Pago Chico/Capítulo XIV

Capítulo XIV

El desquite de don Inacio


La historia del gobierno de don Inacio, llegado por maquiavélica combinación política a Intendente Municipal de Pago Chico, sería tan larga y tan confusa como la de cualquier semana del nebuloso y anárquico año 20. ¡Como que duró más de una semana: duró mes y medio!

Mes y medio lo tuvieron de pantalla los oficialistas, desprestigiando en su persona a la oposición. Todo era agasajo y tentaciones para él: a cada instante se le ofrecía un negocito, una coima o se le hacía «mojar» en algún abuso más o menos disimulado. En los primeros días don Inacio reventaba de satisfacción: parecíale que el mero hecho de mandar él había cambiado radicalmente la faz de las cosas, que el pueblo tenía cuanto deseaba y soñaba, que los pagochiquenses vivían en el mejor de los mundos...

Indecible es la explosión de su rabia, primero cuando Silvestre le dijo las verdaderas en su propia cara, y después cuando Viera le aplicó en La Pampa, varios cáusticos de esos que levantan ampolla. Don Ignacio quería morder, y trataba de echarse en brazos de sus noveles amigos los situacionistas, que acogían sus quejas con encogimientos de hombros y risas socarronas, contentísimos de verlo enredado en las cuartas.

Lo del desquite se había hecho público y notorio, gracias a la buena voluntad del farmacéutico.

-¿Cuándo podrá ser honrado don Inacio? -se preguntaba generalmente, como chiste de moda.

-¡Cuando la rana cric pelos! -replicaba alguno-. ¡Ya le ha tomado el gustito!

Los principistas, entretanto, trataban de demostrar que el extravío de un hombre no podía en modo alguno empañar la limpidez y el brillo de todo un programa de honestidad y de pureza. Y Ferreiro y los suyos, aprovechando la bolada, hacían lo imposible para aumentar el escándalo y el desprestigio alrededor de aquel puritano pringado hasta las cejas apenas se había metido en harina.

-Así son todos, -predicaban-. ¡Quién los oye! ¡Los mosquitas muertas, en cuantito pueden se alzan con el santo y la limosna!

Ferreiro, al aconsejar a los delegados oficialistas de la capital, primero que hicieran municipal a don Ignacio y después que le dieran la intendencia, había echado bien sus cuentas y deseaba dar un golpe maestro que las circunstancias le presentaban maravillosamente, porque, como él solía decir a sus íntimos:

-¡Más vale pelear de arriba que de abajo! Cuando uno tiene la sartén por el mango no hay quien se le resista.

Pues bien, Ferreiro, conociendo el flaco del «desquite» que aquejaba a don Ignacio, trató de hacerle pisar el palito, pero de tal modo que, al caer, no arrastrara consigo a uno siquiera de los instrumentos que le habían servido siempre en el gobierno local y sus adyacencias. El problema, aparentemente difícil, era de una sencillez bíblica. Ferreiro lo resolvió con un golpe de vista y una decisión napoleónicas.

La oportuna renuncia del comisario de tablada -provocada por Ferreiro bajo promesa solemne de reposición e indemnización satisfactoria-, permitió a don Ignacio reemplazarlo con un hombre de su confianza, hechura suya, «capaz de echarse al fuego por él», y más, cuando el fuego estaba agradablemente substituido por el bolsillo del contribuyente.

Nadie se opuso al nombramiento, ni nadie lo criticó, salvo los copartidarios del intendente, a quienes todo aquello olía a chamusquina. Bernárdez, pillete carrerista y gallero, que nunca había sido trigo limpio, comenzó en paz a ejercer sus funciones de comisario de tablada, coimeando y robando a gusto, y con prisa, como parte de «esa oposición que tiene el estómago vacío desde hace veinte años, y quiere saciar en una semana el hambre de un cuarto de siglo», -como decía El Justiciero.

No costó mucho a Ferreiro amontonar pruebas escritas y testimoniales de aquellas exacciones y de la participación que en ellas tenía don Ignacio, provocando con ellas un bochinche de doscientos mil demonios. Interpelación al intendente en el seno del concejo. Réplica anodina del interpelado. Iniciación por el concejo, ante la Suprema Corte de La Plata, de un juicio político contra el intendente don Ignacio Peña, acusado de abuso de autoridad, malversación de fondos, extorsión, la mar...

