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El cardenal Cisneros.

dice el moralizador Mártir, el de un Monarca, casi omnipotente ayer, y hoy errante y vagabundo en su propio suelo, y privado hasta de ver á sn propia hija![1]. Y es que cuando llega la hora fatal para una dinastía ó para un Soberano, saludan los primeros al nuevo poder los mismos que más deben al antiguo, aquellos que nada serian sin sus dádivas y larguezas, como quien pide gracia para que se olvide su pasada bajeza, ó para que no se le reduzca á la nulidad, ó para que no se publique su deshonra, ó para alcanzar, por igual camino de degradacion, mayores medros y prosperidades.

Cisneros, que ciertamente no habia recibido grandes pruebas, pruebas efectivas de afecto de D. Fernando, le fué fiel hasta el último momento. El solo fué quien defendió sus derechos palmo á palmo, al lado del ensoberbecido Felipe y del astuto Juan Manuel. El quien avisaba secretamente á D. Fernando de lo poco que podia esperar de la generosidad ó de la justicia de su yerno. Él fué en fin quien consiguió de Felipe que, pues, D. Fernando aceptaba las condiciones del testamento de la Reina, ménos la parte que hacia relacion al gobierno de Castilla, que era el punto sustancial en que el primero no queria ceder, celebrase una entrevista con el que, después de todo, podia considerarse su padre ántes de que éste se retirase á sus dominios.

No sin disgusto renunciamos á describir esta entrevista, en que tanta magnificencia y tanto apresto de guerra ostentó Felipe, en que tanta modestia y tanta severidad manifestó D. Fernando, tanto aturdimiento el primero, tanta dignidad el segundo, quien sólo se permitió, para aliviar las amarguras de su corazon, algunos cáusticos epigramas contra determinados cortesanos de su yerno, ayer sus propios cortesanos. Al Duque de Nájera, jactancioso por demás, que nunca se habia distinguido en la guerra, y que ahora, cuando no se trataba de combatir, venía armado de punta en blanco, le dijo al saludarle: Muy bien, duque, veo que nunca olvidas los deberes de un gran capitan A Garcilaso de la Vega, que le debia favores muy especiales, que habia sido su Embajador en Roma, y que, al abrazarle, le notó la cota de malla con que se pensaba salvar de algun golpe imprevisto, le dijo tambien: Te doy la enhorabuena, Garcilaso, porque has engordado maravillosamente desde que no nos vemos. Estos eran en verdad desahogos natu-

  1. Opus epist., epist. CCCVIII.