Sólo de Cristo, Dios y hombre, se puede aprender esta paz belicosa. Nació publicando la paz en la tierra; y en prendas de que era rey pacífico, nació en tiempo de paz universal, y nació para hacer guerra al mundo, a la muerte, al pecado y al infierno: enemigos tan poderosos y aunados, que ningún otro príncipe dejó de ser vencido, si no de todos, de algunos, en naciendo. Armó contra la vida de Cristo Jesús la envidia al rey Herodes, que le buscó para darle muerte, con los soldados y armas que en los inocentes derramaron la leche que apenas la naturaleza había colorado en sangre: de manera que entrar en la vida mortal y en batalla, fue todo a un tiempo. San Pedro Crisólogo considera militarmente esta huida de Cristo Jesús a Egipto con rara doctrina. Suyas son estas palabras: «¿Qué pretende el Evangelista escribiendo esto para la memoria eterna? El soldado devoto calla la huida de su rey, refiere su constancia, cuenta sus virtudes, calla sus temores, públicamente pregona las hazañas, calla las flaquezas, disculpa lo adverso, predica las victorias para quebrantar los atrevimientos de los enemigos y excitar la virtud de los confederados. Parece, pues, refiriendo el Evangelista estas cosas, que despierta los ladridos de los herejes, y que quita la defensa a los fieles. Ya es tiempo que averigüemos por qué causa se nos escribe esto. Toma el Niño su Madre, y huye a Egipto. Cuando el valiente huye en la batalla, arte es, no miedo: cuando Dios huye del hombre, sacramento es, no miedo. La victoria secreta y la virtud desconocida no deja ejemplo a los porvenir; de aquí procede el huir de Cristo: cede al tiempo, no a Herodes.» No huye Cristo de Herodes, antes se retira para Herodes. Aquí le busca niño, y en edad viril se le presenta en las juntas contra su vida. Era tanta la paz de Cristo, que para tratar de él, aunque para condenarle, hubo paz entre Herodes y Pilatos, que antes eran enemigos.



No pasen, Señor, sin reparo las palabras con que San Pedro Crisólogo definió el buen soldado (lo mismo se entiende del vasallo). Dice que pregona las victorias, que calla las desdichas, que dice las hazañas y disculpa las pérdidas. ¿Puede creerse, sino es de malos soldados y de ruines vasallos, que pregonen las pérdidas y vencimientos de su príncipe, y callen los triunfos, las hazañas y las victorias? ¡Oh tiempos! ¡Oh costumbres! Ningún afecto lo dijo con tan grande razón. Vemos no sólo que pregonan las ruinas y las calamidades, sino que las desean; no sólo callan las victorias y las felicidades, sino que las contradicen: no las creen; poco he dicho, se entristecen oyéndolas: pídense albricias de las calamidades, y danse pésames de los sucesos prósperos: si suceden desastres, los creen; si no, los inventan. No sé si otra vez se ha visto y oído tan portentosa maldad; empero hoy se oye y se ve. Nadie les pregunte la causa, porque cometerán mayor delito; que el ingrato es peor cuando se disculpa. Cristo enseñó a vencer huyendo, Cristo a vencer con la paz, Cristo a vencer con morir.



Esta soberana milicia no la comunicó el Padre eterno a Moisés, Josué, Gedeón y David: reservola para su Hijo. Con doce tribus, tan innumerable ejército bien armado, no hicieron nada en comparación de las victorias de Cristo con doce hombres desnudos a quienes mandó que aun no llevasen báculos. Dirán que ésta era conquista de almas, y que no lo era de temporales reinos. Verdad es: ¿empero ha habido reino ni rincón donde esta verdad evangélica no haya adquirido provincias? «Llegó a todos los fines de la tierra su voz.» ¿Cuántas provincias ha conquistado la constancia de los mártires? ¿Cuántos reyes y monarcas, con todos sus imperios, se han puesto sujetos a los pies de la Iglesia, mirando entre las llamas caer en ceniza sus miembros, relucir abrasadas sus entrañas, despoblar de la carne sus huesos con garfios, agotar con heridas sus venas, padecer lo que los verdugos hacían a tiento, por no sufrir el mirarlo? ¿Qué ejército de Jerjes (que le pudo juntar, y no contarle ni regirle, a persuasión de su locura y armas) se pudo prometer una de las hazañas que aquellos soldados de Cristo hicieron con su cadáver deshecho? La mayor monarquía que ha habido y hay, ¿no es la de España en lo temporal y en lo espiritual? ¿No es victoria toda ella de Santiago mártir, soldado de Cristo, capitán general nuestro. No lo confiesan los reyes, intitulándose, por gloriosísimo blasón, alféreces del santo Apóstol, único patrón de las Españas, Él nos llamó en lo espiritual; nosotros en lo temporal le llamamos. No es impracticable la milicia de Cristo; nosotros no queremos practicarla.



