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das, las balbucientes' afirmaciones, los trémulos sobresaltos y los nacientes anhelos de esas almas que, empapadas en la lectura de Heine, de Musset, de Lamartine, de Leopardi y de Becquer, comienzan á librar la eterna lucha de la vida. No conturbado aún con las miserias humanas, el espíritu de Leopoldo Díaz, como corola recién abierta, solo exhala los primeros perfumes de la fe, del entusiasmo, del amor más puro á la humanidad: solo nos dice palabras que consuelan, que arrullan como los cánticos de un cielo lleno de dichas inefables, y desde el cual los ángeles bajan á la tierra para vivir en perpetua comunicación con el hombre. Lo sensible es que nuestro amigo se haya enamorado tanto de la forma, más artificial que artística, del soneto, para escribir sus últimas composiciones. Catorce versos endecasííabos aconsonantados, ó sea dos cuartetos y dos tercetos¡ con sujeción estricta á las prescripciones de la rima castellana, son y han sido siempre un círculo demasiado mezquino para presentar un pensamiento bien desarrollado, máxime sí, como la ciencia literaria exije, el soneto ha de adquirir su expresión más culminante, su rasgo más notable en un solo verso: en el último. Cierto que el estilo de Díaz, ora gráfico y vigoroso, ora lleno de felices y pintorescas espresio-