A todo esto, don Ignacio no había rescatado ni la mitad de los pesitos invertidos en la campaña, opositora, y a cualquier lado que mirara no veía sino enemigos, pues todo el mundo se le había dado vuelta. Abocado al naufragio, suspendido por la Corte, con la comisaría de la tablada intervenida por el tesorero municipal, aquel de la larga fama, dirigió los ojos angustiados hacia los cívicos, esperando hallar entre sus brazos un refugio, por lo menos la piedad y el perdón que alcanzó el hijo pródigo.

Nadie le hizo caso. Era la oveja sarnosa que podía contaminar y desprestigiar la majada entera. En La Pampa, Viera le dijo sin piedad:

-El escribano Ferreiro le aconsejará lo mejor que pueda hacer. Nosotros lo hemos declarado fuera del partido.

El diario publicó, en efecto, esta resolución al día siguiente.

Silvestre, menos cruel, lo fue mucho más en realidad, desahuciándolo en esta forma:

-¡Tome campo ajuera, don Inacio! ¡Agarre de una vez p'a'lau del miedo! ¡Metasé en un zapato y tapesé con otro!...

Don Ignacio trató de defenderse, «quiso corcovear», empezó una larga disertación, puntualizando sus principios, desarrollando sus planes de reforma, enarbolando su bandera cívica... Silvestre que lo miraba con la cabeza inclinada ora a la derecha ora a la izquierda, de tal modo que el intendente podía apenas contener su ira furiosa, le interrumpió de pronto, exclamando con su tono más burlón y agresivo:

-¡Ande vas conmigo a cuestas!...

Estuvo a punto de recibir un tremendo puñetazo que sólo evitó gracias a su agilidad. Pero era cierto. Don Ignacio no podía ya engañar a nadie ni engañarse a sí propio. Aguardábalo el ostracismo que la patria ingrata reserva a sus grandes hombres... Al día siguiente renunció.

La Pampa de Viera dijo que aquello era un colmo de cobardía, la negación de todo valor cívico la confesión de una falta absoluta de conciencia del valor, de las propias acciones, una mancha indeleble que caía sobre la reputación y el carácter de don Ignacio como hubiera caído sobre el partido entero, si éste no hubiera repudiado y excomulgado a tiempo a la pobre oveja descarriada, que sólo merecía desprecio en la acción pública, lástima y olvido en la vida privada, que nunca debió abandonar.

El artículo de El Justiciero inspirado por Ferreiro, era mucho menos contundente, y no apaleaba en el suelo al infeliz don Ignacio.

«Se ahorra muchos disgustos -decía-, y permite a Pago Chico volver a la marcha normal de sus instituciones, dirigida por hombres que, cuando menos, tienen la experiencia del gobierno, el conocimiento de las necesidades públicas y el tacto que se requiere para no provocar a cada momento graves incidentes y dolorosas complicaciones».

Como en aquel tiempo la Suprema Corte, instrumento político de primer orden para el gobierno, recibía cada mes, cuatro o cinco expedientes de conflictos municipales, y los apilaba sin piedad para años enteros si el ejecutivo interesado en la resolución de alguno de ellos no le mandaba otra cosa, el «juicio político» de don Ignacio no había prosperado aún, y mediando la renuncia de la intendencia, de acuerdo los municipales y él, pudieron retirarse los escritos y echar sobre el asunto una montaña de tierra.

Don Ignacio, después de esta tragedia, casi no salía de su casa. Cuando se le hallaba por la calle parecía un pollo mojado. El apabullamiento había sido completo. Sin embargo Silvestre no le perdonaba, y una tarde que lo encontró, tuvo todavía alma de decirle:

-Lo de la honradez ya lo sabemos, don Inacio.

Pero, tengo curiosidá... ¿alcanzó a desquitarse del todo?

El otro estuvo a punto de morderlo, y lo hubiera hecho a no ponerse Silvestre a buen recaudo, gritándole:

-¡Lástima que no le dejaran empezar la honradez!... ¡No queda peso con vida!...