No porque alabo el hacer guerra con la paz, vitupero hacerla con la guerra a la guerra: fuera error. Hay guerra lícita y santa: en el cielo fue la primera guerra; de nobilísimo solar es la guerra. Y hase de advertir que la primera batalla, que fue la de los ángeles, fue contra herejes. ¡Santa batalla! ¡Ejemplar principio! Quien lo consiente no quiere descender del cielo como de solar, sino como demonio. Quien con herejes hace guerra a católicos, no sólo es demonio, sino infierno. Cuando lo niegue con lo que dice, lo confiesa con lo que hace. El mismo cielo, Señor, es solar de la paz, y ésta fue primero en el cielo que la guerra, y la guerra fue para no ser más en el cielo y que fuese y reinase siempre la paz. Hubo guerra en el cielo una vez, para que nunca más la hubiese. En lo bien intencionado se conoce que fue guerra primera, y trazada por Dios para ejemplo de todas. Buscar y cobrar la paz con la guerra, es de ángeles y serafines; buscar la guerra con la guerra, no; buscar la guerra con la paz, aun menos. Y estas dos cosas son la mayor ocupación y fatiga del mundo.



La guerra no bajó del cielo a la tierra; cayó precipitada al infierno en los ángeles amotinados, en el serafín comunero. Subió luego del infierno a la tierra; conquistó a Adán con la inobediencia; armó a Caín con la envidia contra Abel, su hermano. Los primeros hermanos fueron los primeros enemigos. La muerte primero estrenó violenta que natural sus filos en la sangre pariente. No se contenta Caín de ser el primero, quiere ser solo; no sólo heredar solo a su padre, sino heredarle en vida el pecado que cometió con el fratricidio que comete. Todo el mundo le pareció pequeño para dos, y juzgó que él solo era bastante poblador para todo el mundo. Bien se conoce que los motivos de esta guerra subieron del infierno contra el cielo. Por esto bajó del cielo en Cristo la paz a la tierra contra el infierno. Preséntanse la batalla el Hijo de Dios y Lucifer; a entrambos capitanes llaman leones. San Pedro en su Canónica dice de Lucifer: «Que anda rodeándolo todo con bramidos como león, buscando a quien tragar.» A Cristo llaman «león de Judá.» La diferencia es que aquél rugiendo, busca a quien coma; y Cristo, enseñando, quien le coma frecuentemente. Dijo: «Que quien comiere su carne y bebiere su sangre, vivirá eterna vida». No sólo busca quien le coma, sino que propone la vida eterna por premio a quien le comiere, deseoso que todos le coman. Tan diferentes son estos leones, tan diversas sus armas y los efectos de ellas.



Luego que nació Cristo, como sol de justicia y paz, hizo sentir su influencia aun a los soldados que profesaban la dura milicia del mundo. «Preguntaban también los soldados a Juan Bautista, diciendo: ¿Y nosotros qué debemos hacer? A la cual pregunta respondió: No maltratéis a nadie, ni calumniéis a alguno; estad contentos con vuestros sueldos y pagas243.» ¡Grande y milagrosa fuerza de la divina influencia de la luz de Cristo! ¡Que la presunción bizarra de los soldados acuda a preguntar lo que han de hacer, y cómo se han de gobernar, a un hombre habitador del yermo, vestido de pieles, penitente, voz que clama en el desierto, retirado del comercio y trato humano, predicador austero y desnudo! Señor, si los soldados preguntaran a los varones apostólicos y santos lo que habían de hacer, no hicieran lo que se debe castigar. Este texto prueba que el Evangelio y los predicadores apostólicos han de ser oráculos de la milicia, que se ha de gobernar por sus respuestas. Yo haré que lo confiesen los soldados, los reyes y las gentes, y acallaré a los que dicen: ¿Quién le mete al religioso y sacerdote con las batallas? ¿Qué tiene que ver el púlpito con la materia de estado y guerra? Yo probaré que no tiene menos que ver, que el freno con el caballo, y la medicina con la enfermedad; y que la materia de estado, sin las riendas del Evangelio y de la religión, correrá desbocada; y la guerra, sin los remedios de la doctrina, será incurable dolencia y contagio rabioso.



