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Tibi Santa María la Egipciaca, tras de extraordina- rias aventuras, vino a morir sobre sus orillas. El' viejo poema español puede agitar entre sus ru- mores el martilleo de sus rudos pareados. En- tonces, los monjes, ya establecidos en las ribe- ras, contaban la tradición de San Cristóbal. Co- nocedor del cauce, ejercitaba el gigante su cari- dad trasladando en sus hombros a los viajeros. Una noche, un niño le abrumó en medio de la corriente. — ¿Quién puede pesar así?—excla- mó el santo varón.—«Aquel que lleva el mun- do» —repuso la criatura, y era, en efecto, Cristo.

Hoy, en la soledad completa, hay peligro en pasearse sin armas, a causa de los salteadores. Un viento suave sacude los álamos, y los re- mansos bullen hirvientes. Los árboles los divi- den, y los círculos de los troncos se deshacen cual turbulentas espirales. El espejo, que no re- trata las copas, refleja nuestras sensaciones. No se oye más voz que la del Jordán en el viento, y la del viento en las cañas. El caudal corre ha- cia un mar eterno, dejando en cada murmurio una esperanza, y en cada esperanza una fuer- za : mitiga la sed de los labios, y apacigua las ansias de inmortalidad del espíritu. La vegeta-