estrellas apenas alumbraban, al través del velo acuoso que cubría los cielos.
Crucé el bañado.
Camilo Arias no se había separado de mí.
Algunos habían pasado ya y esperaban en la orilla; otros estaban acabando de pasar.
Con las tropillas sucedía lo mismo, no estaban reunidas aún.
Esperé un rato, y mientras tanto se buscó en vano el camino.
Viendo que no lo hallaban y que el capitán Rivadavia y otros no parecían, mandé quemar el campo; no se pudo por la humedad y falta de sebo; se dieron voces, nadie contestó; silbamos, silencio profundo.
Destaqué tres descubridores; á las cansadas volvieron dos, sin haber visto ni oído nada.
Faltaba el otro, y contestó de ahí cerca; hacía un rato que giraba perdido á nuestro alrededor.
La lluvia amenazaba volver á desplomarse por momentos.
Marchemos al rumbo—le dije á Camilo, hasta que lleguemos á un campo más alto que éste; los demás jinetes y caballos los hallaremos de día.
Marchamos.
Y marchando íbamos cuando ladraron perros.
—Allí hay un toldo—dijo Camilo.
Miré en la dirección que me indicaba, no vi sino tinieblas.
—Pues hagamos alto aquí y que vayan á averiguar dónde queda el de Ramón—le contesté.
Despachó una pareja de jinetes.
Volvieron diciendo que íbamos mal; que el camino quedaba á la izquierda, es decir, al Poniente, y que el toldo de Ramón estaba muy cerca, que en cuanto cruzáramos una cañada lo veríamos.