Preguntan a San Juan Bautista los soldados: ¿Qué harán? Y San Juan les responde lo que no harán, primero que lo que han de hacer. Bien se reconoce lo que he dicho. Los soldados que hacen cuanto quieren, y viven con la licencia de sus fueros, preguntan qué harán. La voz precursora de Cristo, enfrenándolos, responde lo que no han de hacer. No maltratéis a nadie, ni calumniéis a alguno, que todo esto procede de no contentaros con vuestros sueldos. Por eso os digo que os contentéis con ellos. El médico cura al enfermo, mas no le dice el horror de su enfermedad, el asco de sus llagas, la corrupción de sus heridas. Lo mismo hace con la reprensión divina San Juan: No responde a los soldados: «Vosotros saqueáis a los que os alojan, los afrentáis de palabra, pedís lo que no deben daros, quitaisles lo que tienen, robaisles las hijas, afrentaisles las mujeres.» Ni a los capitanes: «No rescatéis alojamiento donde no es tránsito para tomarle; donde lo es, no alojéis a discreción; no forcéis con molestias a que os contribuya quien no lo debe; no tiréis pagas de cien soldados no teniendo ciento; no rescatéis pagas muertas para vuestro interés; no hagáis caudal de pasavolantes.» Esto fuera avergonzarlos y desabrirlos para recibir la doctrina y disponer la enmienda. Cúralos todas enfermedades y úlceras, sin decirles su horror y asco, sólo con decirles: «No maltratéis a nadie», que toca al soldado; «ni calumniéis a alguno», que toca al capitán y oficiales que gobiernan.



Últimamente añade: «Estad contentos con vuestros sueldos.» ¡Oh cuánto tienen que reconocer los reyes al santo Precursor en estas palabras! Señor, si los soldados se contentaran con sus pagas, no se cometieran los desórdenes arriba dichos, no fueran molestados los vasallos, ni robados; los príncipes no juntaran ejércitos delincuentes, que antes merecen los castigos que las victorias de Dios, pues a veces obligan a las provincias a desear antes los enemigos que las amenazan, que los presidios que las defienden. Si estuvieran contentos con su sueldo, alistáranlos los reyes sólo contra sus enemigos; y no lo estando, primero los alistan contra sí: empiezan la guerra por el señor que los junta, y el despojo y el saco. Quien menos se defiende de ellos y con más pérdida, es quien los junta para defenderse. Cuando valía por paga la reputación de la patria, el amor del príncipe, el celo de la religión, ni el caudal público ni el particular los padecía; cobraban su premio de la victoria y del vencimiento de los contrarios; eran menos porque eran tales, y eran más por ser tales. Quien pone su premio en el robo de los que le alojan sin riesgo, no le busca en el despojo de los enemigos con él. Esto cada día se verifica en los muchos que sientan plazas, y marchan en tanto que duran los alojamientos; que antes de llegar al puesto o al embarcadero se dejan las banderas solas. Suplico a vuestra majestad haga reflexión en lo que ve hoy que junta y paga, y reconocerá que en estas pocas palabras que el Evangelio refiere de San Juan Bautista, está breve y cortés la reprensión de los desórdenes del arte militar, y eficaz el remedio en el consejo que dio a los soldados que le consultaron. Ni se puede decir que esto no es practicable; sólo puede decirse que no se practica, debiendo practicarse.



Gloriosa información hizo la predicación del Evangelio en los soldados de esclarecida reputación; es a los que lo son este lugar de San Mateo 8, San Lucas 7: «Habiendo entrado el Señor en la ciudad de Cafarnaún, envió a él el centurión dos judíos ancianos a rogarle fuese servido de sanar un criado suyo, que estaba paralítico. Hicieron con todo afecto y solicitud la embajada, diciendo a Jesús que muy bien merecía le hiciese aquella merced, porque si bien era gentil, quería bien a los judíos, y de su hacienda los había edificado una sinagoga. Dijo el Señor: Yo iré, y le daré salud. Y encaminándose el Señor a su casa, estando ya cerca, envió otros dos amigos suyos el centurión, y en su nombre le dijeron: Señor, yo no soy merecedor de que vengan a mi casa, que aun me he hallado indigno de ir a ti; basta que tú digas una sola palabra, que yo creo que luego sanará mi criado; porque si yo, que tengo superior, mando a un súbdito mío, soy obedecido luego, ¡cuánto más lo serás tú, Señor, sobre cuya grandeza no hay alguna superioridad! Maravillose el Señor, y vuelto a la multitud, dijo: De verdad nunca vi tan grande fe en Israel; y respondiendo a su petición, dijo: Como lo has creído, así se haga; y en aquel punto sanó el criado.» Soberano y eterno blasón de la milicia es, que no sólo se maravillase Cristo de la fe de este centurión, sino que dijese que no había visto otra que se le pudiese comparar en Israel. Por esto se debe desear que le imiten, los que son capitanes, en la caridad con sus criados, en el gastar lo que adquieren en la guerra, en tener buenos amigos y camaradas, en ser obedecidos de los que mandan, en la discreción reverente, y en la fe con Dios. De todo esto dio ejemplo este centurión, y está aprobado y admirado por Cristo nuestro Señor el ejemplo, y premiado con el milagro. Sumamente se compadeció de su criado, pues solicitó un milagro por su salud.



