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alzaba al cielo sus heridas, implorando el sol y la lluvia. Repentinamente se agitó: esta vez no era ilusión. Los próximos cedros se inclina- ron cual si pasase el huracán. «En mis ramas —murmuraba el pino—las hojas están vivien- tes. Mis verduras elevan plegarias. El nocturno rocío las toca con unción. El lucero del alba las besa con sus rayos. El sol las viste con sonrisas. Sólo el hombre no las oye. Ven, tú, arráncame un báculo. Que las gentes, a tu paso, mediten en su cuna, y alaben al árbol de Judea.»

» Y yo ola su voz, cual nuestro padre Abraham la de Jehová, mandándole sacrificar al hijo so- bre la cumbre del Moriah. Corté el gajo, y des- de entonces, viajador eterno, no me abandona, y a veces creo que en él arde un espíritu como en la zarza del Oreb, bajo el mirar omnipo- tente»...

—¡ Oh! Ashavero—dije,—¿cómo no contem- plaste en el pino el árbol de la cruz? Conviér- tete, y hallarás quizás el eterno reposo,

—Nunca—replicó.—Nunca. Me erguiré con- tra el que me maldijo. Ya no busco la muerte -ni deseo engañarlo. En mi cansancio siento ín- tima voluptuosidad. Me vengarán mis herma- nos al dominar el mundo, mientras estos hu-

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