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ser bañados por las olas, conseguimos salvarla descargándola, habiendo perdido el timón y el palo pintado y una gran parte de las colecciones que el agua arrebata. Los víveres están casi completamente inutilizados; sólo la momia se ha salvado, habiéndola preservado un espeso sudario de lona, con el cual la había envuelto.

El gran peso del bote no nos permito sacarlo más afuera de las aguas que continúan batiéndolo, y acompañado de Moyano salgo, siguiendo la costa, en busca del campamento de Isidoro. Encontramos que se halla muy cerca de nosotros, a 500 metros. Esto me dice que si hubiera tardado algunos minutos más en embicar, habríamos perecido todos.

Nuestra presencia alarma a la gente dormida; la sorpresa de los indios, que ya han llegado, se traduce en gritos; quizás nos creen fantasmas; ¿quién puede figurarse que en una noche semejante hayamos cruzado el lago?

Los perros hambrientos nos atacan y tenemos que refugiarnos nuevamente entre las olas, de las cuales hemos salvado tan milagrosamente. Nos cuesta hacer comprender a nuestros amigos que venimos del otro lado del lago; María, Bera, su mujer y la madre, la coqueta Losha, que son las recién llegadas en busca de las provisiones prometidas, lloran prorrumpiendo en alaridos. Me echan en cara mi tentativa sacrílega contra el «agua que hierve» de Shehuen y dicen que este temporal es un castigo del Agschem.

El buen Isidoro, siempre dispuesto, toma caballo y se dirige al galope, sin cuidarse de los médanos y pozos, a prestar auxilio a los que quedan con el bote; pero no consigue gran cosa a pesar de sus esfuerzos y tenemos que dejar el trabajo del salvamento del bote hasta que calme un poco el temporal.

Cada uno carga con sus mantas mojadas y se acuesta sobre la arena, molido de cansancio, pero feliz de haber navegado en el lago.