Buenos y diligentes camaradas y cuerdos tenía, pues alegaron, para que le hiciese aquella merced, no que era muy valiente, ni sus hazañas y crédito, nobleza ni puesto, sino que gastaba su hacienda en fábricas dedicadas a la religión. Y quien en esto gastaba lo que en la guerra había adquirido, conocía que Dios, librándole de los peligros, se lo había dado. Recibir de Dios para dar a Dios, es en cierta manera apostar con él en liberalidad; más lo gana dándolo que adquiriéndolo. Sabía hacerse respetar de sus soldados, pues dice que en ordenándolos algo le obedecían luego; alabanza igual para el que manda y obedece: de entendimiento tan reverente y tan cortés, que no aplicó lo que decía, confesando en esto la suma sabiduría del Señor a quien hablaba. En la letra sólo dijo: «Yo, que tengo superior, mando a mi súbdito: ve, y va.» Y no dijo: Así lo puedes, Señor, hacer tú con la salud a quien mandas como a súbdito de tu voluntad. Y en decir: «Yo, que tengo superior», conoció que Cristo, por ser Dios, no le tenía. La fe, las palabras de Cristo la ensalzaron soberanamente en público; serán prolijas y por demás otras palabras. ¿Quien negará que para el consejo y para la batalla no es conveniente que los capitanes imiten estas costumbres y virtudes? ¿Quién dirá que estorba el tener caridad para ser soldado, siendo la caridad, como dice el Apóstol, la que nada hace mal? ¿Quién dejará de confesar que es muy conveniente que los capitanes tengan tales camaradas, que sepan negociar por ellos, y dar ejemplo a los soldados? ¿Y cuánto importan cabos y oficiales en la disciplina militar, cuya fe merezca que Dios obre por ellos milagros?



Señor: para mayor gloria de los que militan, acuerdo a vuestra majestad que con este centurión fueron tres centuriones los que son dignos de preferida y honesta recordación. Lucas, 23: «Viendo el centurión el terremoto y señales maravillosas que habían sucedido, glorificó a Dios diciendo: De verdad este hombre era justo; y toda la demás gente que junta había concurrido a aquel espectáculo y veían tales cosas, dándose golpes en los pechos se volvieron.» Marcos, 15, refiere esto con tales palabras: «Empero viendo el centurión, que estaba enfrente de Cristo, que quien espiraba espirase dando tan grande voz, dijo: De verdad este hombre Hijo de Dios era.» Mateo, 27: «Empero el centurión y los que con él estaban guardando a Jesús, visto el terremoto y lo que sucedía, con grande temor dijeron: Verdaderamente éste era Hijo de Dios.» Estas fueron, Señor, las palabras de la célebre confesión de San Pedro, y no le veía en la cruz desnudo entre dos ladrones. Asistía San Pedro a Cristo como discípulo, y el centurión como ministro de la justicia que en él se ejecutaba. No digo esto por igualar la fe del centurión con la de San Pedro, sino para ponderar la del centurión con aquel recuerdo. Con piedad colijo de las palabras de los tres evangelistas, que aquéllos que dice San Lucas que oyendo al centurión y viendo el terremoto y señales, dándose golpes en los pechos se volvieron, eran soldados que debajo de su mano asistían a aquella ejecución; y colíjolo de San Mateo, que dice:



