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plo, el valle de Kazanlik, en Bulgaria... Murgab, en la India... ¡Un verdadero paraíso!... ¡ Ahí está ese tesoro de hija!

Entraba Varenka. En la pesada atmósfera del salón su presencia puso una perfumada frescura.

Vestía una amplia bata color lila claro. Llevaba en la mano un gran ramo de flores recien cogidas.

La alegría brillaba en su rostro.

Han estado ustedes inspirados viniendo precisamente hoy!—exclamó, estrechando la mano de los visitantes. Había pensado ir yo a su casa...

¡Me tienen aburrida!

Y señaló con la mano a su padre y a su tía Luchitsky, sentada junto a Isabel Sergueievna en una postura tan rígida que se diría que su espina dorsal estaba petrificada y no podía curvarse.

—¡Varvara, no digas tonterías!—le gritó la dama severamente, airigiéndole una mirada furibunda.

—No grites, tía Luchitsky, o le cuento a Hipólito Sergueievich la historia de cierto teniente Yakovlev y de su corazón ardiente.

—¡Cállate, Varenka!—gritó el coronel. La contaré yo.

"¡Vaya una casa divertida!"—pensó Hipólito Sergueievich, mirando a su hermana, que debía de conocer las costumbres de la familia y sonreía desdeñosamente, sin manifestar el menor asombro.

—Voy a dar órdenes para que nos sirvan el té—manifestó la tía Luchitsky.

Y con el cuerpo rígido, se levantó y desapare-