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do que somos—dijo ella con tristeza—. No puede usted disimular lo que se aburre entre nosotros.

Hipólito Sergueievich empezó a protestar, a afirmar lo contrario, y a medida que hablaba, su acento iba siendo más caluroso. Sin darse cuenta, concluyó:

—Basta que usted lo quiera para que, ni en el desierto, pueda uno aburrirse con usted...

—¿Y qué debo hacer para eso?—se apresuró ella a preguntar.

No se le ocultaba al catedrático su deseo sincero de ponerle alegre.

— Nada!—respondió, ocultando en el fondo de su corazón lo que hubiera querido contestarle.

—No, verdaderamente... Usted ha venido aquí a descansar. Su trabajo de usted es fatigosísimo y tiene usted necesidad de reponer sus fuerzas... Cuando iba usted a venir, su hermana me uijo: "Entre las dos ayudaremos a mi hermano el sabio a descansar y a divertirse"; pero, ¿ qué puedo yo hacer para eso? Le juro a usted que no lo sé... Si yo supiera que así le ponía a usted de buen humor, incluso le... daría un beso...

La sangre afluyó a su cabeza y a su corazón de un modo tan brusco que el joven sabio se tambaleó.

—Bueno... pruebe usted... deme un beso... deme un beso...—dijo con voz sorda, de pie ante ella; pero sin verla.

—Caramba! ¡Es usted terrible!—rió Varenka.