«Que el centurión y los que con él estaban guardando a Jesús, dijeron: Verdaderamente era éste Hijo de Dios»; pues es cierto que los que lo guardaban con el centurión eran soldados, pues consta que a ellos tocaba y tocó siempre, hasta guardarle en el sepulcro. De manera, Señor, que admitiendo por prueba esta conjetura, diremos que el centurión y los soldados conocieron y confesaron que Cristo era Hijo de Dios. Dispúsoles a este conocimiento su propio oficio de soldado; pruébase con la causa que da San Marcos, diciendo: «Que viendo que Cristo espirando espiraba con tan grande voz», como gente acostumbrada a dar muerte y a ver morir, reconocieron por cosa sobrenatural dar tan grande grito espirando. Eran soldados, y en aquel tiempo tan atentos a señales y a agüeros, que por el vil canto de la corneja suspendían una jornada, y todo un ejército marchando obedecía al vuelo de un cuervo. Vieron al sol apagado y al día anochecido, batallar unas con otras las piedras, y con espantosos temblores no sólo titubear la estatura del monte, sino desgajada y rota descubrir los sepulcros y dar paso a los muertos. Y cuanto estas señales excedían a las que habían observado, se excedió su conocimiento a sí mismo. Canonizada queda con esto la alabanza de la gente de guerra, y ser solos los que conocieron y confesaron a Cristo por Hijo de Dios.



Del tercero centurión se lee en los Actos,: «Había en Cesárea un centurión llamado Cornelio, de la cohorte que se llama Itálica, religioso y temeroso de Dios: con toda su casa y familia, y con sus largas limosnas socorría al pueblo necesitado. Apareciósele un ángel, y díjole: Tus oraciones y limosnas han ascendido a la presencia de Dios. Ahora envía tus embajadores a Jope, y mándalos que busquen a Simón, que se llama Pedro. Y como entrase Pedro, Cornelio le salió a recibir, y arrodillándose le adoró, y Pedro le mandó fuese bautizado en el nombre de nuestro Señor Jesucristo.» Véase el fruto que de la limosna y de la oración cogen los soldados, pues les traen ángel del cielo que los encamine, y que no sólo puede uno ser soldado y religioso, sino que debe serlo. Envió el ángel al centurión, y remitiolo a San Pedro, cabeza de la Iglesia y vicario de Cristo. ¡Señor!, quien encamina a los soldados a la obediencia de Pedro a que adoren la cabeza del apostolado, a que consulten y obedezcan el oráculo del vicario de Cristo, ángel es que viene del cielo; quien de esto los aparta y no se lo manda, demonio es y espíritu condenado.

Hay autor, cuyas obras han defendido hombres doctos, que dice que el centurión que al pie de la cruz confesó y conoció a Cristo, fue español. Fuera ignorante envidia, y feamente culpada, dudar lo que es a mi nación de tanta honra. Yo digo con agradecimiento a los que han defendido a Flavio Destro, en quien se lee. Reparo en que este centurión fue español; y Cornelio, centurión de la cohorte llamada Itálica, por ser de Italia nos toca. Demos parte al mérito de su virtud y acciones en la merced tan singular que Dios hace a España y a Italia, en que solas en estas dos provincias y los súbditos de ellas persevere sin mezcla de herejía la fe de Jesucristo.



Probado he que la milicia evangélica no sólo es practicable para lo temporal, sino su perfección; y que sólo el soldado que teme a Dios, no teme a los hombres, en que se funda el valor de los verdaderamente valientes; lo que fue precepto de Cristo: «Temed al que puede dar muerte al alma, no al que puede darla al cuerpo.» Este aforismo divino, obedecido, hizo que los mártires con los tormentos que padecían vencieran a los tiranos que los atormentaban. Para esto previno Cristo sus soldados con las palabras que son texto a este capítulo: «Id, que yo os envío como corderos entre lobos.» Mas añádase la otra parte del texto: «Esto os he dicho a vosotros, para que tengáis paz en mí. En el mundo tendréis trabajo; mas confiad, que yo vencí al mundo.» Cristo no facilita la victoria, pues dice que padecerán trabajos; mas asegúrala diciendo que confíen, pues los envía a la batalla con el mundo el que venció al mundo. Señor: quien facilita las empresas a los que envía a ellas, los persuade a tener en poco al enemigo; y aquel desprecio siempre es en favor del contrario, y le padece quien de otro le hace. Estorba las prevenciones y las advertencias, que cuando son menester, faltan. Mucho llevan en su favor los soldados de príncipe vencedor; más los alienta la opinión de su general, que las fuerzas propias y la multitud de armas. Los que conduce o envía príncipe siempre vencido, ellos se condenan a víctimas del enemigo. Poco esperan de sí los que de su rey desconfían.



Es digna de alta consideración aquella palabra, exhortándolos a la guerra sangrienta donde los enviaba: «Esto os he dicho a vosotros, para que tengáis paz en mí.» Si el monarca no dispone que los suyos y sus soldados tengan paz en él, todo lo errará. Declárome. No se pueden contar las empresas malogradas, los ejércitos deshechos, y las provincias que se han perdido por esta razón. Por esta cuenta corren los valientes generales y los muy valerosos soldados, a quien en vez de premio ha dado castigo la envidia de los cobardes y viles, que con embustes no les dejan tener paz en su señor. Pide el capitán general lo que ha menester para defender lo que se le encarga o para conquistar lo que se le ordena; y cuanto se tiene por más cierto de su valor el buen suceso, tanto más o se le contradice lo que pide, o se le dilata lo que se le ha de enviar, por la maña de los que no le dejan tener paz con su rey, de miedo que con la grandeza de sus hazañas no se anteponga a sus chismes en la estimación soberana. Y cuando no pueden estorbar que no consiga su valor las glorias que se propone, y da nuevas ciudades a su príncipe, nuevas provincias, nuevos reinos, suma reputación a sus armas, para que no tengan paz en él, dice que las gana y conquista para sí; y con celos políticos, que se creen más fácilmente que se inventan, no le dejan tener paz en su señor.



Tal sucedió al Gran Capitán con el Rey Católico y al de Pescara con el emperador Carlos V, pues todos padecieron sus méritos en vez de gozarlos. Señor: estas cizañas y ministros revoltosos que no consienten que otros sino ellos tengan paz en su rey, no sirven sino de desarmarle para la ofensa y para la defensa, malográndole los sujetos, desapareciéndole los valerosos y experimentados. El remedio de esto enseña Cristo, disponiendo que tengan paz en él los que envía a pelear por sí. Por San Lucas, 11 dice: «Todo reino dividido será arruinado.» Muchas son las divisiones porque son asolados los reinos: no sólo guerras civiles los dividen, lo mismo hacen los vicios, las costumbres, y peor que todo, las diferentes sectas o religiones. No se tenga por aunado el reino que no padece levantamientos y motines armados; que los vicios y pecados no sólo le dividen, sino le despedazan; las costumbres licenciosas y desordenadas le confunden, las diferentes sectas le aniquilan en condenación afrentosa; y lo último y más eficaz para dividir un reino, cuando ninguna de las cosas referidas le divida, es el mismo rey, si está dividido. Ésta es la división más mortal, por ser de la cabeza y el cuerpo donde el uno está sin el otro, y la cabeza dividida en dos partes, sin ser cabeza en alguna de ellas. El que no es señor de la suya es esclavo de la ajena. Si la cabeza dividida no puede vivir la vida sensitiva, menos podrá vivir la racional.



¡Gran tesoro de preceptos y doctrina hemos hallado en el Testamento Nuevo, en que se enseña juntamente a ser temeroso de Dios y a no tener miedo, a hermanar la religión y la valentía, a merecer con la fe milagros de la omnipotencia de Dios; a consultar para los aciertos militares a los santos y a los varones de Dios! Y afirmo que aquel príncipe y aquellos generales y capitanes en quien no precediere la religión al principio de la guerra, y ella no dispusiere los medios, que él la podrá empezar con grande poder y encaminarla con maña, mas no darla fin con buen suceso, si ya no aconteciere querer Dios con ellos castigar a otros peores, y entonces, llamándose soldados, son verdugos. Esto creyó y tuvo la idolatría ciega en más observancia que ninguna otra cosa. Trata de ello Valerio Máximo en su primer capítulo, que es de la religión. Referiré las palabras con que acaba la narración nona: «Siempre nuestra ciudad juzgó que se había de anteponer la religión a todo, también en aquellas cosas en que quiso atender al decoro de la suma majestad. Por lo cual no dudaron los imperios de servir a las cosas sagradas, juzgando que en tanto se prosperaría el gobierno de las cosas humanas, en cuanto bien y constantemente obedeciesen y sirviesen a la divina potencia». Si a esto se persuadieron los gentiles, ¿en qué opinión tendrá a los católicos el que creyere necesitan de que se lo persuadan?



Hemos descubierto preceptos militares en los evangelistas, en las epístolas canónicas, en los actos, por hallarlos esparcidos en todo el Testamento Nuevo. Resta el Apocalipsis en el cap. 12; Daniel, 12, y en la segunda a los thesalonicenses, 2. Se lee de tres grandes autores tal suceso: «Hubo en el cielo una grande batalla: Micael y sus ángeles valerosamente peleaban con el horrible dragón, y el dragón y sus ángeles rebelados peleaban, y no pudiendo resistir, fueron vencidos de Micael; cayeron, y en el cielo no quedó señal suya. Empero en aquel tiempo se levantará Micael príncipe, y el Señor Jesús dará muerte al Anticristo con el espíritu de su boca.» Sacra, católica, real majestad: este texto es todo real; contiene el primer capitán general y la primer batalla y victoria. La causa de esta guerra fue querer Luzbel, altísimo serafín, ser como Dios. ¡Grave delito! Fue capitán general contra él y su parcialidad un arcángel, a quien en premio de haber vencido al que osaba pretender ser como Dios, se le dio el nombre de Micael, que es decir ¿quién como Dios? Tres cosas perdió Luzbel: la batalla, la, gracia y el cielo; y respectivamente a Micael le hizo Dios tres mercedes: la primera, que su nombre, como he declarado, fuese el mismo de la gloriosa victoria; la segunda, que él fuese siempre el protector de la verdadera congregación de fieles, principalmente en las batallas contra infieles y herejes; la tercera, que así como él había vencido la primera guerra contra Lucifer, venciese la postrera contra el Anticristo, a quien por su mano dará Cristo la muerte.



Soberano ejemplo a los príncipes para tres cosas que les importan todo su ser, grandeza y estado: castigar y derribar y vencer al que se atreviere, siendo su criado, a querer ser como ellos; hacerle que pierda las mismas tres cosas, la batalla (esto es, su pretensión), su gracia, y su casa y reino; y al general que le venció, otras tantas mercedes que le prefieran, y que sea su nombre el de su victoria, encomendarle la defensa de los suyos, pues le encomendaron la suya, y no dejar perder al que ya se sabe que sabe vencer.
Señor: Dios, ni Dios hecho hombre no mudan ni suspenden, si se ofrece ocasión, al capitán general que les dio una victoria; a él encargan la primera y todas las que se les ofrecieren a los suyos y a su pueblo, y le tienen electo para la última del mundo. ¿Qué espera el príncipe que en cada ocasión experimenta un hombre, y que a cada uno que le da victoria le arrincona en dándosela? Pues no es otra cosa, sino consentir que las hazañas depongan, y el ocio y la ignorancia promuevan. Quien esto aconseja a un príncipe, procurador es de los enemigos que tiene; y si el príncipe lo hace por sí, lo hace contra sí. Tendrá muchos con títulos de capitanes generales, mas los enemigos no tendrán que pelear sino con solos los títulos.
Resta verificar que en las batallas y sitios los reyes temporales, siguiendo la milicia evangélica, ganen ciudades y batallas y reinos con la paz y con la piedad y la clemencia contra la guerra. Sea la prueba de príncipe belicosísimo y español el ínclito e invencible rey don Alonso el Sabio de Aragón, que, como discípulo de los dos Testamentos en cuya lección se ocupó tanto que con sus glosas se dice pasó muchas veces toda la Biblia, quedó bien doctrinado, y logró su meditación en infinitos trances de guerra. En la conquista de Nápoles tenía el máximo rey don Alonso puesto sitio a Gaeta, plaza por su fortaleza llamada llave de aquel reino. Apretó tanto el cerco, que los de Gaeta, obligados de la hambre por la falta de mantenimientos, echaron fuera todos los niños, mujeres, viejos y enfermos, los cuales viéndose expuestos a las armas enemigas que los herían y maltrataban, con lágrimas y alaridos procuraban volverse a Gaeta, de donde eran con mayor rigor ofendidos por los suyos mismos.



Fue advertido el rey de lo que pasaba; juntó su consejo. Refiere el docto Antonio Panormitano que todos votaron que conforme leyes militares su majestad no debía admitir en sus reales aquella gente, sino arcabucearla y volverla a Gaeta, pues con eso se rendiría la ciudad; y de otra suerte era disponerles la defensa contra sí. Confiesa Antonio Panormitano que, hallándose él en aquel consejo, votó lo mismo con este rigor. Oyolos el rey, y dijo: No permita Dios que yo cobre a Gaeta con tan gran crueldad. No vine a pelear contra niños, mujeres, viejos, ni enfermos: por ese camino no sólo quiero perder a Gaeta y el reino de Nápoles, más dejara la conquista del mundo. Y luego mandó que aquella gente no sólo fuese admitida en su ejército, sino regalada, guardando la honestidad y decoro de las mujeres, y curando los enfermos y heridos, acomodando los viejos y acariciando los niños; lo que admiraron los de Gaeta, y vencidos del beneficio y del agradecimiento, codiciaron por señor al que tenían por enemigo.
Supo que un caballero muy principal de su corte trataba de matarle muchos días había; y no por eso le temió, ni le hizo prender y castigar como merecía. Llamábale frecuentemente y llegábale a sí; favorecíale y halagábale, y con el amor, y disimulación de su maldad, le enmendó por no acabarle con el castigo.



Fue avisado el rey por mosén Luis Puche, que residía en Roma, que micer Riccio, capitán de la infantería de Rijoles, tenía tratado dejar al rey y pasarse a sus enemigos y levantarse con algunos lugares; y que sería necesario, pues se tenía noticia cierta de su traición, antes que la ejecutase, prenderle y castigarle. El rey respondió que en ninguna manera le mandaría prender, y que tendría por mejor ser dañado con la traición y poca fe de los suyos, que mostrar que no se confiaba de ellos. Y así dijo: «Levántese contra mí cuando quisiere el capitán Riccio; que yo, hasta que lo vea con mis ojos, no quiero creer cosa semejante de criado mío ni de hombre a quien yo haya hecho bien.» ¡Oh grande ejemplo, que imitado será guarda de la reputación del príncipe! Procure el rey no merecer por su tiranía y vicios levantamientos, y no hará caso de los que le dijeren le son traidores o lo quieren ser; que importa mucho no mostrarse desconfiado de los vasallos y de los criados. Empero si es tirano, no se fíe de las conjeturas que castiga, ni de los traidores que prende; que los castigos en casos semejantes antes los irritan que los agotan.
Acusaron a un caballero noble y de generosa familia, de crimen de lesa majestad: fue convencido de este delito delante del juez. El rey lo supo; y porque la culpa de uno no fuese mancha a toda una familia ilustre, no consintió se le diese la pena que merecía. Llamole a solas, y reprendiéndole con amor, con su clemencia excusó en su linaje la nota, y en el delincuente la sangre, y le obligó al reconocimiento y enmienda.



Roger, conde de Pallarés, caballero de alto linaje y de señalado esfuerzo, dijo al rey que si él quería, estaba determinado de dar de puñaladas al rey don Juan de Castilla, que era mortal enemigo del rey don Alonso, y que sabía adónde y cómo lo podía hacer. El rey le dio por respuesta que no por el señorío de Castilla, empero que ni por el imperio universal del mundo, consentiría en acción tan fea, que fuese mancha detestable a su memoria y horror a los porvenir. Lo mismo respondió a un florentín que estaba desterrado de Florencia, y le ofreció de matar a Cosme de Médicis.
A los que en el cerco de Escafato le dijeron no sólo feas y malas palabras, sino ignominiosas, cuando entró por fuerza el lugar, contra el parecer de su hermano y del príncipe de Taranto y de todo su ejército, los perdonó y envió libres. ¡Señor! Estas acciones todas son evangélicas: perdonar injurias, dar bien por mal, vencer con el perdón, conquistar con la paz, quebrantar la furia con la paciencia, castigar con la misericordia; y todas las ejercitó en guerra viva y temporal el rey don Alonso. Rey tan grande, tan valiente y tan sabio, que preguntándole un allegado suyo si podría ser, y por qué, que un rey tan rico y poderoso como él, y señor de tan grandes señoríos y reinos fuese pobre, respondió que si se vendiese la sabiduría, para comprarla lo diera todo. ¿Cómo podía dejar de hacer lo que he dicho quien dijo lo que refiero? Eran en él tales las obras, y tales las palabras con que en el decir y el hacer fue sabio, invencible, piadoso, valiente y bienaventurado rey, para ejemplo de los que quisieren serlo.



Esto, Señor, acuerdo a vuestra majestad como vasallo suyo de buena ley, sin perder jamás de vista la del Evangelio y sagradas letras, a cuya luz (bebiendo la de estos Discursos Políticos en aquel inmenso piélago de la suma verdadera sabiduría) he procurado disimular mi ignorancia, tomando con las plumas de los mejores secretarios de Dios y ministros escogidos suyos, que con el don altísimo de su gracia nos dieron aprobada doctrina para solicitar su gloria en el acierto de las acciones humanas, amaestradas en su divina escuela; cuyo fin ha sido el mío, y no otro, en el empeño literal de este ocio.
A honra y gloria de Dios y de Jesucristo nuestro Señor, de la siempre Virgen María su Madre, y del apóstol Santiago, único patrón de las Españas, acabé esta obra con intento de servir con mi poco caudal y cortos estudios a la majestad del muy poderoso, muy alto y bienaventurado rey de las Españas don Felipe IV, monarca de los dos mundos, invencible, magnánimo y siempre augusto; sujetando todo lo que en ella he escrito (deponiendo mi propio sentir) a la corrección y censura de la santa, sola y universal iglesia de Roma y a sus ministros.

FIN DE LA POLÍTICA DE DIOS Y GOBIERNO DE CRISTO